Introducción a la Biblia

El Antiguo Testamento - consideraciones generales

Grandes principios caracterizan a esta revelación. Diremos algo sobre ellos antes de ocuparnos en los detalles.

La primera gran idea que imprime su carácter sobre la revelación de Dios es la de los dos Adanes. Hay dos hombres: el primero y el segundo; uno, el hombre responsable; el otro, el hombre según los consejos de Dios, en quien, a la par que confirma el principio de la responsabilidad, Dios se revela a sí mismo, y al propio tiempo hace conocer sus consejos soberanos y la gracia que reina por la justicia. Esos dos principios dominan todo el contenido de la Biblia. Solo que, si bien en los designios de Dios su bondad se mostró continuamente hasta la venida de su Hijo, la gracia –en la plenitud del término– solo se revelaba proféticamente antes de dicha venida –y aun bastante veladamente– para no afectar el estado en que se hallaban las relaciones entre Dios y los hombres; por eso ella lo hacía a menudo bajo formas que ahora se comprenden porque el Nuevo Testamento proveyó la clave.

Eso nos conduce a considerar otros dos principios que se encuentran revelados y desarrollados en las Escrituras. Primero, el gobierno de Dios en el escenario de este mundo, gobierno seguro, mas largo tiempo escondido, excepto en Israel, donde fue manifestado en pequeña escala. Pero, incluso allí, aparece poco claro a los ojos de los hombres porque prevalecía la iniquidad (Salmo 73) y porque Dios tenía, durante ese gobierno, designios más profundos y bendiciones más grandes para los suyos; designios en los que, para el bien espiritual de aquéllos, se servía de males infligidos según los principios de su gobierno. La parte histórica de la Biblia hace conocer al hombre espiritual el curso de esos designios. Así, los Salmos presentan las reflexiones que acerca de esos designios el Espíritu Santo suscitó en los fieles y contienen expresiones que a veces se remontan hasta experimentar al propio Cristo, llegando a ser, de tal manera, directamente proféticas. Mas no nos anticipemos. El otro principio divino es la gracia soberana que se apodera de pobres pecadores, borra sus pecados y los coloca en la misma gloria que al Hijo (hecho hombre con ese fin), “conformes a la imagen de su Hijo”, según la justicia de Dios y en virtud del sacrificio de Cristo, por el cual Él glorificó plenamente a Dios en lo tocante al pecado. Los rasgos de esta gracia soberana se encuentran en el gobierno de Dios y se ven cuando este gobierno produce su efecto; pero solo en la gloria celestial será plenamente revelada.

Con el gobierno de Dios está estrechamente ligada la ley, la que presenta la regla del bien y del mal según Dios, quien fundamenta esta regla sobre Su autoridad. El Señor nos suministra la expresión de esa ley tomando de diversas partes del Pentateuco los principios que, si estuvieran establecidos en el corazón y obraran en él, conducirían a obedecer a Dios y a cumplir su voluntad, produciendo así la justicia humana. Los diez mandamientos no crean el deber; la existencia de este está fundada sobre las relaciones en las cuales Dios colocó al hombre.

Entre los diez mandamientos y los principios de la ley enunciados por Jesús existe esta diferencia: los segundos –extraídos por Él de los libros de Moisés– comprenden el bien absoluto en su totalidad, sin que haya pecado de por medio, en tanto que los diez mandamientos suponen el pecado y, salvo uno, prohíben toda infidelidad en las relaciones a que se refieren. Notemos que el último de esos mandamientos prohíbe toda inclinación del ánimo hacia los pecados precedentemente condenados: «el aguijón está en la cola». Además, las diversas relaciones son la base del deber, ya que los mandamientos prohíben a los hombres que incurran en falta. Pero el principio de la ley –de toda ley– es que la aprobación de Aquel ante el cual soy responsable, mi aceptación por Aquel que tiene el derecho de juzgar acerca de lo fiel que soy a mi responsabilidad o acerca de mis faltas (mi felicidad, en una palabra) depende de lo que soy a este respecto, de lo que soy ante Él. Las relaciones están establecidas por la voluntad y la autoridad del Creador y, cuando falto, peco contra Él –quien las estableció–, le desobedezco y desprecio su autoridad. El principio de la ley es que la aceptación de la persona depende de su conducta; la gracia, por el contrario, hace lo que ella quiere, obrando con bondad, según la naturaleza y el carácter de Aquel que la administra.

Hay, en contraste con la ley, otro elemento importante en los designios de Dios: las promesas. Comienzan con la caída; pero, como principio en los propósitos de Dios, datan de Abraham, cuando el mundo ya había caído, no solamente en el pecado sino también en la idolatría, y Satanás y los demonios habían ocupado el lugar de Dios en el espíritu del hombre. Ahora bien, la elección de Abram, su llamado y el don de las promesas que le fue hecho, se vinculan todos con la gracia. Así Abram siguió a Dios1 hacia el país que Dios le indicó, pero no tuvo dónde posar su pie. Esto introduce otro principio vital: vivir por la fe, recibir la palabra de Dios como tal y contar con la fiel bondad de Dios. La promesa, evidentemente, dependía de la gracia; no era una cosa dada, pero la palabra de Dios la aseguraba. La fe descansaba sobre esta promesa y, con mayor o menor claridad, introducía el pensamiento de una bendición fuera del mundo; de otro modo, aquel que tenía fe no habría tenido nada por medio de su fe. La conciencia del favor de Dios era mucha, sin duda, pero ella dependía de la fe en su fidelidad acerca de lo que había prometido.

