Todo lo que Dios dispone, manda o prepara, alcanza su propósito final (cap. 1:4; 2:1, 10; 4:6-8). Ello es así para Jonás y Nínive, pero también para el Señor Jesús mismo. En la oración dolorosa y ferviente que se eleva de ese lugar de muerte (el vientre del pez), reconocemos la voz del supremo Afligido. (Comp. v. 2 con el Salmo 130:1: “De lo profundo, oh Señor, a ti clamo”; el v. 3 con el Salmo 42:7: “Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí”; y el v. 5 con el Salmo 69:1-2: “Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta el alma”). Pero Jonás conoció la angustia como consecuencia de su desobediencia, en tanto que Cristo atravesó las sombrías aguas de la muerte a causa de nuestra desobediencia y para nuestra salvación. Su angustia ha sido nuestra liberación.
No vacilamos en decir que esos tres días han sido los mejores de la historia de Jonás.
Nos enseñan que en toda circunstancia podemos invocar al Señor Jesús. Nuestra oración es oída y Él nos da la plena certeza de ello. “Él me oyó” (v. 2), anuncia el profeta cuando aún está en el vientre del pez.
El versículo 8 nos explica por qué, a menudo, gozamos tan poco de la gracia del Señor: volvemos nuestras miradas hacia las vanidades ilusorias de las cuales Satanás se sirve para distraer y extraviar a los hombres de este mundo. ¡Creyentes, no nos dejemos robar esa incomparable gracia de Dios! Es nuestra.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"