Introducción a la Biblia

El Nuevo Testamento - consideraciones generales

El Nuevo Testamento tiene un carácter muy diferente al del Antiguo. Este último nos da la revelación de los pensamientos que Dios comunicó a aquellos que fueron los instrumentos de esta revelación y nos lleva a adorar la sabiduría que se desarrolla en él. Pero Dios permanece siempre oculto detrás del velo. En el Nuevo Testamento, Dios se manifiesta. En los evangelios se le encuentra a Él en persona, dulce, humilde, humano, Dios en la tierra; luego lo vemos derramando una luz divina en las comunicaciones subsiguientes del Espíritu Santo. Anteriormente Dios había hecho promesas y también había ejecutado juicios; había gobernado un pueblo en la tierra y había actuado con respecto a las naciones teniendo en vista a ese pueblo al que le había dado su ley y al que le había dado, por medio de los profetas, una luz creciente que anunciaba cada vez más claramente la venida de Aquel que debía decirle todo de parte de Dios. Pero la presencia de Dios mismo, hombre en medio de hombres, vino a cambiarlo todo. O bien el hombre debía recibirlo en la persona de Cristo como coronamiento de bendición y de gloria –a Él, cuya presencia debía desterrar todo mal, desenvolver y llevar a la perfección todo elemento de bien y dar al mismo tiempo un objeto y un centro para todos los afectos hechos perfectamente felices por el goce de ese objeto–, o bien, rechazando a este Cristo, nuestra miserable naturaleza debía mostrar lo que realmente es, vale decir, enemistad contra Dios, y tornar evidente la necesidad de un orden de cosas completamente nuevo, en el cual la felicidad del hombre y la gloria de Dios estuvieran fundadas sobre una nueva creación. Sabemos lo que sucedió: Aquel que era la imagen del Dios invisible tuvo que decir, después de haber tenido una perfecta paciencia: “Padre justo, el mundo no te ha conocido” y más aun: “Han aborrecido a mí y a mi Padre” (Juan 17:25; 15:24).

Sin embargo, este triste estado del hombre no impidió que Dios cumpliera sus consejos; al contrario, le dio ocasión de glorificarse cumpliéndolos. Dios no quiso rechazar al hombre antes de que el hombre le rechazara. Fue así desde el jardín de Edén: consciente de que había pecado, el hombre no pudo soportar la presencia de Dios y se alejó de Él antes de que Él lo arrojara del jardín. Pero, cuando el hombre, por su parte, hubo rechazado completamente a Dios, venido en bondad en medio de la miseria del hombre, Dios tuvo la libertad (si puede hablarse así, puesto que es una expresión moralmente justa) de proseguir sus designios eternos. Ahora bien; en este caso, Dios no ejecutó el juicio como lo hiciera en el jardín de Edén, donde el hombre estaba alejado de Él, sino que, cuando el hombre se vio manifiestamente perdido y se declaró enemigo de Dios, la gracia soberana prosiguió su obra para hacer brillar su gloria a los ojos del universo con la salvación de los pobres pecadores que habían rechazado a Dios. Sin embargo, para que la sabiduría de Dios fuera manifestada en todos sus detalles, esta obra de gracia soberana, por la cual Dios se reveló, tuvo que coordinarse con todos sus designios precedentes revelados en el Antiguo Testamento, dejando también todo su lugar a su gobierno del mundo.

De todo esto resulta que, fuera de la gran idea dominante, hay, en el Nuevo Testamento, cuatro temas que se desenvuelven ante los ojos de la fe. El principal de ellos –el hecho por excelencia– es la manifestación de la luz perfecta: Dios mismo se revela. Esta luz se manifiesta en el amor, el otro nombre esencial de Dios.