Acerca de las promesas hay un punto importante que destacar: existen promesas sin condición y promesas sujetas a condición. Las hechas a Abraham, a Isaac y a Jacob eran sin condición; las formuladas en Sinaí fueron sometidas a condición. La palabra de Dios jamás confunde las unas con las otras. Moisés recuerda las que les fueron hechas a Abraham, a Isaac y a Israel, es decir, a Jacob (Éxodo 32:13); Salomón habla de la que se cumplió bajo Moisés (1 Reyes 8:51-53). Lo que se dice en Nehemías 1 se refiere a Moisés y lo de Nehemías 9 a Abraham como fuente de todo y luego a Moisés cuando se trata de los designios de Dios. Es esta la diferencia que el apóstol establece en los versículos 16-20 del capítulo 3 de la epístola a los Gálatas. Bajo la ley, cuando había un mediador, el goce del efecto de la promesa dependía tanto de la fidelidad de Israel como de la fidelidad de Dios; pero entonces se ve que todo estaba perdido desde el comienzo. El cumplimiento de la simple promesa de Dios dependía de Su fidelidad; en ese caso, todo estaba seguro. El pasaje de la epístola a los Gálatas a que hicimos alusión nos enseña además que las promesas hechas a Abraham fueron más bien confirmadas a Cristo, el segundo hombre, y ellas seguramente se cumplirán todas, sí, todas –amén– cuando llegue su día, al que los profetas siempre han tenido presente. Aquí, la diferencia ya señalada entre el gobierno de este mundo y la gracia soberana halla su aplicación. Los profetas no hablan de la gracia que nos coloca en el cielo; en efecto, la profecía se refiere a lo terrenal y, en lo que concierne al Señor Jesús, ella contiene la revelación de lo que Él sería en la tierra en su primera venida; después, continuando el tema, ella nos dice lo que Él será en la tierra cuando vuelva, sin que haga alusión a lo que tendrá lugar entre los dos advenimientos. No obstante, los hechos relativos a la persona del Señor son anunciados en los Salmos, los que nos revelan anticipadamente más de su historia personal: su resurrección (Salmo 16), su ascensión (Salmo 68), su asiento a la diestra de Dios (Salmo 110). En cuanto al Espíritu Santo, nos enseñan que Él le recibirá como hombre y que los dones no son solamente dones de Dios, sino que Cristo los recibirá “en el hombre”, es decir, como hombre en relación con la humanidad. Por otra parte, salvo los deseos de David formulados en el Salmo 72 y en el 145, en los cuales se trata lo que concierne a la persona del Señor, en los Salmos no se refiere nada acerca del estado de cosas que seguirá a su retorno, mientras que ese estado futuro es ampliamente descripto por los profetas en cuanto al cumplimiento de las promesas hechas a los judíos y en cuanto a las consecuencias que de ello se derivarán para las naciones.

Hay que señalar todavía otro punto: cuando los profetas dan, de parte de Dios, alientos a la fe para el tiempo en que hablaban y para afrontar las penosas circunstancias de entonces, el Espíritu de Dios emplea ese hecho para llevar los pensamientos hasta el porvenir, cuando Dios intervenga a favor de su pueblo2 .

Finalmente, cuando el pecado ya estaba allí, cuando ya la ley había sido violada, cuando incluso los profetas –enviados por Dios– en vano habían recordado a Israel su deber y habían reclamado para Dios el fruto de Su viña, el Mesías prometido llega con las pruebas evidentes de su misión, pruebas que la inteligencia humana podía reconocer y que, de hecho, reconoció (Juan 2:23 y 3:2). Dios habla en la persona del Hijo, el gran Profeta prometido (Hebreos 1). Pero, al mismo tiempo, el Padre fue revelado en el Hijo y el hombre no quiso saber de Dios. El Hijo de Dios estaba allí, librando al hombre de todos los males exteriores que el pecado había introducido en el mundo y del poder de Satanás, quien estaba vinculado a ello; pero esta manifestación de la bondad de Dios no tuvo más efecto que hacer resaltar el odio contra Él que hay en el corazón del hombre; los judíos perdieron así todo derecho a las promesas y el hombre rechazó a Dios manifestado aquí abajo en su bondad. La historia del hombre responsable había terminado, pues aquí no hablamos de la gracia, salvo para destacar que la presencia de Dios en gracia ponía a prueba esa responsabilidad. No solamente ya estaba allí el pecado y la violación de la ley, sino que los hombres, pese a que Dios estaba presente con su bondad, no imputándoles sus pecados, no podían soportar su presencia. Toda relación del hombre con Dios era imposible sobre el terreno de lo que el hombre demostraba ser a pesar de los milagros –todos de bondad3 y no solamente de poder– cumplidos por Jesús, según Él mismo lo dijo en Juan 15:22-24: “No tienen excusa por su pecado…; han visto (las obras del Señor) y han aborrecido a mí y a mi Padre” (Juan se sirve siempre de la expresión “Padre” cuando habla de Dios actuando en gracia). Sí, es esta una verdad solemne: la historia del hombre terminó moralmente. Pero terminó –¡Dios sea bendecido!– para que fuese abierta la puerta de la gracia infinita ante Aquel que, en el Hijo, se revela como Dios de gracia (Juan 12:31-33). La cruz de Cristo dice: El hombre no quiere saber nada de Dios, aun cuando Él viene en gracia (véase 2 Corintios 5:17-19), mas dice también: Dios es infinito en gracia, ya que no perdona ni aun a su Hijo para reconciliar al hombre con Sí mismo4 .

Recordemos brevemente, desde el punto de vista histórico, los designios de Dios en cuanto a la responsabilidad del hombre. Es llamativo ver, en la historia de este, que, cada vez que Dios estableció algo bueno, lo primero que hizo el hombre fue arruinarlo. El primer acto del hombre fue un acto de desobediencia; cayó en el pecado y rompió toda relación entre él y Dios; desde entonces tuvo miedo de Aquel que lo había colmado de bienes. Noé, salvado del diluvio que tragó a todo un mundo y casi a su familia, se embriaga y en él la autoridad se deshonra y se pierde. Después de dada la ley, Israel se hace un becerro de oro antes de que Moisés descendiera del monte. Ya el primer día de su servicio, Nadab y Abiú ofrecen fuego extraño y a Aarón se le prohíbe entrar en el lugar santísimo, ni siquiera con sus vestidos de gloria y hermosura, salvo en el gran día de las expiaciones (Levítico 16). Salomón, hijo de David, cae en la idolatría y el reino es dividido. El primer jefe de las naciones, aquel a quien Dios había dado el poder, hace un ídolo y persigue a los que eran fieles a Jehová. La iglesia exterior, o de profesión, no escapó tampoco a la ley común de la desobediencia y de la ruina.

Si consideramos ahora los designios de Dios con respecto al hombre en el lapso de tiempo comprendido entre Adán y Cristo, encontramos primeramente al hombre inocente que goza, sin dificultad alguna, de los bienes terrenales; y para él no existía el mal. La responsabilidad era puesta en evidencia mediante la prohibición de comer del fruto de cierto árbol. Era una simple cuestión de obediencia. Esta prohibición o ley no suponía ningún mal, pues Adán hubiera podido comer del fruto del árbol como de todos los otros; no habría habido ningún mal en hacerlo… si ello no le hubiera sido prohibido.

El hombre sucumbe a la tentación. Pierde a Dios y se esconde de Él antes de ser echado por Él. Después es arrojado judicialmente del jardín en el cual podía gozar de la presencia de Dios, quien, en efecto, fue a buscarlo al fresco del día; él adquiere una conciencia: aprende, a pesar de él –no por una ley impuesta, sino interiormente–, a diferenciar el bien del mal. Sin duda la conciencia puede ser horriblemente endurecida o extraviada; de todos modos está allí, en el hombre, pues, cuando este hace lo malo, su conciencia lo condena.

