Del Sinaí al Gólgota

Una carta de Juan Samuel Syniak

Buenas noticias de Rusia

Había transcurrido aproximadamente un año desde el día en que recibí la fulminante carta de mi madre. Para ella yo estaba muerto, así que no esperaba recibir más noticias suyas; sin embargo, continué escribiendo todas las semanas, aunque siempre con temor de que no leyera mis cartas. A veces me desanimaba mucho y no sentía deseos de orar por su conversión.

Pero un día, con gran sorpresa, recibí una carta en la que me decía: “Querido hijo, estuve enferma y siento una gran angustia en el alma. Me dirijo a ti con dos pedidos: Perdóname y envíame otro Nuevo Testamento. ¡Ora por mí! Tu madre”.

¡Qué felicidad sentí! Ese mismo día le envié un Nuevo Testamento en hebreo y le escribí con gran afecto. Su respuesta no se demoró. Como ella no conocía las circunstancias en que me encontraba, me rogaba insistentemente que la visitara en Rusia. Pero, ¿cómo podría yo afrontar los gastos de un viaje así? Lo que ganaba en verano como cerrajero, apenas me alcanzaba para pagar mis estudios técnicos durante el invierno. Además, me sentía moralmente obligado a ayudar a un amigo de Besarabia, que se había convertido por medio de un Nuevo Testamento que yo le había obsequiado. Él y su familia estaba sufriendo grandes necesidades porque había perdido su puesto de profesor. Pero Dios es un Dios que hace maravillas. Acababa de enviar el dinero a mi amigo, cuando recibí una carta de un creyente de Stuttgart que me invitaba a alojarme gratuitamente en su casa durante el período que durasen mis estudios en la escuela técnica. Recibí esta oferta con gratitud, como un gran socorro de la mano de Dios, aunque el ofrecimiento aún no me brindara la posibilidad de realizar un viaje a Rusia. Sin embargo, poco después, una señora creyente informada de mi situación me remitió el dinero necesario para el viaje. Aproveché las vacaciones de Navidad para encaminarme a Rusia inmediatamente. Según el deseo expresado por mi madre, nuestro encuentro no tuvo lugar en mi ciudad natal, sino en una localidad que distaba algunos kilómetros de ella.

Cuando llegué a la estación, mi madre, que me estaba esperando desde hacía dos horas, se arrojó a mis brazos exclamando: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío!». Luego fuimos en trineo hasta el hotel donde ella había reservado habitaciones y, una vez instalados allí, solo pasamos unos minutos hablando de mi viaje y de algunas otras cosas, hasta que, con un profundo suspiro me dijo: «Hijo mío, hablemos ahora de algo muy importante. ¿Ves cómo he envejecido? ¿Qué será de mi alma cuando yo muera?».

Me habría resultado más fácil contestarle estas preguntas por escrito. Permanecí un momento sin hallar las palabras convenientes; finalmente le dije: «Madre, yo creo que tú lo sabes».

Ella me miró con tristeza y dijo: «Pero tú sabes que muy a menudo he blasfemado el nombre de Jesús, y que te he maldecido a ti también, resistiendo tus palabras de cuantas formas hallé. ¿Me quedará aún alguna posibilidad de obtener el perdón?».

La consolé diciéndole que, sin duda alguna, sus remordimientos eran el fruto de la obra del Espíritu Santo y una prueba de la eficaz gracia de Dios. Estas palabras la calmaron de inmediato y me pareció que refrescaron su acongojado corazón. Seguimos conversando largamente, y si yo me apartaba del tema, mi madre volvía a él y me hacía nuevas preguntas acerca de la salvación de Dios.

Al día siguiente, muy temprano, vino a verme en mi habitación y retomó la conversación de la víspera. De pronto exclamó: «¿Por qué habría de dudar todavía, si el mismo Dios que pronunció el juicio contra los culpables, dio también el medio para escapar de la condenación y ofrece al pecador una salvación completa y gratuita por medio de su Hijo Jesucristo, quien sufrió y murió en lugar de los culpables? Todo esto me concierne a mí también. ¡Sí, yo lo creo!».

Me sentí colmado de felicidad. Sentí la necesidad de explayar mis sentimientos por medio de acciones de gracias y me arrodillé. Mi madre me imitó y, ante mi sorpresa, fue la primera en orar: «Señor Jesús, te doy gracias por la redención que has cumplido y por la fe que me has dado. ¡Tú sabes, Señor, cuán débil es aún mi fe! Fortifícala y auméntala, te lo ruego».

Después de haber orado y dado gracias al Señor por su misericordia, buscamos juntos un pasaje de su preciosa Palabra y, a pedido de mi madre, leímos el capítulo de los Hechos que relata el discurso y el martirio de Esteban. Luego dijo: «¡Oh, qué infortunio para nuestro pueblo que está tan ciego y lleno de odio contra Cristo! ¡Qué felices son los creyentes! Desearía que mi muerte fuese como la de Esteban. ¡Cuánto lamento que nuestro encuentro haya tenido lugar aquí, y no en mi ciudad natal! Si sus habitantes nos lapidaran solo lograrían matar nuestro cuerpo. También nosotros podríamos levantar los ojos al cielo y decir: 'Señor Jesús, recibe mi espíritu', tal como lo hizo Esteban».

El velo había sido quitado de sus ojos por el Espíritu Santo, y su corazón desbordaba de alabanza y gratitud al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Ahora ella también tenía el mismo Padre.

Me interesó mucho escuchar lo que mi madre me contó acerca del tiempo en que había recibido el anuncio de mi bautismo. Según la costumbre judía, ella comenzó el duelo por mi «muerte». Cuando estaba por finalizar el tiempo de su duelo recibió una carta mía, acompañada de un Nuevo Testamento. El libro fue arrojado al fuego, tal como los que le había enviado anteriormente y la carta permaneció cerrada. Después de algunas horas, impulsada por una extraña fuerza, mi madre la abrió, leyó algunas líneas y la puso a un lado. Luego de experimentar una gran lucha interior, quiso leerla hasta el final y, cuando terminó de hacerlo, la rechazó enseguida con horror. Al día siguiente, comenzó a atormentarla una pregunta: ¿No sería este Jesús, el Mesías prometido? Se espantó por haber tenido este pensamiento culpable y, como penitencia, se impuso un ayuno.

Pero su corazón se veía asaltado constantemente por una duda. Esa lucha interior continuó durante meses, y cada una de mis cartas aumentaba su angustia; hasta que, aun cuando estaba muy contrariada, su anhelo de salvación y paz llegó a ser tan grande, que me escribió para pedirme un Nuevo Testamento. Después de tantas y tan dolorosas luchas, el gozo que ahora experimentaba mi querida madre era inmenso.

La hora de separarnos llegó demasiado pronto, pero la certeza de estar indisolublemente unidos en Cristo nos sostuvo en el dolor de la despedida. Y mi madre, tal como el funcionario etíope después de su encuentro con Felipe, siguió su camino llena de gozo. Pronto me escribió que había llegado muy feliz a su casa. En el encabezado de su carta citaba las Palabras de María: “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lucas 1:46-47).