En segundo lugar, Cristo –que es la manifestación de esta luz y de este amor, y que, de haber sido recibido, hubiera sido el cumplimiento de todas las promesas– es presentado al hombre, y en particular al Israel responsable, con todas las pruebas personales, morales y de poder que dejan a ese pueblo sin excusa. Después, cuando Cristo es rechazado, este acto es el medio por el cual se cumple la salvación; se presenta ante nuestros ojos un nuevo orden de cosas: la nueva creación, el hombre glorificado, la Iglesia partícipe con Cristo de la gloria celestial. En tercer lugar, las relaciones entre el nuevo y el antiguo orden de cosas, con respecto a la ley, las promesas, las profecías o las instituciones divinas en la tierra, se exponen claramente, sea presentando el nuevo orden como cumplimiento y abandono de lo que había envejecido, sea demostrando el contraste que existe entre el antiguo y el nuevo orden de cosas, sea manifestando la perfecta sabiduría de Dios en todos los detalles de sus designios.

 

Finalmente, el gobierno del mundo por parte de Dios se pone en evidencia y la palabra profética anuncia los juicios y las bendiciones que acompañarán el restablecimiento de las relaciones entre Dios e Israel, interrumpidas en ocasión del rechazo del Mesías.

Se puede agregar que todo lo que le es necesario al hombre, peregrino en la tierra, hasta que Dios cumpla por su poder los designios de su gracia, le es suministrado abundantemente. Al obedecer al llamado de Dios y salir de lo que está rechazado y condenado, el hombre que contesta a ese llamado (y que todavía no es puesto en posesión de la porción que Dios le preparó) necesita una dirección; debe conocer las fuentes de la fuerza necesaria para poder marchar hacia el objeto de su vocación y los medios para apropiarse de esa fuerza.

Al instarlo Dios a seguir a su Señor, al que el mundo rechazó, no lo dejó sin darle toda la luz y todas las directivas apropiadas para iluminarlo y alentarlo en su camino.

Los Evangelios

Los evangelios narran la vida del Señor y le presentan a nuestros corazones

–ya por sus hechos, ya por sus discursos– con los diversos caracteres que, bajo todo concepto, son preciosos para el alma de los rescatados, según la inteligencia que les es dada y según sus necesidades. Estos caracteres, juntos, forman la plenitud de su gloria personal, la que nosotros captamos según nuestra capacidad de aprehenderla mientras estamos en vasos de arcilla aquí abajo. Hay que exceptuar lo que concierne a las relaciones de Cristo con la Iglesia, pues, salvo el anuncio de que Cristo edificaría una iglesia en la tierra, fue por el Espíritu Santo, enviado después de su ascensión, que Él dio a los apóstoles y a los profetas la revelación de ese precioso misterio. Es evidente que, en la tierra, el Señor tuvo que reunir en su persona, según los consejos de Dios y las revelaciones de su palabra, más de un carácter para el cumplimiento de todo lo que se relaciona con su gloria y para el mantenimiento y la manifestación de la gloria de su Padre. Pero, para que eso tuviera lugar, fue necesario también que Él fuera algo, sea que se le considere caminando aquí abajo, sea desde el punto de vista de su verdadera naturaleza. Cristo tuvo que realizar el servicio que le correspondía cumplir para con Dios como el verdadero siervo por excelencia, sirviéndole por la palabra en medio de su pueblo (ver, por ejemplo, Salmo 40:8-10; Isaías 49:4-5 y otros pasajes).

Una multitud de testimonios había anunciado que el Hijo de David se sentaría por disposición de Dios en el trono de su padre; y el cumplimiento de los consejos de Dios en cuanto a Israel se relaciona, en el Antiguo Testamento, con Aquel que había de venir así y que, en la tierra, debía tener la relación de Hijo de Dios con el Jehová Dios. El Cristo, el Mesías –o el Ungido, palabra que no es más que la traducción de ese nombre– debía aparecer y presentarse a Israel según la revelación y los consejos de Dios. Los judíos limitaban su espera casi a ese carácter de Cristo Mesías, Hijo de David, y eso aun a su manera, no viendo más que la exaltación de su nación, sin tener conciencia de sus pecados y de las consecuencias de estos. Sin embargo, ese carácter de Cristo no era todo lo que la palabra profética –que había declarado los consejos de Dios– anunciaba con respecto a Aquel a quien el mundo mismo esperaba. Cristo debía ser Hijo del hombre. Ese título que el Señor Jesús usó gustoso tiene una gran importancia para nosotros. El Hijo del hombre, según la palabra, es el heredero de todo lo que los consejos de Dios destinaban para el hombre como algo correspondiente a su posición en la gloria, de todo lo que Dios debía dar al hombre según sus consejos (ver Daniel 7:13-14; Salmo 8:5-6; 80:17).