La ley de Dios es la regla de la conciencia, pero no es la conciencia la que se sirve de esa regla. De ahí en adelante, el hombre es un ser caído, pues desobedeció; renunció a depender de Dios y a someterse a Él, tiene temor de Dios y trata de esconderse de Él (como si eso fuera posible); después es echado del jardín y privado de todas las bendiciones en medio de las cuales disfrutaba de la bondad de Dios y mediante las cuales podía reconocerle y aun gozar de su presencia, pues “Jehová se paseaba en el huerto” (Génesis 3:8). La voluntad propia y la codicia habían entrado en la naturaleza del hombre, la culpabilidad y el temor de Dios habían tomado su posición; pero en seguida es arrojado judicialmente de un lugar que ya no convenía más a su estado y, moralmente, es arrojado de la presencia de Dios. ¡Qué cosa horrible habría sido si Adán hubiera podido comer del árbol de la vida y llenar el mundo de pecadores inmortales, que no temieran a la muerte ni a Dios! Pero Dios no lo permitió.

Mas nosotros debemos notar circunstancias muy interesantes que se refieren al juicio bajo el cual cayó el hombre. Como lo hemos visto, Adán huyó de la presencia de Dios. El juicio pronunciado sobre él –sobre Adán y Eva (Génesis 3:14-19)– es un juicio terrenal y no un juicio del alma. Adán y Eva también son colocados en el infortunio y bajo el yugo del trabajo, los sufrimientos y la muerte. Antes de ser echado, Adán –por la fe, según parece– reconoce la vida allí donde había entrado la muerte (Génesis 3:20); pero hay más aun: tiene la promesa, en cuanto a la mujer, de la simiente que aplastaría la cabeza de la serpiente. El Cristo, simiente de la mujer por la cual el mal entró en el mundo, debía destruir todo el poder del Enemigo; luego, como el pecado había destruido la inocencia del hombre y le había dado, por la vergüenza de su desnudez, la conciencia de que ella estaba perdida, Dios mismo, haciendo intervenir a la muerte, viste a Adán y a su mujer y cubre su desnudez (Génesis 3:21). Antes, el hombre no tenía conciencia del mal; ahora el mal le es conocido, pero el pecado está cubierto por el propio acto de Dios. El hombre había procurado esconderse a sí mismo su pecado, pero cuando oye la voz de Dios ¿de qué le sirven las hojas de higuera? No valen nada para una conciencia despertada en la presencia de Dios: “Escóndeme –dijo– porque estaba desnudo”. Notemos que, antes de echarlo, Dios no le devuelve la inocencia, lo cual era imposible; pero hace algo mejor: a fin de ver su propia obra, viste a Adán y a su mujer –cosa que el estado de ambos requería a sus ojos y que Él cumplió por gracia–, a lo cual se agrega la declaración del futuro aplastamiento de aquel que les había inducido al mal. Sin embargo, el hombre es echado del jardín en el cual gozaba, sin la fe, de todas las bendiciones de Dios. Ahora deberá trabajar la tierra, morir y, hasta que muera, deberá vivir separado del Dios que antes se paseaba al aire fresco del día en el jardín en que el hombre vivía.

En lo sucesivo, el hombre solo podrá conocer a Dios por la fe, si la fe está en su corazón, principio nuevo y de suma importancia. Había perdido a Dios y adquirido una conciencia y debía trabajar penosamente para ganar su vida temporal; debía vivir –si podía hacerlo–, encontrar a Dios –si podía–, pero, de ahí en adelante, está fuera del recinto que Dios visitaba y en el cual la abundancia de sus bendiciones era dispensada sin que mediara ni pena ni labor. El hombre había rehuido la presencia de Dios y Dios había echado al hombre. Adán no estaba más –ni en cuanto al estado de su alma ni judicialmente– en la relación en la cual Dios le había formado a fin de que él estuviera con Dios, sino que estaba en el pecado. Lo repetimos: el hombre había rehuido la presencia de Dios y Dios le había echado de la posición en la cual lo había colocado al crearlo; ahora era extraño a Dios, con una mala conciencia, teniendo solo el suficiente conocimiento de Dios como para tener miedo de Él. Había aprendido, no obstante, que la simiente de la mujer aplastaría la cabeza de la serpiente. La gracia y la obra de Dios le habían provisto de un vestido que, aun dando testimonio de la muerte, cubría perfectamente –y de parte de Dios– la desnudez de la cual tenía conciencia y que era la expresión de su caída y de su estado de pecado. El hombre está fuera, pero… ¿tendrá un lugar en el que pueda estar cerca de Dios para adorarle y para estar moralmente con Aquel a quien había abandonado?

Esta nueva cuestión surge ahora en la historia de Adán: Abel ofrece un sacrificio que nada le cuesta, por decirlo así; pero lo ofrece por la fe, reconociendo que es pecador, que está fuera del jardín, alejado de Dios, y que la muerte ha entrado. Reconoce al mismo tiempo la gracia divina que había cubierto la desnudez de sus padres y se acerca a Dios por un sacrificio de propiciación, el único que podía quitar el pecado y permitir a un pecador aproximarse a Dios en virtud de la muerte de otro. Por una parte el carácter de Dios en amor y en justicia, y por la otra el estado de Abel, eran reconocidos en esa ofrenda: él la ofrece por la fe y Dios la acepta, así como también a la persona de Abel, dándole testimonio de la aceptación de sus dones (Hebreos 11:4). Abel fue agradable a Dios según el valor de su ofrenda, es decir, de Cristo. Dios mismo había cubierto la desnudez de Adán; Abel viene, reconociendo su posición y la necesidad de un sacrificio expiatorio, único medio por el cual podía entrar en la presencia de Dios. Caín, por el contrario, se presenta con el fruto de su dura labor. Como el hombre se hallaba fuera de la presencia de Dios, debía venir a Él y adorarle; todos los que no son abiertamente apóstatas, no solo de Cristo sino también de Dios, lo reconocen.

Caín lo reconoce, pero ¿de qué manera? Cree que puede aproximarse tal cual es. ¿Y por qué no? No piensa en el pecado. El hecho de que Dios hubiera echado al hombre del paraíso no cambiaba nada para él. Se presenta como si nada hubiese sucedido; luego, moralmente ciego e insensible, ofrece el fruto de su trabajo, es verdad, pero también de lo que era la prueba de la maldición que pesaba sobre la tierra. No reconocía ni lo que era él, ni lo que Dios era, ni el pecado, ni la maldición que pesaba sobre su trabajo, fruto del pecado. Una vez que el hombre hubo salido del paraíso, debía aproximarse a Dios, y Dios mismo, en ese tesoro de grandes principios depositados en el Génesis, proclama por todos los siglos cómo puede hacerse eso. Todos esos relatos contienen los fundamentos de nuestras relaciones con Dios y muestran, al mismo tiempo, el estado del hombre.

