El libro de Jeremías nos retrotrae al tiempo de los últimos reyes de Judá antes de la cautividad. La aparición de un profeta es siempre el indicio del mal estado del pueblo de Israel, pero también una prueba de la gracia de Dios. Jehová había puesto aparte, desde antes de su nacimiento, a ese joven sacerdote para el servicio al cual lo destinaba (comp. Gálatas 1:15). Como buen tímido, Jeremías empieza por resistirse al llamado de Dios, diciendo: “Soy niño”. No hables así, le responde Jehová. Qué importa tu capacidad, puesto que no dirás ni harás nada más que lo que yo te mande. Es lo que expresamos cuando cantamos: «Nuestra misma impotencia es nuestra seguridad quien no quiere nada sin él, todo lo puede gracias a Su bondad».
Para alentar a su joven mensajero, Dios le da dos notables visiones: la vara de almendro («el árbol que vela», porque es el primero en florecer) recuerda la vara de Aarón, la que en otro tiempo había reverdecido, echado flores y producido almendras (Números 17:8) y confirma la decisión de ese Dios vigilante y fiel. Es necesario, pues, apresurarse a advertir al pueblo y urgirle a que se arrepienta, porque la olla que hierve anuncia la inminente amenaza de enemigos que vienen del norte. ¡Difícil tarea! Pero Jeremías recibe la fuerza de lo alto (v. 18) con una promesa: “Yo estoy contigo” (v. 19; véase también cap. 15:20).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"