Salgamos, pues, a Él, fuera del campamento
El tema propuesto hoy para nuestra meditación interesa en alto grado a nuestra vida práctica individual y a la de las asambleas. Estamos en medio de la cristiandad, de la que formamos parte. Sería erróneo, por un lado, creer que estamos fuera de ella y, por otro, que no hay más hijos de Dios que aquellos que se reúnen con nosotros alrededor del Señor. Conviene recordar que la Iglesia está integrada por todos cuantos han nacido de nuevo, en quienes ha obrado la Palabra y el Espíritu de Dios, de modo que están colocados en una nueva posición ante Dios, a quien conocen como Padre. Hay hijos de Dios dispersos en este mundo, en múltiples denominaciones cristianas, y con ellos se hallan muchas otras personas que llevan tal vez el nombre de Cristo pero que no tienen más que una profesión cristiana. Conviene, en efecto, distinguir en la cristiandad entre la mera profesión sin la vida y la profesión que va acompañada de la vida. No hay medio o ambiente cristiano –ni siquiera el testimonio constituida por la gracia de Dios– que pueda imaginarse que él solo agrupa a todos los hijos de Dios, es decir, a los que poseen la vida de Dios. Nuestros corazones deben ser, pues, lo suficientemente amplios como para abarcar con nuestro afecto a todos cuantos estamos unidos por lazos indestructibles, por cuanto tenemos el mismo Salvador y hemos recibido un solo y mismo Espíritu, cualquiera sea el grado de nuestro conocimiento y nuestro desarrollo espiritual.
Puede ser que muchos creyentes que se hallan en las denominaciones cristianas estén poco adelantados en el conocimiento de la verdad, que solo conozcan las verdades acerca de la salvación y que tal vez no gozan de ella; no dejan de ser, por eso, hijos de Dios. Y cuando el primer día de la semana partimos el pan a la mesa del Señor, nos alegra pensar en la multitud de creyentes dispersos así, los cuales integran el solo cuerpo del que nos habla el pan que está sobre la mesa. ¡Guardémonos de cualquier espíritu sectario! ¡Amemos a los hijos de Dios dondequiera que se hallen! Puede haber, y los hay, diversos grados en la comunión; sin embargo, nuestros corazones deben entender que somos una misma familia, que
¡El Espíritu Santo, el Hijo, el Padre,
a nuestra fe, todo es común!
Pero existe otro escollo: dejarnos llevar por los sentimientos de nuestro corazón, incluso si estos sentimientos, insuficientemente controlados por la verdad, nos inducen a perder de vista las verdades referentes al testimonio, la posición en la cual la gracia de Dios nos ha colocado en esta tierra y todo cuanto se deriva de dicha posición de testimonio. Esta nos es dada por pura gracia, y quiera Dios preservar nuestros corazones de un sentimiento de orgullo por la porción que nos ha sido concedida en tal sentido.
En esto no hay la menor gloria ni el menor mérito para nosotros. No somos mejores que los demás. Por el contrario, puede haber cristianos mucho menos adelantados en el conocimiento de la verdad y que, sin embargo, manifiesten mucho más piedad que nosotros. Guardémonos de todo pensamiento orgulloso, pero tengamos aprecio a las verdades referentes al testimonio y a la posición del testimonio; es la gracia de Dios la que nos invita a ello; procuremos que la marcha individual y la colectiva correspondan a semejante posición.
Pero, ¿cómo mantener, en la vida práctica personal y en la de la asamblea, relaciones según Dios con creyentes que nos rodean y que forman parte de tal o cual denominación cristiana? Ambos escollos están ante nosotros: por una parte, carecer de amor según Dios para con ellos; y por otra, manifestar en nuestra marcha una amplitud de vista que no correspondiera a lo que nos enseña la Palabra de Dios. En este último supuesto, perderíamos de vista la posición de separación en la cual hemos sido colocados, por la gracia de Dios, la cual es según Dios y según las enseñanzas de su Palabra.
Estos pensamientos han sido condensados en una expresión citada a menudo: «el creyente debe andar en un sendero estrecho con un corazón amplio». Este es el principio que define nuestra relación con los creyentes de todas las denominaciones cristianas. Mas hace falta aplicar el principio, y entonces surgen las dificultades diarias, para resolver las cuales precisamos sabiduría y discernimiento espiritual y necesitamos ser dependientes del Espíritu Santo para ser guardados y conducidos.
Conviene recordar, en primer lugar, que la Iglesia fue formada como consecuencia del descenso del Espíritu Santo; no empezó antes de que el Señor estuviese presente como hombre a la diestra de Dios, lo que vincula a la Iglesia con un Cristo celestial.
Es la base de todas las verdades que caracterizan a la Iglesia: esta es celestial y, por haber olvidado guardar esto en su corazón, vino a tomar un aspecto y un carácter terrenales.
Hebreos 13:13-14
En el principio, la Iglesia estaba constituida por un pequeño número de creyentes que tenía la belleza moral de la misma. Y, si queremos percatarnos realmente de lo que es la situación actual y sacar las consecuencias de ello, precisamos nada menos que volver a ese principio de la Historia de la Iglesia tal como nos lo describen los primeros capítulos del libro de los Hechos. Nada mejor para demostrar la decadencia. Quienes la integraban en aquel momento eran, en conjunto, judíos convertidos en cristianos. Sabemos asimismo que, durante cierto tiempo, hubo cristianos que practicaban a la vez el judaísmo y el cristianismo y que hasta unos maestros enseñaban que era preciso guardar el judaísmo. Por eso tenemos en Hebreos 13 esta exhortación: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento”; mas dicha exhortación no solo se dirige a los cristianos de origen judío, porque la Historia de la Iglesia, desde su origen, muestra claramente –y en demasía, por desgracia– que se formó en ella un campamento. Por eso el llamamiento va dirigido tanto a los fieles de ese tiempo como a los que les han sucedido y les sucedan, para animarles a salir del campamento.
En efecto; un campamento se ha formado también en la Iglesia, y no es el campamento judío, sino el cristiano; y la expresión –no lo olvidemos– tiene ante todo un alcance religioso más bien que mundano, aunque ambos estén estrechamente vinculados. Con el correr de los siglos hubo fieles que salieron de ese campamento de una forma individual, pero debe ser difícil, históricamente hablando, hallar una respuesta colectiva a la voz «salgamos del campamento» hasta que se produjo la respuesta que Dios inspiró en el siglo 19.
Hubo en aquel entonces una respuesta colectiva que caracterizaba a un bien definido grupo de testigos, tanto en lo que respecta a la Historia como a las Escrituras; un grupo de cristianos que, «teniendo oídos para oír lo que el Espíritu decía», realizaron colectivamente lo que es «salir fuera del campamento». Este fue el despertar que el Señor suscitó el siglo pasado, cuyo alcance ningún hermano ni hermana debería ignorar. Es difícil admitir que un hermano o hermana pueda declarar que ama al Señor si no se interesa por el testimonio que Él mismo produjo, toda vez que la presencia actual de ese hermano o hermana en la asamblea es, en su aspecto exterior, la continuación de tal testimonio. En el mundo vemos, tanto en las naciones como en las familias, una diligencia persistente para inquirir acerca de los hechos destacables de su linaje o de su historia. Una nación prácticamente no existe sin esto. Ahora bien, un hecho quizá doloroso de considerar es que nosotros, cristianos alistados en las filas del testimonio, no mostramos el mismo ardor (que en el fondo no es otra cosa que el fervor afectivo) para saber lo que el Señor ha hecho en lo relativo a este testimonio, y para saber también, por consiguiente, cuál es nuestra posición en él en los días que vivimos.
Un estudio diligente de todo esto produciría como resultado un estímulo para sondear el intento del Señor en la Escritura y para considerar lo que Él obró en los tiempos que nos precedieron. Todo esto redundaría no solamente en provecho personal, sino que alcanzaría al testimonio entero.
Otro pensamiento íntimamente ligado a esto, y que es una verdad que corre a través de toda la Escritura, es que ante Dios y ante el Señor somos responsables no solamente de la medida en que realizamos un verdadero cristianismo, sino también de la posición que exteriormente ocupamos. Un hermano o una hermana y, aunque en otro grado, cualquiera que siga con fidelidad las reuniones es responsable de la posición que ocupa en el testimonio; es más responsable que aquel que no vivió ni tuvo noticia de la existencia de este, pues seremos juzgados según la posición exterior que tomemos. Así lo vemos en el caso del “siervo malvado”, quien es llamado “siervo” pese a que era un incrédulo, pues será juzgado como siervo a causa de haber tenido exteriormente tal posición y haber pretendido serlo. «Tú has pretendido llevar mi nombre como si fuere el de tu señor, de manera que serás juzgado de acuerdo con la posición que tú mismo reclamaste para ti». Es un principio universal. Por consecuencia, amados hermanos, somos responsables según la posición que ocupamos; somos descendientes de los que nos instruyeron, por lo cual somos también responsables de saber lo que nos enseñaron, pues esto no es una cosa que haya brotado en este mismo instante como fruto de una revelación cualquiera que nos haya sido dada. ¡En modo alguno! Ellos, los “pastores” (Hebreos 13:7), nos instruyeron haciéndonos remontar hasta el punto al cual el mismo Señor les había llevado, es decir, a “lo que era desde el principio”.
Algunos pretenden que el cristianismo envejece y que el testimonio envejece también, pero recordemos que este ya supera los ciento cincuenta años y que las verdades del testimonio según el Señor se acercan a los dos mil años, sin que por ello hayan perdido ni su vigor ni la lozanía de los primeros tiempos.