El pecado se completa. Hemos visto en Adán el pecado contra Dios; el pecado del hombre contra su hermano viene a continuación. Caín se irrita por el rechazo de Dios y el homicidio entra en el mundo: Caín mata a su hermano. Dios lo interpela. No le dice, como a Adán: “¿Dónde estás?” (pues Adán debió de sentirse lleno de dicha junto a Dios, y esas palabras: “¿Dónde estás?” implicaban toda su posición) sino que le dice: “¿Qué has hecho?”. Pero tenemos antes la conversación de Dios con Caín acerca del estado de sus relaciones con Él: “Si bien hicieres ¿no serás ensalzado?” y “a ti será su deseo5 y tú te enseñorearás de él”; si haces mal, el pecado –o un sacrificio por el pecado, ya que la palabra hebrea tiene esos dos significados– está “cerca” (textualmente: “está a la puerta”), es decir, hay un remedio. Estos son los principios generales de nuestras relaciones con Dios. Si hacemos lo bueno, somos agradables a Dios y, si hacemos lo malo, la gracia de Dios ha puesto a la puerta un sacrificio por el pecado.

Nótese aquí que el sacrificio de Abel no es un sacrificio por el pecado; ni Caín ni Abel llegan a Dios con la conciencia cargada por una transgresión conocida. Es el estado de cada uno de ellos lo que cuenta, el estado del hombre delante de Dios; uno, es el hombre que, reconociendo que es desechado por Dios, se acerca a Él según la gracia; el otro, es el hombre natural, insensible al pecado. La respuesta de Dios a Caín habla de transgresión positiva y ello confirma la idea de que, en ese pasaje, se trata de un sacrificio por el pecado y no del pecado mismo. Pero, como ya lo hemos dicho, Caín se hace culpable de pecado contra su hermano, lo cual era imposible para Adán: aquel completa así el pecado en su segundo carácter. Dios pronuncia juicio contra Caín, quien, maldecido en su trabajo, fugitivo y vagabundo, se deja llevar por la desesperación. Luego, abandonando por completo la presencia de Dios, quien le hablaba, va a establecerse en el país en el cual Dios había hecho de él un vagabundo (Nod) y el mundo comienza. Caín edifica una ciudad a la que da el nombre de su hijo; sus hijos se enriquecen, inventan el arte de labrar los metales e introducen el encanto de las artes: se procura así recobrar la mayor felicidad posible sin Dios. Además de la verdad general, podemos ver en Caín una figura de los judíos que mataron al Señor, quienes llevan la señal sobre su frente. Lamec se deja llevar por su propia voluntad y toma dos mujeres, pero creemos que él es una figura de Israel en los últimos días. Set es el hombre según el determinado propósito de Dios, figura de Cristo. Las dos familias de hombres se establecen en la tierra, pero el odio del uno contra el otro aparece bien pronto en Caín y Abel (comp. 1 Juan 3:11-12). Tenemos luego el testimonio de Dios en Enoc, que anuncia la venida de Cristo en juicio, y en Noé que pasa por el juicio terrenal y renace, por decirlo así, teniendo en vista un mundo nuevo.

Nos hemos extendido en esta parte de la historia porque ella presenta el estado del hombre caído y los principios según los cuales él entra en relación con Dios, sin instituciones religiosas, pero no sin testimonio de parte de Dios. También está representada en Enoc la figura de la vida eterna, como lo estaba en Abel el sacrificio por el cual el hombre caído puede aproximarse a Dios, y, en Adán y Eva, bajo el juicio en que se encuentra el hombre, la gracia soberana que los vistió antes de arrojarlos del Edén. Finalmente, en Noé es anunciado el fin del siglo, como así también el paso a través del juicio. Todo esto se recuerda, en cuanto al fondo de los principios, en gracia, en el capítulo 11 (v. 1-7) de la epístola a los Hebreos. Pero el hombre caído iba siempre empeorando; solo permanece fiel Noé, a quien Dios salva al destruir al mundo. Es importante hacer notar que, en los hechos relatados hasta aquí y que contienen los principios más profundos y eternos por su naturaleza y su efecto, la historia de esta época del juicio sobre Adán y sobre el mundo es una historia de aquí abajo, y que los juicios son gubernamentales y se refieren a las cosas de la tierra.

Un nuevo mundo comienza con Noé: empieza con un sacrificio. Aquí los “holocaustos” son nombrados expresamente: eran agradables a Dios. Dios declara que no maldecirá más a la tierra y no herirá más al conjunto de los seres vivientes, sino que las estaciones se sucederán, según el orden por Él establecido, tanto tiempo como dure la tierra. Pero el hombre no es más, como en el paraíso, la autoridad que se ejerce en paz, dando soberanamente sus nombres a los animales, pues en lo sucesivo el temor del hombre debe dominar sobre todas esas criaturas. El hombre podrá comerlas, pero jamás deberá tomar su sangre, signo de la vida. Además, fue establecida la autoridad del magistrado para restringir la violencia que se había desencadenado. Aquel que atentara contra la vida del hombre se exponía a perder su vida: Dios exigirá sangre por la sangre derramada, y el hombre quedará revestido de la autoridad necesaria para hacer valer esa ley. Luego da Dios el arco iris como signo de su alianza con la creación entera: es el testimonio de que no apelará más al diluvio. Vivimos en la tierra bajo ese régimen.

Lamentablemente, Noé, gozando de la bendición acordada, falta a su posición, se embriaga y se deshonra. El mundo se divide en tres partes: una en relación con Dios; otra, maldita, mencionada en relación con la historia de Israel; una tercera, la masa de los gentiles. Los hombres procuran elevarse de la tierra y centralizar el poder de su raza, cuya unidad subsiste todavía; pero Dios confunde sus designios mediante la diversificación de sus lenguas. Después de esto el poder imperial se establece en la tierra con Nimrod. Babel y la tierra de Sinar comienzan a evidenciarse. Es este nuestro mundo.

