En ese templo del porvenir, al profeta le queda por considerar un maravilloso detalle. Por debajo del umbral, como del mismo trono de Dios, surge un manantial fresco, poderoso e inagotable. Corre ensanchándose (aunque no es cuestión de afluentes) y Ezequiel, yendo por la orilla de las aguas con su celestial compañero, es invitado a atravesarlo de mil en mil codos. Pronto deja de hacer pie: “el río no se podía pasar sino a nado”.
Esta es una preciosa imagen de ese río de la gracia que por nosotros surge del santo Lugar.
Como el profeta, aprendemos a apreciar su profundidad a medida que avanzamos en nuestra carrera cristiana, hasta advertir que esa gracia es insondable (2 Pedro 3:18).
Ese extraordinario río correrá hacia el oriente, trayendo vida y fertilidad a la región actualmente más desolada del globo: la del mar Muerto (v. 8; comp. Joel 3:18; Zacarías 14:8). Este último será saneado y abundará en peces; el desierto se cambiará en manantiales surgentes (Isaías 41:18); nada recordará la maldición de Sodoma. Así la gracia divina y vivificante produce fruto para Dios por todos los lugares donde se extiende, como debe poder hacerlo en nuestro propio corazón (Juan 7:38).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"