Nínive, capital del reino de Asiria, parece haber sido fundada –poco tiempo después del diluvio– por Nimrod el rebelde (Génesis 10:8-12). Animada por el mismo espíritu que el de ese “vigoroso cazador delante de Jehová”, ella se complacía en cazar a las naciones como a una presa (v. 11-13). El libro de Dios que ha consignado su orgulloso comienzo “desde su origen” (v. 8, V. M.), ahora nos hace asistir a su súbito fin. Irónicamente se intima a Nínive a defenderse contra el “destruidor” (v. 1). Pero “si el Señor no guardare la ciudad, en vano vela la guardia” (Salmo 127:1). Se cuenta que en el transcurso del sitio, el río Tigris –cuyas aguas hasta entonces aislaban y protegían la ciudad– se hinchó debido a una repentina crecida y arrastró una parte de la muralla. Por esa brecha se introdujeron los implacables soldados enemigos que vemos invadir las calles y las casas con fines de asesinato y pillaje (v. 3-4, 8-10).
“Nunca más se oirá la voz de tus mensajeros” concluye el versículo 13. Nos acordamos de ese Rabsaces, insolente portavoz que el rey de Asiria había mandado a Ezequías, rey de Judá (2 Reyes 18:19-36). Sus amenazas nunca se cumplieron.
Del mismo modo, para siempre pasará el mundo con su gloria, su arrogancia, sus menosprecios y sus blasfemias.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"