El pueblo de Israel es llamado “el campamento” debido a que estaba ordenado como un ejército alrededor del tabernáculo. Este carácter de Israel permaneció de hecho hasta la cruz, pero moralmente finalizó allí. Sabemos, sin embargo, que incluso prosiguió por un corto tiempo en virtud de la intercesión del Señor en la cruz, más de una forma efectiva este carácter dejó de existir como reconocido por Dios cuando Esteban –el protomártir– fue lapidado. Al ser rechazado el testimonio de Esteban por parte de Israel, este fue dejado de lado y desde ese momento las verdades concernientes a la Asamblea –esta Asamblea que tuvo su origen visible el día de Pentecostés– fueron plenamente reveladas por el ministerio de Pablo. Desde entonces el “campamento” dejó de ser un testimonio de Dios en la tierra, ya que no se trataría en lo sucesivo de un pueblo reunido alrededor del tabernáculo con sus ceremonias exteriores, sino que serían las almas las que se congregarían en torno a Cristo; se trata de un pastor que reúne su rebaño y de una reunión concitada y dirigida por el poder del Espíritu de Dios. Por eso el pensamiento de Dios queda definido por estas palabras: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento”. En el dominio cristiano el hombre estableció el campamento cuando Dios precisamente había puesto de lado todo lo que caracterizaba a este “campamento”, estableciendo en lugar de él un orden de cosas enteramente nuevo, a saber, la reunión por el poder del Espíritu. Tal campamento que el hombre estableció en el cristianismo es un mundo religioso, un dominio en el cual se entra por medio de ceremonias exteriores, por una profesión de fe; un dominio del cual se puede formar parte sin tener el nuevo nacimiento –o sea, sin la vida divina en el alma– y en el cual convertidos e inconversos ocupan el mismo rango. He aquí lo que actualmente caracteriza al campamento. Dios desea tener un testimonio en medio de este mundo y de la cristiandad. Dirige un llamamiento a las almas para que salgan hacia Cristo, pues Cristo es el centro que reúne testigos para constituir un testimonio: “Salgamos a Él”. Las almas son llamadas a salir porque el poder del nombre de Cristo las atrae y, cuando el nombre de Cristo atrae al alma, es que el Espíritu ha obrado en los corazones para congregar hacia Cristo. En esto consiste el testimonio: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio”. Él fue menospreciado y nosotros también lo seremos con Él.
El llamado de Hebreos 13:13 resonó de un modo particular hace ya más de un siglo y los que nos precedieron salieron a Él, fuera del campamento. Es cierto que hubo combates, rupturas y dolores, más cuando el poder del Espíritu obra, permite superar todo lo que el corazón puede sentir y entonces la fidelidad a Cristo ocupa el primer lugar. Porque el pensamiento de Dios es que los suyos sean testigos en el mundo y que todos los que poseen la vida salgan hacia Cristo fuera del campamento llevando Su vituperio.
Cuando decimos que sería provechoso que los hermanos y hermanas consideraran de cerca cuál fue el trabajo del Señor en las generaciones originarias del testimonio en particular no nos apartamos de las Escrituras, porque el espíritu general de las mismas confirma lo antedicho y este mismo capítulo que consideramos nos habla de nuestros “pastores”, cuya fe debemos imitar; deseamos, pues, que el examen de lo que fue la iniciación del testimonio sea el ejercicio de muchos. Hacemos notar que el mandato de salir del campamento –o ámbito religioso–, así como otras expresiones análogas, no son en sí mismas expresiones doctrinales, sino más bien llamamientos que el Espíritu dirige al corazón y a la conciencia para que el Espíritu dirige al corazón y a la conciencia para que la marcha responda a una doctrina fundamental ya de antemano recibida, a saber:
La doctrina de Cristo
(Romanos 6:17; 2 Juan 9).
La forma en que uno responde o no a esta doctrina revela el verdadero estado de corazón en el preciso momento en que se enfrenta con ella. Muchos cristianos oyeron y oyen el grito de “salgamos fuera del campamento”, grito que algunos fieles lanzaron, no simplemente desarrollando, sino andando en ella, es decir, siguiendo la doctrina que habían conocido, lo que es el llamamiento vívido. ¿Por qué en aquellos momentos todos los creyentes –y los hay extremadamente piadosos y consagrados en numerosos medios del cristianismo– no respondieron afirmativamente a ese llamado que no es de hombre ni hacia hombre? (Porque el llamado es: “salgamos a Cristo, fuera del campamento”). ¿Por qué no salieron? Dios lo sabe. Así ocurre en todas las generaciones, y de muchas maneras; uno recibe con provecho una palabra, un llamamiento, una exhortación, una enseñanza, y en otro la misma palabra pasa sin efecto alguno, lo cual es revelador del estado de alma del uno y del otro.
Podemos también hacer notar que, así como los que nos precedieron escucharon la invitación a salir fuera del campamento, tal vez hoy sea necesario lanzar un llamamiento invitando a velar para no volver a ese lugar.
Cabe destacar aun lo que otras veces se ha dicho, esto es, que en la misa epístola en la cual hallamos el llamado a salir fuera del campamento también se menciona la libertad de entrar en el Lugar Santísimo, todo lo cual constituye el fundamental y doble carácter de la posición de todo verdadero creyente. Entrar en el mismo cielo y permanecer allí es un privilegio común a todos los rescatados, pero es imposible realizar esta entrada y esta permanencia en el Santuario celestial –con todo lo que esto implica– si uno no salió antes del campamento; e inversamente, la necesidad de salir fuera del campamento religioso no se hace sentir más que en uno que ve su lugar dentro del Santuario.
En ambos casos (en la salida y en la entrada) se trata de hallar a Cristo. El gozo del Santuario y la posición fuera del campamento se tocan; y esta es una verdad en extremo importante para la vida moral y espiritual, no solamente de los individuos, sino también de las asambleas.
Nuestra posición está ligada al doble hecho de que, por una parte, Cristo, al ser rechazado por el campamento religioso, sufrió fuera de la puerta, y por otra, Él entró en el Santuario celestial por nosotros, habiéndonos logrado eterna redención, y ahora la posición del creyente se desprende de esos dos grandes hechos: es llamado a salir fuera del campamento y a entrar en el Santuario. Él lado celestial del cristianismo es en extremo importante y puede decirse que no es demasiado conocido en el campo religioso, por no decir que es enteramente desconocido.
Puede ser que en el campo religioso haya bellas apariencias, un hermoso cristianismo terrenal; la Palabra de Dios no es rechazada, se la acepta en numerosos aspectos, mas el gozo y el conocimiento de la posición celestial del creyente, de la posición celestial de la asamblea y de todo lo que se desprende de tal posición son prácticamente ignorados. Estas cosas tan importantes que la Palabra nos revela son las que el creyente es invitado –más bien dicho, exhortado– a apropiárselas saliendo hacia el Señor, fuera del campamento.
Es un hecho y la formación del cristianismo depende del Espíritu Santo y de la Palabra de Dios, los cuales agrupan a creyentes para encontrar así su vida espiritual en lugares espirituales. Es necesario que esto les sea recordado a las asambleas de modo especial en el día de hoy, por que la tendencia universal, producto de la flaqueza, es la de no pensar en otra cosa más que un cristianismo terrenal, en aquello que hacemos en la tierra, en el servicio terrenal. Por cierto, que hay un servicio terrenal, pero no es el primero que se debe realizar, pues el celestial es la fuente de todo.
Es evidente que el hecho de salir a Él, fuera del campamento, conduce al lugar en el que Él prometió Su presencia. De ahí proviene la importancia de esta maravillosa porción de la Palabra, la que precisamente cobró particular relieve en el siglo pasado con una fuerza tal que cambió el rumbo de muchos pensamientos. “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. El mundo o campamento religioso, no podía perdonar a nuestros “pastores” que realizaran este encuentro en su integridad, y ellos debieron responder: “¿No os dais cuenta de que esta palabra es válida para todos los tiempos, por grande que sea la ruina?”. El testimonio de los últimos días no tiene pretensión eclesiástica alguna, sino que se caracteriza por la búsqueda y el descubrimiento de Cristo cuando todo está en ruinas.
El campamento fue un conjunto de preceptos instituidos por Dios para los Israelitas –es necesario insistir en ello– a fin de poner al hombre a prueba, de manera que quedara de manifiesto si el pueblo judío –una clase de hombres elegidos, cuidados y rodeados de privilegios, de los cuales Dios se ocupa de manera especial en medio del mundo– llevaría frutos.
Dios, al darles tan inmensos privilegios (los profetas y la Palabra) quería manifestar si era posible esperar del hombre algo bueno. Allí estaban los sacerdotes, para mantener las relaciones establecidas entre el pueblo y Dios. Había allí instrucciones divinas para mantener relaciones indirectas y incompletas, lo cual queda demostrado por el hecho de que el velo aún no estaba rasgado, pero, a pesar de eso, los judíos tenían relaciones con Dios y en esto eran únicos entre las demás naciones. Todo esto era una prueba, pero en la cruz todo quedó definitivamente liquidado, ya que desde entonces Dios no habla más de ello.
Ahora bien; la grave pretensión del campamento cristiano, su grave pecado, sea cual fue el grado que el presenta –y esto puede aún hallarse en una asamblea si ella toma el carácter del campamento y olvida lo que es a los ojos de Dios– , su grave pecado, decía, es haber olvidado que tanto el mundo religioso como el mundo en general ha sido moralmente juzgado de forma definitiva en la cruz del Calvario; su grave pecado es haber restablecido bajo etiqueta cristiana aquello a lo que Dios había dicho: ¡Basta! Es una ofensa a Dios que está permanentemente ante sus ojos. Es una ofensa que los testigos suscitados por el Señor han sentido y a propósito de la cual han llevado duelo toda la vida. ¿Dónde está el camino –preguntaron– frente a este ultraje constituido por el hecho de restablecer una cosa que Dios ha condenado y de dejar y hacer creer, de una forma más grave que Caín, que alguien pueda hacer algo cuando Él ha dicho que nadie puede nada? ¿Dónde está el camino para ser agradable al Señor? El camino, amados hermanos, era abandonar todo eso; y hoy continúa siendo el mismo y único camino.
Todas las veces que, tanto en una asamblea como en la vida personal del creyente, en las relaciones entre creyentes o entre asambleas, todas las veces que en el testimonio hacemos algo que tiende a conferir algún crédito al hombre y a estimar que él en sí mismo posee aptitudes para producir frutos agradables a Dios, no hacemos otra cosa que tomar del espíritu del campamento, del espíritu de la religión de la carne –el que en el fondo es el espíritu de Caín– todo esto va muy lejos. De lo que el hombre puede dar, Dios ya tiene bastante y el creyente fiel también debe tener bastante.