Otro elemento importante se perfila en la historia: la idolatría se introduce. Satanás, como tentador, no solo vuelve malo al hombre sino que se constituye en su dios, a fin de ayudarle a satisfacer sus pasiones. Como el hombre había perdido a Dios –con el cual otrora había tenido relación, renovada más tarde en la persona de Noé– se hace un dios de cada fuerza de la Naturaleza, la cual llega a ser un juguete para su imaginación y un medio de satisfacer sus codicias. Como había perdido a Dios, el hombre no tenía más que la idolatría. Aun la parte de la raza humana que había estado en relación con Jehová (Génesis 9:26) es especialmente señalada como caída en la idolatría (Josué 24:2). ¡Terrible caída! Aunque el hombre no pudo desembarazarse de la conciencia de que existía un Dios, un Ser superior a él, y pese a que le temía, se creó una multitud de dioses inferiores, por medio de los cuales procuró desterrar este temor y obtener una respuesta a sus deseos, ocultando lo que, en el fondo, era y sería siempre para él: un “Dios no conocido”. Las estrellas, los antepasados hijos de Noé, los miembros de la raza humana más antiguos y menos conocidos aun, las fuerzas de la Naturaleza, todo lo que no era el hombre –pero que actuaba y operaba sin él–, la Naturaleza que se reproducía después de su muerte, la generación de los seres vivos, todo se divinizaba a sus ojos. El hombre no poseía al verdadero Dios; precisaba un Dios y, dependiente y miserable, se hacía dioses según sus pasiones y su imaginación, y Satanás se aprovechaba de ello. ¡Pobre humanidad sin Dios! Entonces Dios interviene como Soberano. Notemos, de paso, que Él disminuye a la mitad la duración de la vida del hombre después del diluvio y la reduce otra vez en los tiempos de Peleg, época en la cual la tierra fue repartida, asignando Dios a cada pueblo su lugar (Deuteronomio 32:8).

Como acabamos de decirlo, la influencia universal de la idolatría provoca una intervención de Dios, la que imprime su carácter a Sus más importantes designios: llama a Abraham y lo hace salir de ese medio corrompido a fin de que produzca la cepa de un pueblo que Le pertenezca. En Abraham, el padre de los fieles, se evidencian tres o cuatro grandes principios: la voluntad soberana de Dios o, dicho de otro modo, la elección; después, el llamado de Dios; luego, las promesas y, por último, el culto constante rendido por el hombre que se ha vuelto extranjero en la tierra. Estos dos hechos (la posesión de las promesas y la no posesión de las cosas prometidas) atraían los afectos y la esperanza a un ámbito apartado de este mundo, sin duda de una manera vaga todavía, pero más tarde se agregaron las revelaciones. Estos principios han caracterizado desde entonces al pueblo de Dios.

Veamos, pues, el resumen de esos nuevos designios de Dios: como el mundo se entregó a la idolatría, Dios llama a un hombre para que Le pertenezca, apartado del mundo, y hace de este hombre el depositario de las promesas. Habían existido fieles antes de Abraham, pero no fueron cepa de una raza como lo fue Adán, jefe de la raza caída. En cambio, Abraham es jefe de raza, puesto que nosotros mismos, siendo de Cristo, somos simiente de Abraham.

Nada hay más instructivo que la vida de Abraham, pero aquí no podemos indicar sino lo que caracteriza a los designios de Dios. Abraham declara que es peregrino y extranjero; llegado a la tierra que Dios le daba (mas en la cual no tiene dónde posar el pie) levanta un altar a Dios. No tiene más que su tienda y su altar; levanta su tienda y edifica su altar allí donde mora. Pero incurre en falta cuando, sin consultar a Dios, desciende a Egipto. Dios lo guarda, pero Abraham no tiene más altar desde su partida del país de Canaán hasta que vuelve a él. Recibe las promesas: tendrá una numerosa posteridad (Israel), a la que le será dada la tierra de Canaán por posesión perpetua. Después, todas las naciones de la tierra serán bendecidas en él. Luego que el hijo –sobre quien fueron hechas las promesas– hubo sido ofrecido a Dios y recobrado en figura como resucitado de entre los muertos, la promesa de la bendición de las naciones es confirmada a la simiente, es decir, a Cristo (véase Gálatas 3:16). Esas promesas no tienen condición, pues se trata del determinado propósito de Dios. Israel será beneficiario de ellas en los últimos días; los cristianos –sin hablar de las revelaciones y de los hechos cumplidos, que son de una importancia infinita– gozan de ellas ahora. Sara quiere tener “la simiente”, según la carne, antes del tiempo fijado. Pero todo debía ocurrir sobre el principio de la promesa: es la gracia, la fe, la esperanza, pues todavía nada estaba cumplido; y esto se encuentra todavía vigente, en cuanto a la gloria, salvo lo que respecta a la persona de Cristo. Entre tanto, Dios era el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, coherederos de la misma promesa. En Isaac tenemos la figura de las relaciones de Cristo con la Iglesia; Jacob nos hace entrar en la esfera del pueblo terrenal.

Jacob se va a Egipto. Sus descendientes, los israelitas, caen bajo el yugo de la esclavitud, sirviendo duramente a los egipcios como nosotros lo hacemos al pecado en la carne. Este hecho introduce un nuevo principio, de inmensa trascendencia: el de la redención, acompañado de otra verdad: la existencia de un pueblo de Dios en la tierra, de un pueblo en medio del cual mora Dios (Éxodo 3:7-8; 6:1-8; 29:45-46). La gracia soberana piensa en la miseria del pueblo y oye el grito de los hijos de Israel. Pero Israel estaba en el pecado tanto como los egipcios. ¿Cómo podría Dios librarle? Él encontró un rescate: la sangre del cordero pascual, figura de Cristo, fue extendida, por la fe, sobre el dintel y los dos postes de la puerta de cada casa de los israelitas, y Dios, que hiere en juicio, “pasa por alto” al pueblo que está al abrigo de la sangre. Israel come el cordero que había sido sacrificado y que le había salvado del juicio; lo come con hierbas amargas y pan sin levadura, con la amargura de la humillación y la verdad en el corazón, los lomos ceñidos, el báculo en la mano, las sandalias en los pies; después abandona de prisa a Egipto. Luego sigue la liberación cuando el pueblo llega al mar Rojo:

Estad firmes (dice Moisés) y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros
(Éxodo 14:13).

El poder de Egipto cae bajo el juicio que Dios ejecuta sobre él; desde entonces Israel está fuera de Egipto, libertado y conducido a Dios. La redención es completa: el pueblo no verá más a los egipcios; nunca jamás (Éxodo 14 y 15).

