El futuro santuario ha sido visitado y medido en todas direcciones. Está terminado y separado de lo que es profano; sin embargo, le falta lo que es su razón de ser: la presencia de Jehová. Entonces, como en el día de la dedicación del templo de Salomón, el maravilloso acontecimiento se produce:
la gloria de Dios, vista por el profeta en el momento en que ella se iba (cap. 11), vuelve para habitar en la casa. ¡He aquí que aparece viniendo del oriente, después de muchos siglos de ausencia!
Y ese retorno es acompañado por una inapreciable promesa: “Habitaré entre los hijos de Israel para siempre” (v. 7, 9).
El profeta, vigilante atalaya, no recibió esa visión solo para sí. Dios le invita a “mostrar” la casa y su disposición general a los hijos de su pueblo (v. 10). Es cosa muy notable que el efecto producido sobre ellos no será de admiración ni de alegría, sino que primeramente consistirá en confusión. Y solamente después de que esa humillación se haya producido, Ezequiel podrá darles a conocer todos los detalles del nuevo templo (v. 11). Retengamos ese principio tan importante y verdadero para todos los tiempos: el Señor solo puede darnos a conocer sus pensamientos cuando nuestros corazones han sido juzgados.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"