Cuidémonos de que nuestro afecto por los hijos de Dios que pueden hallarse en el campamento no nos induzca a perder de vista el verdadero carácter del campamento y lo que este representa a los ojos de Dios.
Nunca insistiremos lo suficiente sobre la doble acción de la Palabra de Dios y del Espíritu. Ambos van a la par, no solo para traer la vida nueva, sino también para formar al creyente, instruirle, enseñarle. Van a la par en la asamblea. ¿Es conservado este aspecto en la cristiandad? Desde luego que no queremos decir que el Espíritu no esté obrando en el campamento. La Escritura nos enseña que
El viento (o espíritu) sopla de donde quiere
(Juan 3:8),
pero ¿existe en el campamento el reconocimiento del Espíritu, de la dependencia bajo el Espíritu en todo cuanto regula la vida de la reunión? Por el contrario, ¿no hay allí un servicio del hombre, servicio a menudo preparado, organizado de antemano según ritos establecidos, un orden de cosas arreglado de tal manera que, efectivamente, no existe allí la libre acción del Espíritu, la única que solo puede producir en la reunión, por medio de la Palabra, edificación, exhortación y consolación según las mismas enseñanzas desea Palabra? Es otra de las características del campamento que no conviene perder de vista.
El pensamiento de Dios en cuanto a tener un testimonio aparte desde el principio de la existencia del campamento de Israel, pese a que el pueblo había quebrantado ya el pacto, nos lo muestra Éxodo 33: Moisés levanta el tabernáculo “lejos, fuera del campamento”. Los fieles que toman a pechos la gloria de Jehová salen al tabernáculo de reunión y el testimonio que así dan es visible y debe serlo para todos cuantos están aún en el campamento (v.7). “Y Moisés tomó el tabernáculo y lo levantó lejos, fuera del campamento y lo llamó el Tabernáculo de la Reunión. Y cualquiera que buscaba a Jehová, salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento”. Jehová selló el acto de Moisés, la gloria de Jehová se allegó y la nube descendió sobre el tabernáculo.
El final de este párrafo de Éxodo 33 nos presenta dos importantes verdades que conviene recordar también: Josué quien representa el poder del Espíritu de Cristo, no salía del interior del tabernáculo. Este es lugar del fiel, o creyente. Pero Moisés volvía al campamento. ¿Cabe pensar que Moisés volvía a este porque había conservado el espíritu del mismo tras haber levantado el tabernáculo de reunión? Imposible. Moisés volvía al campamento por cuanto tenía que realizar un servicio en el mismo.
Si un siervo tiene, en efecto, un servicio que cumplir de parte de Dios, puede entrar en el campamento y trabajar en el mismo en la medida en que el Señor le llame a ir allí; pero, desde luego, guardado, preservado, del espíritu del campamento separado del campamento, como Moisés lo estaba de hecho. Sin embargo, subrayemos que existe un gran peligro para los hermanos jóvenes que desean servir al Señor yendo al campamento. Hemos recordado que debemos andar por un camino estrecho con un corazón amplio. Todo esto lo hallamos en este versículo de Hebreos 13:13 “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento” (este es el camino estrecho) “llevando su vituperio” (este es el acto de un corazón amplio). El Señor Jesús estaba en el oprobio con un corazón amplio. “Porque de tal manera amó Dios al mundo…”: he aquí el amplio corazón del Hijo de Dios. Todo esto debe ser verdaderamente llevado a la práctica con el poder que nos es dable hallar, no en nosotros, donde no existe, sino en el Espíritu Santo que está en nosotros.
El campamento conviene muy bien a la carne; ella está a gusto allí, porque no solo es mundana, sino también religiosamente mundana. La carne se adecua muy bien al campamento por cuanto este no significa su muerte. En cambio, el cristianismo de Dios –el testimonio del Señor, por consiguiente– se funda sobre el hecho de que la carne está muerta, de que el viejo hombre está muerto. Dios tan solo reconoce al nuevo hombre, vinculado al hombre resucitado y glorificado que es Cristo, y todo tiene su fuente en Cristo. Todo cuanto es el hombre según la naturaleza, con sus pretensiones religiosas y sus capacidades o facultades naturales para servir a Dios, está muerto. Entonces el nuevo hombre se relaciona con Cristo y depende de Él. Y aquí los fundamentos de la posición del testimonio. Es lo que la carne no puede aguantar, según lo notamos muchos cristianos y también en cada uno de nosotros en diversos grados; porque estamos lejos de ser consecuentes y fieles en cuanto a realizar nuestra posición fuera del campamento. Pero comprendamos, por lo menos, que la posición de la asamblea, de una asamblea local, es esta.
Se dirá: “¡Pero usted, que pretende haber salido del campamento y permanecer fuera, usted tiene la carne dentro de sí también!”. Sí, todos la tenemos, y la tendremos hasta el fin. Se nos dirá así mismo: “Usted tiene que hacerla morir”. Porque supuesto; más exactamente, tenemos que hacer morir sus “acciones” (sus miembros), aplicándoles la muerte donde Dios, Él solo, la ha colocado por medio de la cruz; la hemos crucificado (Gálatas 5:24) por la fe en Cristo, de modo que no salimos con el pensamiento de que la carne puede algo. Sabemos que ella nada puede, no en virtud de un razonamiento, sino que porque Dios lo ha dicho. Dejamos bien sentada esta verdad fundamental de que la carne delante de Dios y para la fe debe considerarse como absolutamente incapaz, tanto religiosamente como de otro modo, y que todo cuanto tienda a darle importancia, todo cuanto dejara entrever o suponer que tiene algún valor a los ojos de Dios, nosotros debemos considerarlo como falso y oriundo del enemigo. Esto es lo que –por lo menos– tendríamos que conservar con verdad básica, y, si la guardamos en nuestro corazón, Dios nos ayudará a realizar prácticamente este apartamiento del hombre al que tanto le gusta tener una apariencia religiosa y edificar toda clase de cosas extrañas a la mente de Dios. Lo notamos al conocerla historia de la Iglesia profesante.
Nuestros predecesores no tuvieron que hacer su testamento, no tuvieron iglesias que legar, solo sirvieron al Señor hasta la muerte, Nada visible dejaron, salvo lo que el Señor produjo por medio de ellos, hombres con corazones adheridos a Cristo; pero este fruto era para Cristo, y no para los hombres; no tuvieron un rebaño, ni una iglesia propia. En el campamiento no hay nada de esto, eso, sino tan solo Cristo. Hay una inmensa diferencia moral y, digámoslo claramente, una fuente de felicidad sin par. Cuanto más apartado está el hombre –religiosa y colectivamente hablando– tanto más bendice Dios, tanto más felices son los santos.
Detengámonos para considerar lo que significa esta expresión: “llevando su vituperio”. En relación con lo anteriormente dicho, tal testimonio del Señor –y en todas las épocas la fidelidad de los individuos y de los cuerpos de cristianos– se ha visto vinculado al desprecio de parte del campamento. En este no hay oprobio; los judíos se vanagloriaban de que su religión era la primera del mundo; era la primera, desde luego, y esta primera religión del mundo constituyó un sólido cuerpo de fariseos, y este sólido cuerpo de fariseos fue el primero y más constante enemigo de Dios.
Allí donde se ejerce la fe y la fidelidad habrá vituperio para los creyentes. El oprobio de Cristo es un privilegio (Hebreos 11:25) y, al mismo tiempo, Dios se sirve de él para mantenerlos humildes y pequeños, pequeños de hecho y pequeños a sus propios ojos. Es una gracia inmensa que Dios haga penetrar verdaderamente en nuestros corazones, nuestras conciencias, y nuestros espíritus la convicción de que nada somos; es uno de los mayores dones de gracia que Dios pueda hacernos; es lo que nos falta hoy día en las asambleas.
Por otra parte, existe un hecho comprobado: el testimonio –allí donde ha sido fiel– ha sido siempre puesto fuera del mundo. Se ha mantenido aparte del mundo y el mundo ha hecho otro tanto y lo hará siempre.
Hay un vituperio ligado al nombre de Cristo doquier dicho nombre se lleve; nada podemos en contra de ello, es un hecho absoluto; allí donde se ama y se busca a Jesús hay un vituperio de parte del mundo, sea este religioso o no.
El campamento es prácticamente reconocido de modo oficial en el mundo. Por el contrario, recordemos lo que dice (Hechos 28:22) “de esta secta nos es notorio que en todas partes se habla en contra de ella”. Lo que llamaban “esta secta” era el testimonio en los días de Pablo, con todas las características que presentaba entonces, y el oprobio era conocido y probado en mucho mayor escala que hoy en día.
Pero el creyente, en lo individual, no pierde nada por amar al Señor y seguirle. Es un tesoro mayor que las riquezas de Egipto. En Juan 14:23 dice el Señor:
El que me ama, mi Palabra guardará, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él.
Es una bendición espiritual individual. La bendición colectiva está descripta, en particular, en el Salmo 133: “Porque allí Jehová la bendición ha mandado, es a saber, la vida para siempre jamás” (V. M).
Esta expresión tan sencilla, conocida por cada uno de nosotros: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento” –acerca de la cual le podemos pedir a Dios que nos conceda comprender bien su alcance– no indica que debamos “ordenar” a los demás: “Salid a Cristo”. Nada nos autoriza a emplear este lenguaje; es la fe la que obedece a la exhortación: “Salgamos”. Es un asunto de fe práctica. Por qué ciertas personas no quieren salir, solo Dios lo sabe. Pero repetimos que lo que debemos hacer es velar para no volver, no en espíritu ni de hecho, a ese campamento. Una asamblea que volviere a identificarse con el campamento perdería su carácter de asamblea de Dios.
Más, entre tanto, el corazón amplio que todo hijo debe manifestar le permitirá dar testimonio a aquellos otros hijos de Dios que permanecen en el campamento por desconocer las verdades que la mayoría de nosotros conocemos desde temprana edad.
Si bien decimos que no debemos forzar a otros a entrar, es decir, que debemos abstenernos de hacer proselitismo (pues los hermanos fieles jamás lo hicieron y a menudo escribieron que no debemos hacerlo), decimos también que ayudar, instruir, explicar la posición y la marcha es un deber de todo tiempo. Si tuviéramos más Aquilas y Priscilas –se ha repetido algunas veces– tendríamos también más Apolos.