Pero, para ser heredero de lo que Dios destinaba al hombre, Cristo debía ser hombre.

El Hijo del hombre era verdaderamente de la raza del hombre: preciosa y consoladora verdad! Nacido de mujer, era real y verdaderamente un hombre, partícipe de sangre y carne, hecho semejante a sus hermanos, aunque sin pecado. De acuerdo a este carácter, tuvo que sufrir y ser rechazado; tuvo que morir y resucitar para heredar todas las cosas, para poseerlas en un estado absolutamente nuevo: el estado de un hombre resucitado y glorificado, puesto que la heredad estaba manchada, el hombre estaba rebelado contra Dios y los coherederos de Cristo eran tan culpables como los demás.

Jesús, pues, debía ser el siervo por excelencia, el gran profeta, el Hijo de David y el Hijo del hombre; por consiguiente, verdadero hombre en la tierra, nacido de mujer, nacido bajo la ley, de la posteridad de David, heredero de los derechos de la familia de David, heredero de los destinos del hombre según la intención y los consejos de Dios. Para ello era necesario que glorificara a Dios según la posición en que se encontraba el hombre que había faltado a su responsabilidad, que satisficiera esa responsabilidad glorificando a Dios y que rindiera, durante su vida aquí abajo, el testimonio de un profeta, del “testigo fiel”. ¿Quién podía reunir en su persona todos esos caracteres? Esa gloria ¿era solamente una gloria oficial que el Antiguo Testamento había anunciado diciendo que debía ser heredada por un hombre? El estado del hombre, manifestado bajo la ley, demostraba la imposibilidad de hacerlo participar, tal como era, de la bendición de Dios. El rechazo de Cristo añadió a ello la última prueba. En efecto; el hombre, por encima de todo, tenía necesidad de ser reconciliado con Dios fuera de toda economía y del gobierno especial de un pueblo terrenal.

El hombre era pecador; era necesaria una redención que glorificara a Dios y salvara a los hombres. Pero ¿quién podía cumplirla?

El hombre la necesitaba para sí mismo; un ángel debía guardar su lugar, desempeñarse en él, y no podía hacer más; de otro modo no hubiera sido un ángel. ¿Quién, pues, podía ser, de entre los hombres, el heredero de todas las cosas y tener bajo su dominio todas las obras de Dios, según la palabra? Solo

el Hijo de Dios debía heredarlas. Aquel que las había creado debía poseerlas. Quien debía ser, pues, el siervo, el hijo de David, el Hijo del hombre, el redentor, era el Hijo de Dios, el Dios creador.

Con estos diferentes caracteres de Cristo se relaciona no solo el carácter particular de cada uno de los evangelios, sino también la diferencia que existe entre los tres primeros y el de Juan. Aquéllos muestran a Cristo al ser presentado al hombre, para que el hombre lo reciba, y su rechazo por parte del hombre; Juan, al contrario, toma ese rechazo como punto de partida de su evangelio y presenta la naturaleza divina manifestada en una Persona, en cuya presencia el hombre y el judío se encuentran para rechazarla: “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció” (Juan 1:10).