Hay también ahora una vida que Dios cuida. Israel debe beber las aguas amargas de la muerte (Mara) que Cristo sufrió en la realidad por nosotros; debe alimentarse del maná (Cristo) y beber del agua de la roca, que es el Espíritu de Dios; después es sostenido desde lo alto en el combate. En estos relatos todo es gracia; Dios actúa en gracia y se glorifica en medio de las faltas del hombre; además, el hombre está con Dios, pues la redención nos lleva a Él (Éxodo 19:4); pero el viaje bajo la gracia para llegar a Él es agregado a sus grandes principios. El establecimiento del sábado –pues el pueblo rescatado tenía parte en el reposo de Dios– acompaña al maná (Cristo) lo mismo que el combate viene tras el agua de la roca.

En Éxodo 15 algunos versículos reclaman nuestra atención. Allí encontramos:

Condujiste en tu misericordia a este pueblo que redimiste; lo llevaste con tu poder a tu santa morada (v. 13);

pero, por otra parte, leemos en el versículo 17: “Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado…”, es decir, que los hijos de Israel no solamente eran llevados a Dios, ya que su redención era absoluta y completa, sino que también debían ser introducidos en la heredad prometida. El lector notará que ni en Éxodo 3, ni en el capítulo 6, ni en el pasaje que citamos (Éxodo 15:1-21), se trata del desierto. Ya que la obra de la redención es perfecta, el desierto no es necesario. El ladrón salvado era apto para entrar con Cristo en el paraíso, como lo somos también nosotros (Colosenses 1:12). El desierto no forma parte de los consejos de Dios, los que –en lo que a nosotros concierne– se refieren a la redención y a la herencia; él forma parte de los recursos de Dios (véase Deuteronomio 8:2-3, etc.). Dios nos prueba para que nos conozcamos a nosotros mismos y le conozcamos a Él. Todos los profesantes son puestos a prueba sobre la base de una redención cumplida; si no tienen la vida caen en el camino, en tanto que los verdaderos creyentes perseveran hasta el fin. Además, el estado del pueblo es puesto a prueba y este es castigado (Deuteronomio 8:5, 15-16). En esta posición se está, en principio, bajo la ley; se trata de lo que somos delante de Dios con respecto a su gobierno, pero somos conducidos bajo la vara del sacerdocio. (La muerte de Aarón termina esta parte de la figura; después, la “ternera roja” es dada como provisión especial para las manchas que se contraen en el desierto). Las cosas son distintas cuando se trata de la justificación: entonces, al final del desierto, de nuestra vida de prueba aquí abajo, está dicho: “Por este tiempo (el final del desierto) será dicho de Jacob y de Israel: ¿Qué es lo que DIOS ha hecho?”. A todo lo largo del camino la pregunta es esta: ¿Qué es lo que Israel hizo?

De la misma manera que el mar Rojo es, en figura, la muerte de Cristo para nosotros, el Jordán es nuestra muerte con Él. Después del Jordán vienen nuestros combates en Canaán, como ejército de Dios, contra las maldades espirituales en los lugares celestiales. Pero antes encontramos a Gilgal, que significa nuestra muerte con Cristo aplicada al estado del alma, en los detalles prácticos. El campamento estaba siempre en Gilgal; es allí donde está el recuerdo de nuestra identificación, por la fe, con la muerte de Cristo, identificación representada por el Jordán. Después de esto, el maná, figura de Cristo descendido aquí abajo y alimento en el desierto, es reemplazado por el antiguo trigo del país, figura de un Cristo celestial. Finalmente se presenta al Jefe del ejército de Jehová.

El éxito durante la guerra y la bendición en el desierto dependían del estado de aquellos que estaban en relación con Dios. Él bendecía, pero, al mismo tiempo, gobernaba en medio de su pueblo. Para nosotros, las dos cosas –el desierto y la guerra (guerra en la que Israel es alistado como ejército de Jehová)– no tienen lugar al mismo tiempo, pero sí en el mismo decurso de la vida humana. Solo la salvación, la redención, está en el mar Rojo; la experiencia de la liberación se encuentra en el Jordán. La vara hirió el mar, y no hubo más mar. Solo volvió para salvaguardar al pueblo una vez que todos hubieron alcanzado el otro lado. El arca permanece en el Jordán hasta que todos hayan pasado. Es necesario hacer notar que las condiciones, los “si” no se relacionan con la salvación sino con el viaje por el desierto. Para los que tienen la fe y la vida se encuentra, con los “si”, la promesa de ser guardados hasta el fin, de modo que para la fe no hay incertidumbre; pero en el desierto se trata de relaciones experimentales con un Dios vivo y no de una obra cumplida.

En cuanto a Israel, históricamente, vemos que él había aceptado en Sinaí las promesas bajo la condición de que obedeciera. Es la primera alianza, establecida a través de un mediador, lo que supone dos partes. Ahora bien, el goce de los resultados de la promesa, dependiente de la fidelidad del hombre tanto como de la de Dios, no estaba garantizado más allá de la seguridad que podía ofrecer la más débil de las dos partes contratantes; por eso, aun antes de que Moisés descendiera del monte, el pueblo se había hecho un becerro de oro. Como ocurrió con el antiguo pacto, el nuevo será establecido con Israel y Judá cuando el Señor vuelva, perdonando sus pecados para no acordarse más de ellos, y cuando Él cumpla su obra escribiendo su ley en los corazones y no sobre tablas de piedra. Pero el hecho de que el pueblo, en Sinaí, consintiera en recibir las bendiciones bajo la condición de obediencia previa, es muy importante, pues cambiaba el carácter del pecado y lo agravaba, haciendo no solo que las cosas fueran malas en sí mismas, sino también que de ellas derivase la transgresión de la ley que ligaba formalmente la autoridad de Dios con las obligaciones resultantes de las relaciones en las que el hombre se encuentra, obligaciones que la ley prohibía violar. Las relaciones y las obligaciones existían ya, pero la ley hacía de la violación de estas últimas una transgresión positiva de la voluntad expresa de Dios. Bajo la ley estaba en juego no solamente la justicia humana, sino también la autoridad de Dios. El último mandamiento (“no codiciarás”) no atañía a actos de pecado, ni propiamente al pecado en la carne, sino a sus primeros signos y hacía que el alma nacida de Dios descubriese la raíz del pecado en la carne. Suponiendo que toda la ley hubiese sido cumplida, eso no habría sido más que justicia humana.

