Mi conversión
Tal era la situación cuando la mano de Dios me condujo a Besarabia. Me sentía miserable y abatido. La preocupación por mis pecados, para los cuales no hallaba propiciación, era constante y no me daba descanso.
Antes de repetir mis plegarias a la mañana y a la noche, y para acatar las prescripciones del Talmud, leía diariamente los primeros capítulos del Levítico, que tratan sobre los sacrificios, y declaraba siempre, según las ordenanzas: «¡Que la repetición de estas palabras delante de ti, oh Dios, me sea contada como si yo mismo te hubiera ofrecido un sacrificio!». Pero siempre me asaltaban las dudas: ¿podría Dios concederme esta petición?
Yo deseaba, de todo corazón, practicar los preceptos de Dios. Sabía que eran justos y rectos, pero era incapaz de perseverar en ellos. Había prestado oídos al tentador, y como no hallaba paz en la lectura de la Torá, me sumergí en el estudio de libros filosóficos. Leí a Spinoza y a Kant; e iba al teatro, lo cual era algo condenable para un judío fiel. Naturalmente, mi alma ávida de paz y de comunión con Dios no encontró ningún alivio en la filosofía; aún menos que en los ejercicios religiosos.
Corría ese tiempo cuando oí hablar de las predicaciones de Rabinovich acerca del Dios de los gentiles. A pesar de mi miserable estado, sentía una viva indignación, y me costó largo tiempo tomar la decisión de asistir a esas reuniones para escucharlo. Mientras tanto escribí al redactor de un diario judío de San Petersburgo, diciéndole que un jurista judío daba conferencias en Kischineff, incitando a sus oyentes a convertirse al Dios de los cristianos.
El diario publicó mi carta, señalando que, por el hecho de que yo era profesor, sería la persona indicada, con la suficiente autoridad para debatir con él y reducir al silencio los argumentos de ese hombre, y se proponía publicar mi debate con Rabinovich.
Durante el otoño de 1884, un sábado a la mañana fui a la casa de Rabinovich, tal como me lo había sugerido la parte directiva del diario. Ese día él disertaba acerca de “las ciudades de refugio” que, en el antiguo pacto, Dios había dado a su pueblo, para que cualquiera que involuntariamente hubiera vertido sangre inocente pudiera escapar del vengador, refugiándose en una de ellas. Rabinovich leyó el capítulo 35 del libro de los Números y luego algunos pasajes del Nuevo Testamento.
Estupefacto, le oí decir que mi pueblo había vertido la sangre de un justo de la simiente de David, y que este justo, clavado en la cruz, había clamado a Dios: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Por esta causa, explicó Rabinovich, Israel está huyendo de delante del vengador de la sangre. Pero, ¿adónde podría huir? El orador demostró entonces que, según las profecías divinas, la única salvación posible para Israel se halla en los sufrimientos y la muerte del justo, en Aquel que fue sin pecado, y de quien Isaías dice: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5). “El santo de Israel –decía Rabinovich– al que su pueblo rechazó y crucificó, y después de cuya venida le fue retirado el cetro a Judá, no es otro que Jesucristo, el Hijo de David, aquel de quien está escrito en el Nuevo Testamento: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Por eso Él es la “ciudad de refugio” para Israel, para el Israel que ha derramado su sangre.
Estas palabras penetraron profundamente en mi corazón. ¡Cuánto había suspirado por esta revelación! Comprendí que era posible obtener el perdón de los pecados y la paz con el Dios de nuestros padres. según las profecías, él había enviado a un Redentor, a Jesús, de Belén –la ciudad de David–, de la casa de Judá. Supe que el león de la tribu de Judá, la simiente prometida a la mujer, era Aquel que murió en el Gólgota y aplastó la cabeza de la serpiente.
Cuando terminó la reunión, me acerqué a Rabinovich y le pedí un Nuevo Testamento que él me entregó con sumo gozo. Luego volví apresuradamente a casa llevando mi tesoro y, durante tres días y tres noches –con breves interrupciones– dediqué todo mi tiempo a este precioso Libro, leyéndolo con atención desde el principio hasta el fin. ¡Qué claridad de lo alto me dio! ¡Qué plenitud de luz!
Naturalmente, al principio entendí muy imperfectamente lo que leía; pero los evangelios, los Hechos y, sobre todo, la epístola a los Hebreos, me revelaron el glorioso plan de Dios para la salvación del pecador. Comprendí el estado de perdición del hombre que, por naturaleza, se encuentra alejado de Dios, sin otra esperanza que el juicio y la condenación. Hallé también la respuesta a lo que yo sentía y me había hecho suspirar durante tantos años: supe que el hombre es culpable, que está perdido y que es incapaz de ayudarse a sí mismo. Pero a la vez, Dios me presentaba ahora la maravillosa redención preparada para el pecador, la salvación eterna que Él ofrece en su inmenso e inefable amor. Entonces recibí la paz por medio de la fe en la sangre de Jesús, a quien Dios presentó como propiciación (Romanos 3:25). Un gozo indescriptible llenó mi alma. Repentinamente, más de cien pasajes del Antiguo Testamento que hasta ese momento me habían resultado difíciles de entender, ahora se presentaban con toda claridad a mi corazón. Adoré a Dios con reconocimiento y acciones de gracias, porque desde ese momento Él fue mi Dios y Padre en Jesucristo.