Jeremías confió a dos viajeros una carta para Babilonia. Estaba destinada a aquellos de todas las clases del pueblo que ya habían sido transportados bajo el reinado precedente. El tono de esta carta es muy distinto del que usa el profeta cuando se dirige al pueblo que quedó en Jerusalén. A aquéllos les puede expresar, de parte de Jehová, “pensamientos de paz y no de mal”, consuelo, aliento y conmovedoras promesas.
Lo mismo que Israel en Babilonia, el creyente es un extranjero en la tierra. Su ciudadanía está en los cielos (Filipenses 3:20). Espera el cumplimiento de la promesa que lo introducirá en su verdadera Patria. La “buena palabra” de Dios le garantiza el fin que espera (v. 10-11). Empero no le fija, como a esos transportados, el exacto momento en que esa bienaventurada esperanza se realizará. En efecto, el Señor desea que le esperemos continuamente. Y, hasta el feliz momento de su retorno, acordémonos de que también nosotros tenemos deberes para con nuestra ciudad o nuestra aldea (v. 7): procurar la paz (comp. Mateo 5:9), pensar en el verdadero bien de las almas y orar por aquellos con quienes vivimos.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"