Otra gran verdad, ya indicada, se veía realizada: Dios habitaba aquí abajo en medio de su pueblo; allí, en medio de Israel, Él había establecido su trono. Dos cosas se relacionaban con esto: el gobierno directo de Dios, quien por la fe era conocido como el Dios de toda la tierra, y la existencia de un lugar reconocido para acercarse a Dios. Sin embargo, Él no se revelaba, sino que se mantenía oculto tras el velo. Pero ahí se ofrecían los sacrificios; ahí se realizaban y se centralizaban todas las relaciones religiosas del pueblo con Dios, por lo menos aquellas que tenían relación con el culto. Allí se purificaba cada año la habitación de Dios; allí se borraban los pecados de Israel por los sacrificios, figuras del de Cristo. Al mismo tiempo, el tabernáculo era la expresión de las cosas celestiales: solo que el velo que cerraba la entrada del lugar santísimo no había sido roto todavía. El hombre no entraba allí, salvo el sumo sacerdote una vez al año. Tal era el estado del pueblo. Él había aceptado la ley como condición, en lo sucesivo, para el cumplimiento de las promesas. Dios estaba presente en medio del pueblo, mas inaccesible detrás del velo, y el gobierno de Dios se ejercía en medio del pueblo y a su favor. Pero el tabernáculo y todas sus ordenanzas no eran más que la sombra y no la “imagen misma” de las cosas; por eso la epístola a los Hebreos procede más por vía de contraste que de similitud. Señalemos de paso la gracia y la condescendencia de Dios en sus designios para con su pueblo. ¿Estaba este en la esclavitud? Dios se presenta como su redentor. ¿Debe su pueblo errar como peregrino en el desierto? Dios quiere también morar con él en una tienda. ¿Debe librar combate en Canaán? Allí está Dios con la espada desnuda, como jefe del ejército de Jehová. ¿El pueblo se establece en paz en su tierra? Dios se hace construir una habitación semejante al palacio de los reyes.

Hemos pasado revista a lo que se refiere al trayecto del pueblo en el desierto; ahora vamos a meditar sobre algunos pensamientos del Deuteronomio, el cual es un libro aparte. Pero antes consideremos algunas breves notas sobre el contenido del Pentateuco.

  • 1No lo hizo más que a medias; pero aquí hablamos de los designios de Dios.
  • 2Ello se refiere a lo dicho en 2 Pedro 1:20-21. Las circunstancias del momento no explican el alcance de las profecías bíblicas; lo dicho es parte del gran sistema de los designios de Dios.
  • 3Salvo una excepción: la maldición de la higuera, la cual es la expresión del estado de cosas al final del ministerio del Señor.
  • 4El rechazo de Cristo –venido como Mesías prometido, y siendo al mismo tiempo Dios manifestado en carne, fin de los designios de Dios para con su pueblo– coincidía con la manifestación del odio del hombre hacia Dios. La pérdida de todo derecho a las promesas por parte de Israel y la condenación del hombre en su estado natural sobre el principio de la responsabilidad, tenían lugar simultáneamente.
  • 5Comparar estas palabras con el juicio pronunciado sobre la mujer (Génesis 3:16).

El Pentateuco

El Génesis da las bases y todos los grandes principios de las relaciones del hombre con Dios: la creación, Satanás, la caída, el sacrificio, la separación entre los santos y el mundo, el juicio del mundo, el gobierno que pone freno al mal, el llamado de Dios cuando es introducida la idolatría, las promesas, la simiente de Dios, los fieles –peregrinos y extranjeros en la tierra, pero rindiendo a Dios un culto regular–; por lo demás, ninguna otra institución religiosa; la resurrección, en Isaac; los judíos, pueblo terrenal, en Jacob.

En el Éxodo tenemos la redención, la ley, el tabernáculo, un pueblo de Dios, la presencia de Dios sobre su trono en la tierra, el antiguo pacto, el sacerdocio.

En el Levítico tenemos el detalle de los sacrificios, las prescripciones relativas a la pureza del ceremonial y en particular la que trata de la lepra, el gran día de las expiaciones, las fiestas, el año sabático y el del jubileo –en el cual cada uno volvía a su heredad– y, por último, las amenazas proféticas en caso de que el pueblo desobedeciera.

En los Números, el censo del pueblo, la separación de los levitas, la ley sobre el celo, el nazareato, la historia de la travesía del desierto con la nube por guía y bajo el sacerdocio, y, uniéndose a la historia de la conducta de los hijos de Israel durante esa travesía, la ternera roja. El pueblo, salvo dos hombres y los niños, perece en el desierto; la apreciación final de Dios en cuanto a Israel es pronunciada, según su gracia soberana, por Balaam. Se encuentran también en el libro de los Números los detalles de los sacrificios para los días de fiesta y particularmente para la de los tabernáculos, la ley relativa a los votos, la toma de posesión de la tierra situada al este del Jordán, la serpiente de bronce, la herencia de los levitas y las ciudades de refugio.

En todos estos libros, no solamente los ritos y las ceremonias son figuras, sino que también la propia historia es figurativa y representa cosas espirituales:

Estas cosas –dice Pablo– les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos
1 Corintios 10:1-13).

Aparte de Levítico 8 y 9, no tenemos ninguna prueba de que haya sido ofrecido sacrificio alguno en el desierto, salvo a Moloc y a Renfán.

El libro del Deuteronomio ocupa un lugar aparte. Esa escritura, suponiendo que el pueblo está en el país de Canaán, le recuerda su desobediencia e insiste sobre la obediencia debida a Jehová. Tiene por fin mantenerlo unido a su Dios. En el país debía ser designado un lugar en el cual fuera colocada el arca y establecido el culto, donde se celebraran todas las fiestas, donde fueran depositadas todas las ofrendas y los diezmos, salvo lo que se diera al levita, el tercer año, en el lugar donde él habitara. Esto se encuentra, históricamente, en los libros Apócrifos.

En este libro casi no son mencionados los sacerdotes, pues el pueblo está directamente en relación con Jehová. La bendición es prometida a la obediencia y el juicio a la desobediencia. El libro termina con un cántico profético que anuncia la apostasía del pueblo y el juicio de Dios, juicio que caerá también sobre las naciones que hayan oprimido a Israel. En Éxodo y Levítico se trata de acercarse a Dios; en Deuteronomio, del goce de las bendiciones de Jehová, las que muestran un espíritu de gracia hacia aquellos que están necesitados, como si estuvieran directamente bajo la mano de Jehová y observaran con fidelidad la ley que Él había dado. Se repiten muchas ordenanzas relacionadas con las fiestas y las ciudades de refugio, pero lo que distingue al libro es un pueblo sin rey, sin profeta (los sacerdotes, aunque nombrados, casi ni aparecen), puesto en posesión de la tierra para servir a Jehová, quien se la había dado. Pero Dios suscita –cuando hace falta, en la época a que este libro se refiere– hombres extraordinarios para levantar al pueblo sumido en la decadencia a causa de sus pecados; no obstante, como ya dicho, se trata esencialmente de Jehová y el pueblo.