Pero retrocedamos un poco. Mateo muestra el cumplimiento de la promesa y de la profecía. Vemos en su evangelio a Emanuel en medio de los judíos y rechazado por ellos; chocan así contra la piedra de tropiezo. Luego Cristo es presentado como un sembrador de la palabra, pues era inútil buscar fruto. Vienen seguidamente la Iglesia y el reino, sustituyendo a Israel, el que debía haber sido bendecido según las promesas, pero las rehusó al rechazar a la persona de Jesús. Sin embargo, cuando reciban al Señor después del juicio, los judíos serán reconocidos como objetos de misericordia. La ascensión no se menciona en Mateo; sin duda es por esta razón que no fue Jerusalén, sino Galilea, la escena de la entrevista del Señor con sus discípulos después de la resurrección. Jesús está con los pobres del rebaño que escucharon la palabra del Señor en el lugar en el cual la luz se levantó sobre el pueblo sentado en tinieblas. La misión de bautizar parte también de allí y se aplica a las naciones.

Marcos nos muestra al siervo-profeta, Hijo de Dios. Lucas nos presenta al Hijo del hombre; los dos primeros capítulos nos ofrecen un hermoso cuadro del remanente de Israel. Juan, como ya lo dijimos, nos da a conocer la persona divina y encarnada del Señor, fundamento de toda bendición y una obra de propiciación que es la base misma de la condición en la cual el pecado no se encontrará más: nuevos cielos y una nueva tierra en la que habitará la justicia. Al final de este evangelio tenemos la promesa del Consolador; todo ello en contraste con el judaísmo. En lugar de hacer remontar al Señor a Abraham y a David, cepas de la promesa, o a Adán, como Hijo del hombre que trae la bendición al hombre, o bien en lugar de narrar su ministerio activo como el gran Profeta que debía venir, Juan nos muestra una Persona divina en el mundo: el Verbo hecho carne.

Pablo y Juan nos hacen saber que estamos en una posición enteramente nueva en Cristo; pero el gran objetivo de Juan es revelarnos al Padre en el Hijo y, de este modo, la vida en nosotros por el Hijo, en tanto que los escritos de Pablo nos muestran al cristiano que es presentado a Dios en Cristo y nos revelan sus consejos de gracia. No considerando más que las epístolas, solo Pablo habla de la Iglesia, con excepción de Pedro (1 Pedro 2), quien menciona la edificación de piedras vivas para formar un edificio no terminado todavía; pero solo Pablo habla de la Iglesia como “cuerpo” de Cristo.

Los Hechos y las epístolas

Los Hechos narran el establecimiento de la Iglesia por el Espíritu Santo venido del cielo, luego los trabajos de los apóstoles en Jerusalén o en Palestina y los de los otros obreros del Señor. Nos hablan especialmente de la obra de Pedro, luego acerca de la de Pablo, y terminan por el relato del rechazo del evangelio de Pablo por parte de los judíos de la dispersión.

Sería demasiado largo exponer el contenido de las epístolas; limitémonos a decir algunas palabras sobre su orden cronológico, haciendo notar solamente que ellas desarrollan el tema de la eficacia de la obra de Cristo y el amor del Padre revelado en Él.

Debemos colocar en primer lugar aquellas cuyas fechas son ciertas: la 1a y la 2a a los Tesalonicenses; la 1a y la 2a a los Corintios, la epístola a los Romanos, la dirigida a los Efesios, a los Colosenses, a los Filipenses, a Filemón, estas cuatro últimas escritas durante la cautividad de Pablo. La epístola a los Gálatas fue escrita de 14 a 20 años después del llamado del apóstol y luego de haber trabajado algún tiempo en el Asia Menor, posiblemente durante su residencia en Éfeso y en todo caso poco tiempo después de la fundación de las asambleas de la Galacia. La 1a a Timoteo fue escrita en ocasión de la partida del apóstol de Éfeso; no se ha podido fijar la época exacta; la 2a debe ubicarse al final de la vida de Pablo, cuando estaba próximo a sufrir el martirio. La epístola a Tito se relaciona con un viaje de Pablo a Creta, sin que sepamos cuándo se realizó ese viaje (se piensa que pudo ser en la época de su estadía en Éfeso); moralmente está sincronizada con la 1a a Timoteo, Dios no habiendo tenido la intención de darnos datos cronológicos. La sabiduría divina no lo quiso, pero el orden moral es muy claro; se lo ve en la manera por la cual la 2a epístola a Timoteo se refiere a la ruina de la casa de Dios, el orden de la cual lo establecía la 1a epístola.

