Este libro, que nos recuerda el de Jeremías, se presenta como un diálogo entre el profeta y su Dios. En presencia de la creciente marea del mal, Habacuc, angustiado, derrama su corazón ante Jehová. Jerusalén no está lejos de caer bajo los golpes del ejército caldeo. Una espantosa visión muestra de antemano al profeta esos rudos y crueles guerreros, instrumentos de Jehová para castigar a las naciones rebeldes. Entonces, ¡de qué estupefacción serán presa todos los pecadores incrédulos y despreocupados! (v. 5, citado en Hechos 13:41). ¡Pero el hombre de Dios también está consternado! ¿Cómo puede Jehová dar libre curso a tal despliegue de iniquidad? (Salmo 83; Apocalipsis 10:7 llama a esta pregunta el misterio de Dios). Incluso ¿cómo puede soportar verla? “Dios mío, Santo mío” exclama el profeta, consciente de sus relaciones con Aquel que es “muy limpio… de ojos par ver el mal”. Sí, ¡qué permanente ofensa es para él el espectáculo de esta tierra en la que la corrupción y la violencia se despliegan sin reservas! Las miradas de Dios en lo absoluto de su pureza solo pudieron detenerse con satisfacción en un solo Hombre. Pero, por ese mimo motivo, se apartaron de él cuando fue hecho pecado por nosotros.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"