El hecho de «salir fuera del campamento» debería ser realizado moralmente por todo hijo de creyente que, una vez convertido, forme parte del testimonio; para él todo esto debería significar algo más que una simple imitación de ejemplos que pasan ante sus ojos, aun cuando estos ejemplos sean buenos. Mas es de desear que este trabajo de conciencia se realice en él, pues precisamente una de las causas de la debilidad actual reside en el hecho de que la cosa en muchos casos no es así.
Esto hace posible cierta tendencia a volver al campamento religioso porque tal ejercicio no ha tenido lugar y no se ha comprendido de manera efectiva lo que es el campamento y lo que es salir “a Cristo, fuera del campamento”. Cuando los ejercicios no tienen lugar, cuando alguien se encuentra en el testimonio solamente por el hecho de haber nacido de padres que pertenecen a él y es necesario seguirles, se corre el grave riesgo de perder de vista, a la vez, el carácter del testimonio por un lado y el del campamento religioso por otro, así como tener la propensión a volver fácilmente al campamento y, además, creer que así se obra bien. Para ir al campamento hay que tener conciencia de que se presta un servicio de parte del Señor para esclarecer, para instruir a un alma y mostrarle lo que la Palabra nos enseña. Si no se hace así, se corre el peligro de dejarse atraer y arrastrar.
En relación con esto hay otro punto muy importante que considerar: en todo contacto con el campamento y en toda actividad ejercida en su seno, lo peligroso y malo con toda certeza es todo lo que puede promover el equívoco sobre el carácter del testimonio. En relación con esto, todo hermano debe estar en guardia a fin de que su conducta no sea inconsecuente y se preste al equívoco, tanto para los que están en el testimonio como para los que no lo están si tenemos una posición separada y sabemos el porqué, seríamos volubles e infieles si hiciéramos algo que contribuyese a oscurecer ante los demás el sentido y el valor de esta posición.
Para el Señor, el valor del testimonio, lo que lo hace apto a sus ojos, grato a su corazón y valioso para su gloria reside precisamente en mostrarlo de manera práctica frente a ese campamento religioso en el cual hay cosas que Dios produce y aprueba, pero el cual no ha sido instituido según las Sagradas Escrituras. El testimonio es este; si no tomamos tal actitud, aquel no tiene sentido alguno y es mejor que desaparezca. Todo equívoco a este respecto es cosa grave y es lo que hace que los hermanos rehúsen dar su mano de asociación práctica en cuanto al servicio para no comprometer el carácter del testimonio.
Olvidar –bajo el pretexto de tener un corazón amplio– que hemos de mantener una posición de separación, es manifestar un amor que no es según Dios, pues este amor no va del brazo con la verdad. Al obrar así haremos creer que esta posición de separación es algo que no tiene importancia y que, por lo tanto, debería quedar olvidada.
La posición de los que están en el campamento es, por lo demás, prácticamente muy grave; estar en el campamento implica el hecho de estar dando la mano al mundo, y la mano del mundo está tinta en la sangre de Jesús. Como decía un hermano: «Si los habitantes de una ciudad hubiesen escupido el rostro de mi padre, ¿les iría yo con zalamerías?». Esto es lo que el mundo ha hecho con Cristo, de manera que la separación con respecto al mundo, sea directa o indirecta, es tanto un asunto de corazón como de conciencia. No se trata para ello de ser un sabio en el conocimiento de las Escrituras, por más que la doctrina y la enseñanza ayuden al corazón a tener la luz y seguirla. He aquí que fallamos cuando mundaneamos, sea religiosamente o no. En el campamento se emplean –y en esto existe el peligro de ser imitado dentro del testimonio si no tenemos cuidado– medios que Dios no puede aprobar. Dios jamás aprueba la voluntad del hombre, aunque este se proponga (al menos en apariencia) un buen fin; podemos comprobar esta afirmación en las Escrituras.
La pregunta para nosotros es esta: ¿Qué es lo que Cristo quiere? ¿Dónde está Cristo? “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto”, decía María Magdalena. Los hermanos que nos precedieron también pudieron decirlo. Hallaban a Cristo, pero no todo el Cristo de las Escrituras; ellos lo necesitaban íntegramente; es lo que necesita el creyente fiel. Necesitamos no solamente un Cristo muerto en la cruz, sino que nos es necesario también un Cristo viviente, un Cristo glorificado que vuelve de un momento a otro.
Es innegable que si todos los cristianos instruidos en la verdad divina fueran rectos y no tuvieran otros motivos más que el amor a Cristo, todos marcharían en Su camino. Hay muchos que no marchan en él por falta de instrucción, mas, si estuvieran instruidos y fueran rectos en sus motivos, todos andarían en él, pues no hay más que un camino.
Dejemos, pues, a Dios el cuidado de aclarar los motivos por los cuales hay tantos y tan diversos caminos. Como decía un cristiano: «Si he hallado el camino de Cristo, no voy a buscar los caminos que se pierden en el desierto, pues no tengo necesidad de probarlos uno a uno». Es necesario saber dónde estamos. Y el hecho de que el Espíritu de Dios pueda trabajar y operar en el campamento religioso no empequeñece en nada el alcance de lo que hemos dicho acerca de ese campamento. Repitamos una vez más un pensamiento recordado a menudo: El Espíritu sopla de donde quiere, mas yo debo obedecer. La responsabilidad del creyente es obedecer; si el Espíritu de Dios obra en el campamento y, como consecuencia, produce frutos; si hay almas que son llevadas al conocimiento de la verdad, gocémonos en ello y aun gocémonos si el Evangelio es predicado por espíritu de partido. El apóstol Pablo así lo hacía (Filipenses 1:18). Mas ¿se habría asociado él a los que predicaban por contención?
En una escena del Antiguo Testamento podemos ver a Medad y Eldad que profetizan en el campamento, y no era cuestión de prohibirles esa tarea. Moisés no podía dejar de regocijarse y, sin embargo, ¿quién más separado que Moisés del campamento y del espíritu del campamento? (Números 11). Aquellos dos hombres debían de haber estado alrededor del tabernáculo (versículo 24), pero habían ignorado la orden de Moisés y no habían tomado la posición de los ancianos, que era la legítima. “Y profetizaron en el campamento. Y corrió un joven y dio aviso a Moisés, y dijo: Eldad y Medad profetizan en el campamento. Entonces respondió Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés… y dijo: Señor mío Moisés, impídelos. Y Moisés le respondió: ¿Tienes tú celos por mí? Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos”. De igual modo, nosotros no podemos dejar de regocijarnos si el Espíritu de Dios sopla en el campamento, de modo que se realiza un trabajo y vemos obrar a hombres como Medad y Eldad, de manera que hay frutos manifiestos; pero esto de ninguna manera nos autoriza a desconocer lo que es el espíritu del campamento y la posición del testimonio que debemos mantener.
Un carácter deseable para los hermanos y hermanas es la humildad, estar vacíos de sí, de los deseos y pensamientos carnales; no que tengamos en vista los malos pensamientos, mas sí el hecho de apetecer o ambicionar alguna cosa. Esto es mucho más sutil y tenaz, como bien lo sabemos por experiencia. Todo consiste en no desear nada para sí, sino esperarlo todo del Señor y no organizar nada en las asambleas. Fuera del campamento religioso solamente cuenta un poder: el del Espíritu de Dios; en el campamento se ejercen muchos poderes: el del Espíritu Santo –que habita solamente en los creyentes genuinos– y el de la carne, el cual está en todos. La carne tiene lugar tanto en el campamento como fuera de él, mas en el campamento se la nutre y fuera de él se la juzga. En el campamento religioso será necesario que un hombre haya sido instruido y haya cursado estudios para cumplir un ministerio público; si no ha pasado esa prueba, es que no se somete a las disciplinas humanas y, por lo tanto, no puede ministrar. Claro que Dios se ríe de las pretensiones de los hombres; Él toma a un hombre, lo califica con un don y este hombre predica y presenta la Palabra según la cualidad divina que recibió. Más en el campamento son las capacidades humanas las que prevalecen, y no solamente lo hacen sino que son presentadas como indispensables para el trabajo de Dios. He aquí lo que es el campamento. Y luego no falta más que organizar esto y fundar lo otro.
Es por desgracia demasiado cierto que hay desfallecimientos y que existen otros poderes –aparte del Espíritu– que obran fuera del campamento, pero solamente uno es reconocido: el poder del Espíritu Santo. Cuando el Señor dota a hermanos y hermanas de esta autoridad, de este poder espiritual, desgraciado de aquel que no lo reconoce. Al mismo tiempo existe el peligro de que la carne se mezcle en todo esto, y entonces ¡ay de aquel que cebara su propia carne en vez de combatirla! Lo que debemos y deberemos hacer hasta el fin es combatir nuestra carne fuera del campamento, pero el terreno debe ser ese: hacer morir la carne y ser dependientes del Señor y del Espíritu Santo.
Cuando declinamos, es decir, cuando el Espíritu Santo obra con menos fuerza porque la carne no es juzgada como debe serlo, los caracteres del campamento reaparecen y lo que condenamos como principio en su origen corre el riesgo de reaparecer como principio y no como mero accidente.
Las tendencias a querer organizar, edificar algo que el Señor no edifica, puedan reaparecer. Quiera el Señor que tanto jóvenes como personas maduras estemos atentos para que ello no ocurra.
No admitamos nada que no tenga los caracteres propios de la asamblea de Dios, sea enseñanza, sea actividad (aparte del servicio individual en favor de los hombres). En consonancia con su servicio, un hermano evangelista trabaja para edificar la asamblea, pues es un instrumento por el cual las almas son añadidas a la misma; si hace otra cosa ajena a este servicio, obra mal. Debemos vigilar de cerca todo lo que germina en cuanto a las tendencias de las cuales venimos hablando.