La epístola a los Hebreos fue escrita en una época relativamente tardía, en vista del juicio que iba a caer sobre Jerusalén; exhortaba a los judíos cristianos a que se separaran de lo que Dios estaba a punto de juzgar.

La epístola de Santiago se refiere a la época en que esta separación no había tenido lugar en modo alguno, pues los cristianos judíos son considerados todavía como parte de Israel, el cual aún no había sido definitivamente rechazado; ellos reconocen a Jesús solamente como el Señor de gloria. Así como otras epístolas universales, esta de Santiago fue escrita en los últimos días de la historia apostólica, cuando el cristianismo había penetrado grandemente en medio de las tribus de Israel y el juicio iba a cerrar su historia. Las de Juan fueron escritas más tarde todavía.

La 1a epístola de Pedro nos hace ver que el Evangelio ya se había extendido mucho entre los judíos; ella se dirige a los cristianos judíos de la dispersión. La 2a epístola es posterior, por supuesto, y pertenece al final de la carrera del apóstol, cuando se aproximaba el tiempo de dejar su tienda y a sus hermanos. No quería dejarlos sin las advertencias que los cuidados apostólicos pronto no podrían suministrarles más; por ello esta 2a epístola de Pedro, lo mismo que la de Judas, ve a los que, habiendo renegado de la fe, abandonaban el sendero de la piedad y a los burladores que se alzaban contra el testimonio de la venida del Señor.

En la 1a epístola de Juan, según lo testifica el propio apóstol, estamos en la “última hora”: los apóstatas ya se manifestaban; apostataban de la verdad del cristianismo, negando al Padre y al Hijo y uniéndose a la incredulidad judía para negar que Jesús fuera el Cristo.

La epístola de Judas se coloca moralmente antes de la de Juan. Nos muestra a los falsos hermanos que se habían deslizado furtivamente entre los santos y nos conduce hasta la rebelión final y el juicio. Difiere de la 2a epístola de Pedro en que ella no ve el mal como una simple iniquidad, sino como un abandono del primer estado.

El Apocalipsis

El Apocalipsis completa el cuadro mostrando a Cristo como juez en medio de las iglesias, representadas por los candeleros de oro. Como la Iglesia primitiva había abandonado su primer amor, es advertida de que, a menos que se arrepienta y vuelva a su primer estado, su candelero será quitado. El juicio final de la Iglesia se encuentra en Tiatira y en Laodicea. Este libro muestra seguidamente el juicio del mundo y el retorno del Señor, el reinado y la ciudad celestial y, finalmente, el estado eterno.

El carácter general de apostasía y de caída que se encuentra en todos los últimos libros del Nuevo Testamento, desde la epístola a los Hebreos hasta el Apocalipsis, es muy notable. Las epístolas de Pablo –salvo la 2a a Timoteo, que suministra las directivas individuales para la marcha en medio de la ruina, anunciando anticipadamente este estado de cosas– nos presentan el trabajo y los cuidados del sabio arquitecto. El interés de sus fechas se relaciona con la historia de los Hechos; pero la epístola a los Hebreos, las epístolas universales y el Apocalipsis nos muestran toda la decadencia como ya ocurrida (la 1a de Pedro, que lleva menos ese sello, nos dice, sin embargo, que había llegado el tiempo para que el juicio comenzara por la casa de Dios); en consecuencia, ellas nos hacen ver el juicio de la iglesia profesante y, a continuación, proféticamente, el del mundo rebelado contra Dios. Este carácter final de las epístolas universales tiene algo impresionante e instructivo.

J. N. Darby