Del Sinaí al Gólgota

Una carta de Juan Samuel Syniak

Años de prueba. Eigración

Con absoluta lealtad hice saber al lector del diario de San Petersburgo cuál había sido el resultado de mi gestión ante Rabinovich, diciéndole que, por medio de él, había encontrado la salvación y la paz en Jesús. Se comprenderá muy fácilmente que mi carta haya sido reducida al silencio. También escribí a mi madre, en quien no dejé de pensar desde que hallé al Señor. Yo sabía cuánto ella sufría bajo el peso de las leyes del Talmud y cómo deseaba la liberación. Pero ella no me comprendió; creyó que yo había perdido la razón y me rogaba que volviera a casa. Entonces le escribí por segunda vez, relatándole con muchos detalles lo acontecido. Ella me contestó con palabras terribles, diciendo que si yo había negado la fe de mis padres ya no deseaba volver a verme.

En los años que siguieron me vi sumido en amargos sufrimientos; fueron años en los cuales me vi expuesto a muchas pruebas y tentaciones. El pensamiento de ser rechazado por mi madre, a quien yo amaba con tanta ternura, y de estar separado de ella para siempre, me quebrantaba el corazón. Pero la voz de Dios se mantuvo victoriosa, a pesar de que mi mayor tristeza era la imposibilidad de poder compartir con mi madre la felicidad de conocer al Señor. Muy pronto afloró la tentación de guardar como un secreto tesoro, reservado solo para mí, el don de gracia de Dios, porque, de acuerdo con mis razonamientos, sabía que perdería mi puesto de profesor en cuanto reconociera a Cristo de manera oficial. A menudo, durante las noches, clamaba a Dios: «Señor, tu sabes que no fui yo quien te buscó, sino que Tú me has buscado y me has hallado. Te ruego que me muestres el camino en que debo andar y me guíes». El Señor me dio las fuerzas para levantar y hacer brillar su luz, y no ponerla debajo del almud. Naturalmente eso significó el fin de mi carrera como profesor en un instituto judaico.

El señor Rabinovich y otros creyentes me propusieron que predicase el Evangelio a los judíos como misionero remunerado. Pero, a pesar de lo mucho que me habría gustado trabajar para el Señor entre mis hermanos según la carne, no me agradaba mucho la idea de hacerlo en las condiciones que me proponían. El ejemplo del apóstol Pablo se presentaba con claridad ante mí, de modo que comuniqué a mis amigos que, antes de anunciar el Evangelio, y para poder hacerlo sin percibir un salario fijo, quería aprender el oficio de cerrajero. Lo creía realmente importante para la obra entre los judíos, porque ellos tienen una gran predisposición para pensar que detrás de toda actividad existe indefectiblemente un interés monetario.

Mi idea de aprender un oficio a la edad de veinticinco años, provocó la sonrisa de mis amigos, pero no me sentí frustrado por eso, porque estaba convencido de que mi plan tenía la aprobación de Dios. Dejé, pues, mi país y me instalé en Alemania, en a la ciudad de B., donde encontré un cerrajero creyente que consintió en aceptarme como aprendiz. Dios, en su gracia, me dio las fuerzas y las facultades necesarias para emprender mi nueva tarea.