La Iglesia debería ser –así como el testimonio lo fue y aún debería serlo– el vaso del poderoso despliegue de la gracia y del poder del Espíritu Santo y nada más. Sin duda alguna el Señor se sirve de un hermano o hermana; un hermano posee más capacidad que otro, las capacidades que posee son las capacidades propias del vaso. Este no es más que eso, pero, para que pueda ser empleado por el Espíritu Santo, es necesario que Dios lo quebrante primero. Ciertos hermanos, por sus capacidades naturales han estado a una altura muy superior a la media de los demás hombres. Dios empezó en ellos un quebrantamiento que llegó hasta el fin. La capacidad permanecía, pero la voluntad –en lo que tiene de propia– quedaba eliminada y así podían servir “fuera del campamento”. Por otra parte, trátese de un servicio individual o dentro de la asamblea, no puede realizarse de otro modo que con una constante dependencia respecto del Espíritu Santo y con una vida de fe; todo esto es incompatible con el espíritu de organización que de hecho constituye la negación del trabajo del Espíritu de Dios y de la obra de la fe que espera en Dios y solo de Dios, cada día, las directivas para el servicio a cumplir, sea en la asamblea, sea en el mundo.
Esto abarca todos los aspectos de la vida y de la actividad. Un hecho digno de notar es que los apóstoles –y los hermanos que nos precedieron, en su medida– no dejaron ninguna herencia relativa a sí mismos. Obras de caridad organizadas, no las vemos; no hallamos la menor traza de ellas, lo cual es muy notable. Por otra parte, vemos al Señor que, si bien sanó a muchos de los que iba hallando en el camino, no se ocupó en sanar los males de la humanidad doliente. Jamás animó a sus discípulos a fundar obras filantrópicas. Pero la Iglesia ha dejado este camino, lo ha abandonado. Cuando la fe pierde vigor, el poder espiritual es reemplazado por buenas actividades destinadas al alivio de la humanidad.
No es que en sí estas obras sean malas, pero no son propiamente el testimonio cristiano. No cabe duda de que cada creyente es llamado a dar alivio a la miseria que existe a su alrededor, en la medida de lo posible, pero esto debe ser hecho para gloria de Dios, pues de lo contrario será hecho para gloria del hombre.
Un creyente de los que nos precedieron decía en tiempos en que se luchaba pr la abolición de la esclavitud: «Si la Iglesia se ocupara de estos asuntos de la esclavitud, manifestaría el espíritu del mundo». Esto no quiere decir que no deseemos el alivio de las penas de esta vida, pero el diablo puede servirse de esto para cerrar los ojos de los hombres a una cosa mucho más terrible que la enfermedad, la pobreza y la esclavitud, a saber, ser lanzado en la gehena.
Leamos en el libro de los Hechos, consideremos el carácter del servicio tal como nos es presentado y busquemos alguna justificación de lo que veamos desarrollarse en el día de hoy a nuestro alrededor; no hallaremos absolutamente nada. Consideremos la manera en que servía un apóstol –Pablo, por ejemplo–, sigámosle a lo largo de todo su servicio: va a Filipos, donde permanece varios días, y el Señor le da ocasión de anunciar el Evangelio, ¡y de qué forma! Va a Corinto y se gana su sustento construyendo tiendas, trabaja con sus propias manos y disputa en la sinagoga. Se traslada a Éfeso y allí le es impedido utilizar la sinagoga, pero enseña en la escuela de Tiranno. En todos los lugares es el Espíritu del Señor quien le guía. Su vida es una vida de fe y dependencia diaria; nada hay en ella que llame la atención de los hombres, nada que haga ostentación de una manera que sirva para seducir los corazones; todo es hecho con temor y temblor. Sabe aprovechar la ocasión sin provocarla, mas tiene la seguridad de que Dios proveerá en el momento oportuno. De manera que es cosa muy manifiesta que el trabajo del apóstol ha sido el trabajo de Dios; que la obra del Señor. Hay frutos que él libro de los hechos nos señala. Es precisamente esto lo que tenemos necesidad de realizar. Hemos llegado a un tiempo en el que se busca realizar grandes cosas y esto en todos los dominios; es lo que caracteriza al espíritu del mundo, el cual gana partido en el testimonio mismo. Seamos pequeños, no perdamos de vista la debilidad de nuestra fe, experimentemos nuestra pobreza espiritual y marchemos siguiendo la medida de fe que Dios nos impartió; dejemos los resultados en las manos de Dios; los resultados de nosotros podríamos pensar en producir no son los que tienen valor, sino los que Dios producirá; Él se glorificará en nuestra flaqueza, pues el poder es de Él y, cuando el vaso es quebrado, entonces queda de manifiesto que el poder es de Dios no del hombre. No busquemos lo que nuestros corazones pueden pensar como cosa feliz o deseable, mas retengamos lo que Dios nos presenta en su Palabra, dependiendo de Él, dependiendo del Espíritu, realizando cada día mejor lo que es la vida de fe. Entonces podremos ser siervos útiles al divino Maestro.
Las actividades colectivas siempre tienen un alcance muy serio, porque la fe es algo individual y puede arrastrarse a alguien a obrar por encima de la medida de su fe y así hacerle tropezar. Se puede incluso llegar a persuadir a personas no convertidas a que colaboren en un servicio determinado y esto es de una grave responsabilidad.
2 Timoteo 2:19-22
El pasaje de 2 Timoteo 2:20 establece claramente la posición de separación del testimonio. Este no ha quedado establecido por el hecho de que los hermanos y hermanas hayan tenido el pensamiento de reunirse fuera de las denominaciones cristianas ya existentes y de los organismos religiosos oficiales. El pensamiento de Dios, desde el principio, estuvo siempre dirigido a tener un testimonio, y el Espíritu Santo trabaja para reunir las almas alrededor de Cristo. El testimonio se define, entre otras cosas, en la santidad, la verdad y el amor, pues el Espíritu es, entre otras cosas, Espíritu de santidad, Espíritu de verdad y Espíritu de amor; y “guardar la unidad del Espíritu” no puede realizarse si olvidamos el amor, la santidad y la verdad. Si bien a lo largo de la Historia de la Iglesia el testimonio del principio fue manchado por la infidelidad de los testigos, sin embargo, Dios –en relación con los hombres– jamás se dejó sin testimonio a través de los siglos. Aun a través de los días más sombríos siempre ha tenido sus testigos.
El testimonio queda establecido en la separación. En 2 Timoteo 2:19, el apóstol Pablo dice en primer lugar: “Conoce el Señor a los que son suyos”. Nosotros podríamos preguntarnos: ¿Por qué estamos separados? Hay tantos hijos de Dios por doquier. ¿Por qué tantas barreras? Este pensamiento se expresa a menudo y hallamos muchos deseos de derribar barreras a fin de que los hijos de Dios sean todos uno. Sin duda el pensamiento de Dios es que sus hijos sean uno, que estén unidos, pero unidos en el amor y en la verdad, pues, según Dios, no existe unidad fuera de este terreno. Es muy cierto que muchas barreras que se han establecido deberían ser derribadas; por ejemplo, las que son el resultado del pensamiento del corazón natural: orgullo, voluntad propia, espíritu sectario y otras tantas que deberían venirse abajo; mas hay otras, sin embargo, que no solo deben ser establecidas sino también mantenidas, para que el testimonio sea realizado de una forma práctica sobre este terreno de santidad y de verdad que la Palabra nos declara en los pasajes considerados.
Sin duda podríamos preocuparnos por los Hijos de Dios que están dispersos por aquí y por allá; más la Palabra nos indica expresamente: “Conoce el Señor a los que son suyos”. Es Él quien sabe quiénes le pertenecen en todos los ámbitos de la cristiandad, sobre toda la faz de la tierra; Él los conoce y ellos forman parte de la Asamblea tal como Dios la ve y tal como el Señor la nutre y la ama. Él la purifica mediante el lavacro del agua por la Palabra, cuida de ella, conoce a sus ovejas por nombre y vela por cada una de ellas. Este pensamiento consuela nuestros corazones: el Señor conoce. Y nuestra responsabilidad queda definida por estas palabras de invitación: “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo”. Esta es la responsabilidad de los fieles. No debe darnos tanta pena el hecho de que existan tantos creyentes en las denominaciones con las cuales no podemos andar, pues, sin embargo, Dios les conoce como suyos. Nuestra responsabilidad al respecto es, como en Hebreos 13:13, primordialmente individual: “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo”.
Todo lo que lleva el sello de la voluntad humana en su estado natural –la carne– constituye iniquidad. El hombre camina en una senda que es la de la voluntad propia; esta senda no siempre tiene apariencia de maldad, es cierto, pero lo que es malo es el principio, pues este se basa en la voluntad del hombre, lo que, repito, es la iniquidad.
Cuando un creyente ha comprendido que se halla en un medio en el cual, a pesar de las bellas apariencias, existe un fondo de aquellos principios (es decir, la voluntad propia), su responsabilidad ante Dios consiste en retirarse de la iniquidad si es que él pronuncia el nombre de Cristo, a saber, si él conoce y acepta los derechos del Señor como Jefe o Cabeza de la Asamblea; es responsable de tomar la determinación de apartarse del medio en el cual pretendía administrar su vida espiritual según Dios y a continuación seguir –no quedarse aislado– “con los de corazón limpio invocan al Señor” a fin de seguir “la justicia, la fe, el amor y la paz”. He aquí la reunión sobre el terreno de la santidad y de la verdad con el único objeto que debe perseguir todo aquel que ha comprendido su responsabilidad en cuanto a apartarse de iniquidad. Esto nos conduce al servicio y nuestros versículos nos dicen cómo puede uno ser “instrumento para honra, santificado, útil al Señor y dispuesto para toda buena obra”.
Es interesante recordarlo que se ha dicho respecto a la iniquidad, porque de buena fe podría suponerse que se trata de cosas que la conciencia natural halla reprobable. No hay duda de que aquello que la conciencia natural reprueba es iniquidad, la que no deberá ser admitida en la Iglesia, pero la iniquidad de la cual nos habla la segunda epístola a Timoteo va más lejos que esto, pues, de una manera general, se refiere a tolerar la presencia de la carne o, lo que es peor todavía, animarla y manifestarse y gobernar en la Iglesia. Nada más cierto que el hecho que la carne está presente en todos lados. No existe lugar en el mundo en que no sea manifiesta, ni grupo de cristianos en medio de los cuales esté inactiva; solamente en cielo no existirá más. Pero hay una diferencia capital entre que la carne sea admitida y que sea juzgada. El Señor anima a los que tienen en el corazón la gloria de su nombre. Les ayuda, por medio de su Espíritu, a discernir la iniquidad y a situar la carne en el lugar que le corresponde. He aquí el estado de cosas que el Señor ama y del cual se ocupa para purificarle de antemano. En cambio, donde un cuerpo de cristianos se establece tomando como punto de partida y fundamento la excitación de la carne, aun en sus expresiones más sublimes, quedando así nutrida y con unos derechos más o menos reconocidos, el Señor no puede dar su aprobación. Puede ser que lo soporte, pero un creyente iluminado por la Palabra no se compromete a seguir un camino semejante, pues no quiere perder su tiempo; no tenemos dos vidas para vivirlas simultáneamente. Cuando el camino se terminó, ya no tenemos ocasión de volver a empezarlo. Ello confiere seriedad a nuestra forma de comportarnos.
