Del Sinaí al Gólgota

Una carta de Juan Samuel Syniak

Profundos ejercicios: ¿Santo por mis obras o en Christo?

A este doloroso golpe se añadieron penosas desilusiones. Yo no podía esperar nada del cristianismo de Rusia, donde la religión se limitaba a algunos ritos y a la adoración de iconos. De manera que, lleno de alegría y esperanza, me contacté con cristianos de Alemania; pero, lamentablemente, entre ellos comprobé la realidad de las certeras palabras del Señor Jesús concernientes a aquellos que dicen: “¡Señor, Señor!”, pero no le pertenecen realmente. Los cristianos que encontré en B., y más adelante en otros lugares, procuraban llegar a la santificación de la carne. Las enseñanzas que recibí de parte de ellos oscurecieron el conocimiento que yo había adquirido acerca de la elevada posición que el creyente posee en Cristo, y que Dios me había revelado, colocándome de nuevo bajo la ley. Me esforzaba en mejorar mi vieja naturaleza la cual, según la Palabra, es incorregible; es Dios la crucificó y juzgó con Cristo en la cruz (Gálatas 2:20; 5:24). Como no podía lograr tal santificación me sentía muy infeliz. Me encontraba enredado en una mezcla de judaísmo con cristianismo tal como la que el apóstol denuncia, tanto en la epístola a los Gálatas como en la epístola a los Colosenses, a quienes el apóstol amonesta severamente. En una palabra, había perdido de vista a Cristo. Mis ojos se habían apartado del Salvador resucitado y sentado a la diestra de Dios, para ocuparme de mí mismo, de ese pobre y miserable viejo hombre en el cual no mora el bien (Romanos 7:18). Así como lo hace tanta gente, solo me acercaba a Cristo para suplicarle noche y día que santificara y purificara mi naturaleza pecadora. Pero, ¿cómo habría podido escuchar Él semejante oración? Su muerte en la cruz me había salvado y justificado plenamente (Romanos 6:6-7). Sin embargo, las falsas enseñanzas me han turbado, haciéndome perder la bendita certeza de que el Espíritu Santo moraba en mí, y también empañaron mi seguridad de ir con el Señor cuando fuera llamado a su presencia. Estas verdades me habían hecho muy feliz cuando estaba en Rusia, pero ahora me sentía muy desgraciado, porque había llegado a confundirme de tal modo que ya no sabía si yo era judío o cristiano. Y en muchas cosas veía que el cristianismo que me rodeaba era tan solo un poco mejor que el judaísmo del que había salido.

Creí que todo estaba perdido. Pero Dios tuvo piedad de mí y, con el poder de su Espíritu y la ayuda de su Palabra, me hizo volver a la simplicidad que se encuentra en Cristo. Me mostró que mi lugar y mi porción están firmes en Cristo; y que por Él ya era santo y perfecto, apto para participar de la herencia de los santos en luz, por el hecho de ser una nueva criatura, miembro de Cristo, uno con Él para siempre, de manera que nada me podría separar de su amor. Desde ese momento fui nuevamente feliz y pude dirigirme a Dios como a mi Padre, con el corazón lleno de gozo.