Si por nuestra voluntad determinativa establecemos algo que no es según el Señor, puede ser de toda nuestra vida andemos, así como nos lo propusimos, para advertir demasiado tarde –tal vez ante el tribunal de Cristo– que perdimos o empleamos vanamente nuestra vida.
Vemos, pues, que el principio definido por la palabra iniquidad va muy lejos. No es que hablemos como personas que no corren el peligro de admitir la iniquidad, pues vivimos aquí y estamos expuestos a tolerarla al igual que otros. No es, pues, la forma exterior de reunirnos la que nos guarda, como tampoco lo es el conocimiento, sino que quién nos guarda es Dios.
Otra enseñanza evidente en la invitación a apartarse de iniquidad es que no debemos barrer la iniquidad que exista ni en la tierra ni en la cristiandad, sino que debemos apartarnos de la iniquidad. Sería una pretensión querer establecer la paz en la tierra por medio del Evangelio, pues la Escritura no nos enseña tal cosa. También sería otra pretensión querer volver a la Iglesia a su estado primitivo. En cierto sentido, y guardando las distancias, sería como el caso de Caín: querer levantar la frente y los ojos hacia Dios como si la Iglesia estuviera en el esplendor de sus primeros días, cuando lo que conviene es poner las frentes en el polvo y regar la tierra con nuestras lágrimas al contemplar el estado en que aquella se encuentra. Tal actitud es la que el Señor quiere ver en nosotros.
La regla divina es la separación del mal, sea moral o doctrinal. Separarse del mal es declarar públicamente que Dios está en contra del mal (“Tiene los ojos demasiado puros para ver el mal”) y por nuestra parte situarnos lo más lejos posible de él.
Esto es también confesar nuestra debilidad. Lo cual es lo opuesto al orgullo. Uno de los hombres más piadosos que hemos conocido dijo: “Si hubiese sido educado entre ladrones, probablemente hubiese sido un ladrón”. No tenía ninguna confianza en sí mismo y esto es precisamente lo que necesitamos, pues el más piadoso de los hombres es quién se cree capaz de cometer cualquier maldad. La consecuencia práctica es que me separe y pida a Dios que me guarde de todas las ocasiones en las que yo pueda mostrar quién soy por naturaleza; esta es una regla de oro, tanto para los jóvenes como para los ancianos, lo mismo para el individuo como para una asamblea.
Hay un punto que es necesario subrayar porque muchos creyentes separados se imaginan un poco que esta separación es realizada en virtud de alguna superioridad sobre los demás creyentes, y esto es precisamente reprochado a los que se reúnen en el nombre del Señor. Nos referimos a que la separación no es una posición de superioridad, sino una posición de obediencia a la Palabra. Somos conducidos porque esta Palabra nos enseña a obedecer y porque –aunque en poca medida– realizamos lo que Dios desea de nosotros.
En resumen, el camino que Dios traza al creyente lo separa de la iniquidad y después, ya sobre el terreno de la separación, lo incita a seguir el bien. “Sigue la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón limpio invocan al Señor”. Un corazón limpio es aquel en el cual ha obrado la Palabra, santificando los motivos, y que, por lo tanto, puede producir, por el poder de Dios, frutos que son para su gloria. Estos frutos deberían ser contantemente el bagaje de aquellos a quienes la gracia del Señor ha reunido sobre el terreno de la separación, lo que manifestaría el poder del testimonio.
La cristiandad es comparada a una casa grande en la cual hay vasos para honra y para deshonra. “Si alguno se limpia de estas cosas, será vaso para honra”. Lo que caracteriza a los vasos para honra es que se purifican de loa vasos para deshonra. El título de honroso no se debe a que en el vaso existan cualidades morales más elevadas y más bellas, sino que tal título se adquiere por la purificación del mal; preparado para Su servicio, puede ser “útil al Señor". A fin de estar “dispuesto para toda buena obra”, de ser verdaderamente “útil” según la mente de Dios, es necesario realizar y mantener esta separación.
Recordemos que las buenas obras “Dios las preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”; las preparó y también prepara al siervo que las realice. El pasaje que consideramos nos enseña de qué forma un siervo puede ser preparado para cumplir las buenas obras que Dios determinó para que las cumpla (ver Efesios 2:10).
La separación del mal no se limita únicamente al terreno de la reunión, pues tiene un alcance general. Sin ella no puede tenerse la inteligencia tocante a los pensamientos de Dios. Si no nos separamos del mal, la luz falta. Si nos separamos, es Dios mismo quien nos da luz. Dios siempre nos da luz cuando de antemano nuestros pasos caminaron en ella. Separarse del mal puede costar; si somos exhortados, es porque ello no es consecuencia de ninguna tendencia natural. La necesidad de separarse de ciertos males groseros se admite fácilmente, pero la de poner de lado la voluntad del hombre y las cosas agradables que hay en él, no resulta tan fácil.
Mas si nosotros queremos, a la par, nutrir al hombre y glorificar a Dios, Jamás la luz será nuestra porción ni el discernimiento la cualidad de nuestra alma. Por eso ciertas almas no progresan; caminan vacilantes porque jamás dan el paso decisivo que las colocaría en la luz; no se retiren de la confusión por diversas razones. Pueden existir fuertes afectos a los cuales más o menos se debe renunciar. Hemos visto entre nosotros cristianos llamados por el Señor, los cuales debieron romper lazos muy queridos para vivir el testimonio. El Señor quiso retirarlos de cosas que no aprueba, aunque las soporte y aun las bendiga. Que el Señor bendiga una cosa no quiere decir que la aprueba en todo; si bendice a una asamblea, esto no significa que Él bendiga todo lo que se hace en ella.
“Apartarse” y “huir” (2 Timoteo 2:19 y 22): he aquí dos actividades negativas que convienen en primer lugar; después viene “seguir” (v. 22), que es la positiva. Pero ¡cuántos creyentes –y esto nos alcanza a todos en los detalles– querrían escoger lo que es bueno sin retirarse de lo que el Señor nos dice que no le agrada!
Pensemos en lo que el Señor dijo durante Su vida a cada uno de nosotros, y que sus palabras aniden en nuestro corazón; ciertamente podemos meditarlas con la cabeza baja: “El que ama a alguien más que a mí no es digno de mí”, está escrito. Se puede comentar, disertar, etc., sobre algo, pero no cuando la cosa es simple y clara como la luz del día, y esta es precisamente la que nos juzgará cuando comparezcamos ante el Señor.
Un niño en Cristo comprenderá claramente esto; para hacerlo no es preciso ser un maestro en la verdad: “Aquel que ama a alguien más que a mí, no es digno de mí y no puede ser mi discípulo”.
Las razones que hayan retenido a los creyentes a este lugar o en el otro, en su día serán manifiestas, y asimismo también la falta de consagración de hermanos que les habrá conducido a apartarse del camino trazado; todo será manifiesto. A menudo estas razones yacen muy profundamente en el corazón y se da el caso de que esta carencia de afecto por la persona de Cristo queda en apariencia cubierta por la actividad; el movimiento se inicia porque la capacidad de obedecer falla. ¿Y por qué no se obedece? Pues sencillamente no se obedece porque no se ama. La obediencia es el amor, es el renunciamiento a sí mismo; no se puede amar a Cristo y conservar a la vez la propia voluntad; tener una voluntad es amarse uno a sí mismo, lo cual no es primordialmente amar a Dios.
Tocamos los resortes profundos que nos confieren movimiento. No precisamente sobre la base de discusiones tendremos la luz, sino que, cuando nos situemos ante Dios, este nos ayudará a ver los motivos que nos hacen ir aquí o allá, hacer esto o aquello, y nos hará sentir que buscamos lo nuestro propio en lugar de buscar a Cristo, y así seremos juzgados. No le seremos según lo que hayamos hecho exteriormente, sino que el Señor juzgará “los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio”, dice Pablo. Si emprendemos una obra sin que sea producto de la obediencia debida a Cristo –y en ella podríamos haber empleado toda la vida– seremos reprendidos una u otra vez, o si no –de eso estamos seguros– lo seremos ante su tribunal.
¿Qué es lo que corresponde a un “corazón limpio”? Es un corazón que solo tiene a Dios como único objeto. La ciencia nos hinchará si no poseemos otra cosa; y si una conciencia ejercitada ante Dios no lo acompaña, ella (la ciencia tocante a las cosas de Dios) no nos guardará cuando Satanás nos presente alguna cosa al borde del camino; pero, en cambio, el conocimiento de Dios no hincha, pues él le confiere al alma a Dios mismo. Con Dios en el alma o, dicho de otra manera, con la conciencia de que Dios nos conoce, la carne es tenida constantemente en jaque, es decir, se ve impedida de actuar. De ninguna otra forma puede vencérsela.
Leamos Mateo 6:22-23 (V. M.):
Si tu ojo fuere sencillo (no tiene más que un objeto) todo tu cuerpo estará lleno de luz (es decir, el sentido moral); mas si tu ojo fuere malo (fijémonos que no dice doble, pues es una iniquidad, para los que pertenecen al Señor, dar sus afectos a otro objeto que no sea Él) todo tu cuerpo será tenebroso; si, pues, la luz que en ti hay son tinieblas, aquellas tinieblas ¡cuán grandes no serán!.
Esto explica la falta de discernimiento espiritual. Hay falta de discernimiento que proviene del mal y que conduce a llamar bueno a lo que es malo y a obrar lo malo creyendo que se hace lo bueno.
Un corazón limpio es el purificado por la verdad: “Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro” (1 Pedro 1:22). Y esta purificación por la obediencia a la verdad es la Palabra que, recibida en el corazón –no solamente oída, sino también recibida de una forma efectiva– y puesta en práctica, gobierna los pensamientos del corazón e invita al alma a salir fuera del campamento. He aquí el mismo objeto, presentado en nuestro pasaje, que conduce al fiel a realizar esta posición de separación y a seguir la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón limpio invocan al Señor.
Nutrir la grandeza humana en la Iglesia es una iniquidad; considerar las cosas humanas –porque parecen hermosas– como elementos de valor en el cristianismo es una iniquidad; pensar o contar con que los poderes humanos pueden aportar alguna cosa a la Iglesia es una iniquidad; dar lugar a que el poder del dinero se ejerza en la Iglesia es otra gran iniquidad. He aquí por qué en todo tiempo y lugar, mas sobre todo en la Iglesia, el testimonio acerca de Dios y del Señor es pequeño, pobre, sin fuerza; y si en este testimonio hay algunos que son “sabios según la carne… poderosos… nobles”, “no son muchos” (1 Corintios 1:26), y si estos son testigos fieles, el Señor empieza por empequeñecerlos; es lo que siempre hemos visto. Retengamos lo antedicho, pues es de singular importancia. La grandeza humana es cosa que generalmente se acepta de buen grado, pero lo peligroso es que nos sentimos inclinados a situarla en el mismo platillo de la balanza que las cosas elevadas según Dios. Esto no debe ser así; es necesario que lo consideremos en el temor de Dios. Asimismo, las capacidades humanas no tienen otro valor que el de la medida en que Dios usa del vaso, y el poder del dinero debería ser absolutamente nulo en la Iglesia. Los hermanos que poseen bienes materiales tienen que ver con el Señor. Es lo que la Escritura nos enseña al respecto. Cada cual es responsable de administrar los bienes materiales que le fueron confiados por el Señor. Pero nosotros hablamos aquí de la atmósfera moral y espiritual que debe caracterizar a la Iglesia, al testimonio.
La influencia del dinero se ha acrecentado considerablemente en la Iglesia profesante. Quiera Dios que esta influencia no invada al testimonio, pues puede manifestarse de muchas maneras. También vemos entre nosotros tendencias que se afirman, referentes a introducir medios humanos y materiales para predicar. Ahora bien; estamos en lo cierto cuando decimos que lo que el Espíritu Santo no obra, no queda establecido y, por lo tanto, será deshecho.
¡Ejercitémonos en no mezclar en la vida de la asamblea elementos que no son de Dios!
Debe ser un ejercicio en todo lugar y para cada uno de nosotros. Señalemos que hay otras cosas, aparte de la fortuna, que pueden ser nefastas, y la atención de cada uno es requerida sobre este punto. ¿Podríamos pedir el apoyo y el dinero del mundo para presentar un testimonio contra el mundo? En este caso no obraríamos con rectitud respecto al mundo.
1 Crónicas 13:6-11; 15:2-26
Consideremos ahora el pasaje leído en 1 Crónicas 13. ¿Qué significa el arca y qué simboliza llevar el arca? El arca es una figura de Cristo; su construcción era de madera de Sittim, recubierta de oro, lo cual representa la persona del Señor en su perfección humana y divina, y este es el objeto del testimonio que somos invitados a presentar en este mundo. El testimonio es Cristo, Dios sobre todas las cosas, bendito eternamente, venido a esta tierra como hombre, Dios manifestado en carne; Cristo hombre aquí, Cristo en su muerte, Cristo en su gloriosa resurrección. Llevar a Cristo y presentar a Cristo en el mundo: he aquí el testimonio.
Hemos considerado ya que Cristo, como objeto del corazón, nos llama a salir a Él, fuera del campamento. Hemos recordado que un corazón limpio está orientado hacia Cristo. Y el testimonio es Cristo. Somos, por tanto, responsables de presentar a Cristo en este mundo y de “llevarle” como hacía Israel con el arca, etapa tras etapa; cada uno de nosotros es llamado individualmente a hacer lo propio, especialmente, y con mayor razón, como testimonio colectivo.
¿Cuáles son los medios por los cuales podemos presentar a Cristo a este mundo? Los medios humanos los vemos representados en el capítulo 13 por un carro tirado por bueyes. ¡Cuán superior podría parecer este medio a los que Dios había indicado! Pero Dios había dado instrucciones explícitas referentes a cómo llevar el arca: nadie podía llevarla a excepción de los levitas, y aun entre ellos cada cual tenía su servicio particular. El capítulo 4 de Números nos da enseñanzas detalladas sobre este interesante asunto. Pero alguien tuvo la idea de hacer llevar el arca en un carro nuevo tirado por bueyes. ¡Qué gozo! ¡Cuántos cánticos! Parecería que el sonido de los himnos y cánticos podría haber ahogado cualquier protesta que se hubiera elevado; en apariencia todo era tan bello, tan regocijante. Si alguien hubiese querido hacer recordar las enseñanzas de la Palabra, su voz habría sido ahogada y se le hubiese dicho: «! ¡Sí, pero nosotros hemos hallado algo mejor!»
Se cree que el fin justifica los medios. Sin embargo, la Palabra nos muestra qué resultó de todo esto: los bueyes tropezaron, lo que nunca había ocurrido con los levitas. ¿Por qué? La respuesta la tenemos en 1 Crónicas 15:26, donde vemos que mas tarde Dios ayudó a los levitas que llevaban el arca. Los levitas contaban con la ayuda y el poder de Dios, y en esto consistía su capacidad para llevar el testimonio. Los bueyes tropezaron: a eso conduce la utilización de medios que no son los dispuestos por Dios. En un intento por sostener el arca, alguien alarga la mano; en el mismo instante Dios le hiere de muerte; es el «quebrantamiento de Uza», y David se irrita contra Jehová. Tal es el resultado producido. Es necesario que los corazones sean vueltos a la obediencia a la Palabra que el arca sea trasladada por los levitas, según las instrucciones que Jehová había impartido al pueblo, y entonces Dios ayuda a los levitas. El arca es conducida al lugar preparado para ella; entonces puede entonarse el cántico de alabanza. En ese momento todo es para gloria de Dios. He aquí una enseñanza importante que nos es necesario recordar y que nos debe conducir a no fiarnos de los medios humanos y a marchar por el camino del testimonio con los recursos de Dios, según las enseñanzas de la Palabra, idénticas en todo tiempo, lo mismo hoy que en los albores de la Iglesia.
Recordemos que uno viene a ser un vaso para honra, santificado, útil al Señor, dispuesto para toda buena obra, cuando se purifica de los vasos para deshonra. La preparación se realiza en la separación y no en asociaciones que la Palabra condena.
Se piensa en fortalecer el testimonio, en obtener buenos resultados y se pierde de vista que lo único que se lograría es lo contrario de lo que se busca. Se procuran estos resultados –quizá con la mejor intención–, pero los deseos de nuestro corazón no corresponden precisamente al pensamiento de Dios.
“No le buscamos”, dice David, “según su ordenanza”. Con esta declaración pone el dedo en la llaga. ¿Por qué los bueyes tropezaron? ¿Por qué había tenido lugar el quebrantamiento? ¿Por qué David se irritó contra Jehová? Porque no le habían buscado según Su ordenanza. Si por nuestra parte hacemos ciertas cosas sin que sean “según su ordenanza” (1 Crónicas 15:13) corremos el riesgo de pasar por experiencias de la misma índole.
Muchos cristianos –y no solamente entre los «hermanos»– están de acuerdo en reconocer y declarar que en la salvación de sus almas todo provino de Dios. Esta verdad no solamente ha sido guardada como verdad abstracta de un sentido general, sino como una verdad sentida en el corazón. Pero la verdad que consiste en sentir que, una vez cristiano, tenemos necesidad de Dios para todo, así como la tuvimos para ser salvos, es mucho más costosa de aprender, porque ella corre pareja con el conocimiento que uno tiene de sí mismo, y esto no se adquiere en un día.
Tenemos necesidad de Dios para servirle, y quien verdaderamente lo sepa no tendrá necesidad de planes y no pretenderá crear un comité que estudie tal o cual asunto con miras a emprender cualquier acción; esto no lo hallamos en la Escritura ni en el testimonio de los que nos precedieron. Que cada cual consulte por sí mismo; todos los siervos y siervas que procuraron obedecer la Escritura consultaron al Señor. Pero consultar al Señor no es hacer oración para apaciguar la conciencia que después continuar obrando como antes.
Podemos dudar del llamamiento de un hermano evangelista que tenga necesidad de ser sostenido por otros hermanos, además de contar con la oración de estos. Si uno es llamado a un servicio, sus oraciones son con el Señor, le ayudará a instancias de las oraciones de los santos, sin duda alguna, pero no por el brazo del hombre, y en el servicio de la Palabra los hermanos pueden decir que el sostén del siervo, en el grado que sea, es el Señor; no debemos conocer otro sostén; este es el que nunca falta, así que debemos ir con el Señor en todo lo que hagamos: servicios en la asamblea, visitas, etc. Nosotros no edificamos nada; seguimos al Señor y, sino lo hacemos, pecamos.
No es posible que, a un cristiano sencillo, humilde, recto, ejercitado, piadoso, temeroso y amante del señor, que espera en Él y solamente en Él, no les responda de una manera u otra. Puede el siervo cometer torpezas –y ¿quién no las comete?–, pero aun así el Señor le ayuda.
Aunque no sea nuestro tema, recordemos una vez más, acerca de la separación que lo que también caracteriza al testimonio cristiano, según las Escrituras, es que está establecido sobre el terreno de la unidad del cuerpo. El solo pan que partimos habla de todo el cuerpo de Cristo; nosotros pensamos en todos los cristianos del mundo cuando partimos el pan, aunque no podamos tener comunión con todos, porque hemos de guardar los derechos y la gloria del Señor, hemos de guardar la Mesa del Señor limpia de toda inmundicia.
El testimonio, en los días a los que hemos venido a parar no puede llevar tal nombre si no está compuesto de cristianos que tengan el sentimiento de la ruina, que la lleven en su corazón, que tengan dolor y lleven luto, que sean gobernados por la Palabra y el Espíritu de Dios, que se separen de la iniquidad y que esperen al Señor. Los diferentes caracteres del testimonio en los días del fin del fin no pueden ser compatibles en manera alguna con lo que a veces se quería lograr: un testimonio numeroso que tuviese gran apariencia. Por el contrario, el testimonio en todo tiempo, y más particularmente en un tiempo de ruina –y por consecuencia en los días del fin– es poco numeroso; tiene poca apariencia, tal como nos lo enseña Jueces 7.
El crecimiento que podemos y debemos desear en el testimonio es espiritual: que las almas sean nutridas de Cristo, que el Espíritu obre con poder –pues el Espíritu siempre, invariablemente, es un Espíritu de fortaleza (2 Timoteo 1:7)– en los días más más sombríos de la historia del testimonio, y es esta fortaleza la que hemos de buscar. La obra de Dios se lleva a cabo por el poder del Espíritu.
Cuando los recursos y los medios que el hombre adelante no pueden ser considerados como recibidos de Dios para ser empleados con obediencia y dependencia, impedirán el despliegue del poder del Espíritu, de tal forma que esos medios y recursos humanos que pretendían grandes resultados seguramente harán que se malogre el trabajo que Dios hubiera querido hacer por la potencia de su Espíritu. Se puede también repetir lo que recibimos y no fue enseñado en relación con el testimonio: que este no ha sido suscitado en vista de la evangelización, aunque gracias a Dios ha habido y hay hermanos evangelistas. ¡Ojalá que cada vez hay más, con tal que sea Dios quien lo designe! Pero el testimonio tiene por objeto ante toda la proclamación de la gloria del Señor, tanto de su Persona como de su obra, de la integridad de la Palabra de Dios, y este es en particular el objeto del testimonio de los últimos días: “Has guardado mi palabra y no has negado mi nombre”. Las obras de Filadelfia –como lo dijo alguien– estaban demasiado debajo de la faz de lo visible como que para que alguien las pudiera ver, pues no eran aparentes, pero sí eran muy queridas para Cristo, porque ellas tenían y daban prueba del amor, es a saber, la obediencia. Se puede desear y pedir que el Señor produzca esto, que los hermanos y las hermanas que vienen no olviden que el testimonio es para la gloria del Señor, de su Verdad y de su Persona en el tiempo de ruina general y de iniquidad en la cristiandad.
No nos engañemos: si aquellos a quienes el Señor ha confiado este testimonio desconocen tal privilegio, Él podrá reemplazar a estos servicios, a estos testigos, por otros, lo que será para los primeros una pérdida inmensa.
Es oportuno precisar aquí el importante tema de la evangelización. El deber de evangelizar que le había sido impuesto al apóstol (¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!) ciertamente permanece. Pero no por eso vamos a pensar la Iglesia sea una especie de asociación para la propagación del Evangelio. Tampoco hemos de perder de vista que el avivamiento de Filadefia (y el testimonio consecuente) tiene un origen común –un poderoso trabajo del Espíritu de Dios– con el movimiento de difusión del Evangelio que se esbozó a principios del siglo pasado y se amplió en períodos sucesivos, pero que jamás se identificó con él, por lo que es preciso no confundirnos. El deseo de evangelizar es extremadamente gozoso y, se entendemos por evangelizar la presentación de Cristo ante el mundo, entonces sí que esa es una misión de la Asamblea en la tierra. Esto no nos cansaremos de repetirlo. Pero lo que se entiende más comúnmente, cuando se oye hablar de evangelización, se refiere a la actividad de los “evangelistas”, obreros calificados por el Señor, dones provistos por Él en favor de la Iglesia “para la edificación del cuerpo de Cristo” y que trabajan en el mundo, pero somos llamados a realizar una evangelización mucho más amplia y extensa y de un sentido mucho más difícil, porque se trata –y eso de forma continua– de una evangelización de hecho más que de palabras. Es el testimonio de cada creyente y también el de la Asamblea, la cual en el mundo, y frente al mundo, es “columna y baluarte de la verdad”.
Las personas inconversas que allegan a una reunión de asamblea deberían contemplar un organismo viviente en su funcionamiento, cada cual llenando el servicio y la función a la cual Dios le llamó, un organismo que funciona íntegramente bajo la dependencia del Espíritu y por el poder de este Espíritu, de tal manera que les resulte manifiesto que el Señor está presente en medio de los dos o tres reunidos hacia su Nombre, y que dichas personas –tal como lo hallamos en 1 Corintios 14– puedan postrar sus rostros diciendo: “Verdaderamente Dios está en vosotros”.
Actualmente se buscan grandes medios de evangelización, pero nadie piensa –por así decirlo– en que una asamblea debe ser el ambiente donde la presencia del Señor es realizada, donde cada cual funciona en su propio lugar, donde se siente la vida de Dios, el poder y la actividad del Espíritu y donde un hombre no convertido pueda experimentar que ha sido conducido a la presencia de Dios. He aquí la más poderosa evangelización. Sintamos en el corazón el deseo de realizarla de forma verdadera. Entonces Dios podrá desplegar un poder espiritual que conducirá a las almas a reconocer a Cristo. Esto es lo que nos conviene desear; de esta manera trabajaremos en la obra de Dios, proseguiremos la obra de Dios en la Asamblea con los medios de Dios y con la seguridad de que tendremos la bendición de Dios para cada uno de los hermanos y hermanas y para la asamblea toda.
La bendición desbordará los límites de la asamblea y todos los que de una forma u otra sean puestos en contacto con ella probarán que la bendición de Dios está allí. Es lo que pasaba en Tesalónica:
Partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor, no solo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido
(1 Tesalonicenses 1:8).
El simple apego al Señor en la asamblea es un extraordinario testimonio de poder.
1 Juan 5:1-5
Consideremos aún lo dicho en 1 Juan 5:1-5. La posición de separación que la gracia de Dios nos ha dado a conocer, y que es según las enseñanzas de la Palabra, no puede llevarnos al aislamiento de los afectos del corazón de todos los que constituyen la familia de Dios. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por Él”. He aquí lo que caracteriza a un hijo de Dios en cualquier medio cristiano en que se halle: ama a los hijos de Dios porque ama a Dios. Pero ¿cómo manifestar ese amor? “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos”.
Este pasaje apoya lo que ha sido dicho, que es con obediencia a la Palabra y por medio de ella que podemos amar a tantos hijos de Dios dispersos en las múltiples denominaciones cristianas. No podemos mostrarles un amor según Dios abandonando o perdiendo de vista la posición de separación. La prueba del amor según Dios es la obediencia a la verdad; por este medio podemos mostrar a los hijos de Dios que les amamos; y esto, por supuesto, implica que les seamos útiles “escogiendo la ocasión”. Esta expresión de Efesios no se aplica solamente a la presentación del Evangelio, sino que también significa aprovechar todas las ocasiones para manifestar la vida que poseemos, y podemos hacerlo desplegando un amor verdadero al hablar a nuestros hermanos y hermanas de cualquier medio cristiano para mostrarles las enseñanzas de la Palabra. No se trata de hacer proselitismo. En la presentación del Evangelio a los pecadores hay como un forzamiento que realizar (“fuérzalos a entrar”), pero, en lo que concierne al testimonio, jamás debemos hacerlo.
Jeremías 15
Podremos ser útiles a alguien que se halle en un lugar como Tiatira y que verdaderamente posea la vida de Dios, pero podría ser que fuésemos en contra del pensamiento de Dios si le constriñésemos a dejar ese lugar; no sabemos cuál sea el propósito de Dios respecto a eso. Podremos serles útiles presentándoles el pensamiento de Dios relativo a la forma en que deben reunirse los santos, pero dejemos que Dios cumpla su obra y conduzca a esas almas, si Él lo considera bueno. En todo caso, solo podremos ser útiles a un alma en la medida en que vivamos en un terreno de separación. Es precisamente esto lo que se le ordenó a Jeremías (15:19): “Conviértanse ellos a ti, y tú no te conviertas a ellos”. En estos versículos vemos, al igual que en los capítulos precedentes, cómo Jeremías, en lugar de pensar en la gloria de Dios, había pensado en el pueblo, y a menudo estos son precisamente los pensamientos que llenan nuestro corazón.
Reparamos en los hijos de Dios, en el pueblo de Dios, y perdemos de vista la gloria de Dios. El Señor debe decir al profeta: “Si te convirtieses, yo te restauraré, y delante de mí estarás”. No podía ser un instrumento para el bien del pueblo de Dios sino en la medida en que buscara la gloria de Dios. Y así el pueblo, al convertirse a Jeremías, se convertía a Dios: “Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca”. La posición de Jeremías era análoga a la posición del creyente fiel de nuestros días, porque Jerusalén iba a ser destruida y porque Jeremías era llamado a separar “lo precioso de lo vil”. Pero el hijo de Dios en el tiempo actual está en una posición más próxima a Dios que la del profeta: tiene el Espíritu Santo, el Espíritu de adopción, toda la Escritura, la revelación de todos los pensamientos de Dios, nada de lo cual poseía Jeremías. El peligro actual consiste en que se haga “beber vino a los profetas” y que los profetas o los nazareos –lo que somos llamados a ser– no tengan el discernimiento necesario para separar lo precioso de lo vil. Oremos de manera que el Señor suscite siervos y siervas que mantengan esta separación entre lo que es precioso y lo que es vil. El vino, todo lo que embriaga, todo lo que excita la carne en nosotros, quita el discernimiento. Si a la carne no se la combate, si en lugar de combatírsela se la alimenta, el discernimiento desaparece y a lo que es impuro le damos el nombre de puro. Recordemos que el discernimiento va siempre a la par con la separación respecto del mundo. El discernimiento espiritual siempre va ligado, no a la suma de conocimientos seguros y exactos de las verdades, sino a la separación respecto del mundo. Este hecho ha sido siempre reconocido. Cuanto más realicemos la separación, tanto más discernimiento tendremos, y la separación es realizada en la medida en que el carácter celestial del creyente es comprendido, recordado y puesto en práctica, al igual que el carácter celestial de la Asamblea.