Los libros histórico

El libro de Josué narra la toma de posesión del país de Canaán. En ella se pone de manifiesto la responsabilidad del pueblo, pero, en suma, Dios está con él: ningún enemigo pudo afrontar la guerra con Israel. Dios estuvo con Josué todos los días de su vida, y esto continuó durante los días de los ancianos que habían sido testigos oculares de las obras maravillosas de Jehová. Pero inmediatamente después –como se ve en el libro de los Jueces– el pueblo cae en la idolatría. Este, a causa de no haber exterminado a las naciones sobre las cuales Dios ejecutaba juicio valiéndose de esa intervención, sigue los caminos inicuos e idólatras de ellas, cae entonces bajo el juicio de Dios y es entregado en manos de tiranos y perseguidores. De tanto en tanto, Dios suscita un juez para libertar a Israel, y este recibe bendiciones durante la vida de aquel, pero, apenas muerto el mismo, el pueblo vuelve a caer en igual desobediencia y es nuevamente entregado a sus enemigos.

Finalmente, en el tiempo de Samuel, Elí –juez y sacerdote– muere; su familia es suprimida, el arca es capturada y llegan a su fin las relaciones de Israel con Dios sobre la base de su propia responsabilidad. Sin embargo, Dios prosigue sus designios y la captura del arca le da ocasión de ponerlos en evidencia. Cristo es el centro de ellos: Él es profeta, sacerdote y rey. El sumo sacerdote servía de punto de contacto entre el pueblo responsable y Dios; el arca era el lugar donde ese contacto podía ser mantenido. Pero el arca es hecha cautiva. ¡Por esa razón no podía haber más días de expiación, ni trono de Dios en medio del pueblo, ni aspersión de sangre según el orden de la casa de Dios! Aquel que se sentaba entre los querubines ¿dónde estaba? Sin duda, Él castigó a los falsos dioses mediante su gran poder, pero no en Israel sino entre los filisteos. Todo había terminado para Israel sobre la base de su responsabilidad, pero la soberanía de Dios y su bondad soberana no pueden ser puestas de lado ni limitadas. Él interviene mediante un profeta: suscita a Samuel, como otrora había hecho subir a su pueblo de Egipto antes de que el arca existiera. El profeta que envía Dios, en su soberanía, viene a ser la unión entre el pueblo y Dios. Dios mismo era el rey de Israel; pero el pueblo, queriendo imitar a las naciones y caminar por la vista –no por la fe– establece por rey a un hombre: Saúl. En general, Saúl tiene éxito; pero, abandonado por Dios a causa de su desobediencia (que era la de Israel), cae por obra de los enemigos para cuya destrucción había sido suscitado. Pero Dios, teniendo en vista a Cristo, quería un rey, y David fue ese rey. El sacerdote, el profeta y el rey revelan en él el pensamiento de Dios con respecto a su Ungido. Pero el hijo de David, Salomón, pese a ser bendecido, cuando incurrió en falta –como siempre le ha pasado al hombre– el reino fue dividido.

Hay algunas cosas que destacar con respecto a la realeza en sí misma. La realeza, hablando con propiedad, es el poder eficaz en ejercicio. En el reinado de Dios, es el poder de Dios. El rey que reina de parte de Dios en Israel es el instrumento de la intervención de Dios, con poder, en medio de su pueblo. Hemos visto la marcha del hombre responsable bajo el sacerdocio y, junto a él, al profeta que obra de parte de Dios por la palabra: eso es ya la gracia. Pero ahora el poder se une a la gracia para cumplir los propósitos de Dios. Dios sabía perfectamente cómo librarse y vengarse de los falsos dioses sin necesidad del hombre; pero Él quería reinar mediante el hombre: es el tercer carácter de Cristo. Como Príncipe de paz, Salomón es figura del Señor; sin embargo, es en David, sufriendo y libertando a su pueblo, en quien se muestra de una manera característica el ejercicio de Su poder. Ese será el medio del restablecimiento de Israel en los últimos días (en el Salmo 72 tenemos al rey y al hijo del rey).

David trae el arca desde Quiriat-Jearim, pero no la coloca más en el tabernáculo al cual estaba vinculada la forma exterior del culto, sino sobre el monte de Sion, elegido por Dios para asiento de la realeza (Salmo 132; 2 Samuel 6; 1 Crónicas 16). Entonces, por primera vez (pues ahora se veía la gracia, y la gracia ejercida con poder) David instituye el cántico: “Porque para siempre es su misericordia”. Este cántico fue cantado nuevamente en la época de Nehemías (la ocasión era propicia para hacerlo) y se oye, con relación a los últimos días, en los Salmos 106, 107, 118 y 136. Aunque el reinado fue puesto históricamente sobre la base de la responsabilidad, el grande e infalible principio de la gracia obrando con poder estaba así establecido y asegurada la bondad de Dios hacia Israel en la persona de Cristo:

Porque para siempre es su misericordia.

David había recibido la promesa de una simiente y de una casa que no faltarían jamás (2 Samuel 7:12-16; 1 Crónicas 17:11-14). El Cristo, verdadero hijo de David, tiene una posición claramente definida y establecida de parte de Dios, aunque, en ese momento, la casa de David haya sido colocada bajo la responsabilidad y muy pronto haya incurrido en falta (2 Samuel 23:5; compárese con Hebreos 12:18-22). El templo edificado sobre el monte Moriah, a pesar de ser habitación de Dios, no tenía una promesa de duración perpetua.

En resumen, el libro de Josué, comenzando en Gilgal por la muerte –de la que el Jordán y la circuncisión son figuras– nos presenta el poder espiritual de Cristo, jefe y conductor de su pueblo. Los Jueces nos muestran la caída del pueblo y la intervención de Dios en gracia; luego viene Samuel –el último juez– y después la realeza.

Israel (a saber, las diez tribus) pronto abandonó a Jehová, prevaliéndose de su nombre; Judá, en cambio, declinó menos rápidamente. Es la historia que nos cuentan los libros de los Reyes y de las Crónicas, este último escrito –o por lo menos terminado– después del regreso de Babilonia. El libro de los Reyes comprende sobre todo la historia de Israel después de la división del reino. Vemos la intervención de Jehová por medio de Elías y Eliseo. No obstante, la historia de Judá continúa hasta la cautividad. El libro de las Crónicas es esencialmente la historia de la familia de David. El David de las Crónicas difiere mucho del de los libros de Samuel. Estos últimos presentan a David en su carácter histórico, un David puesto a prueba y responsable. El mismo principio se encuentra en los libros de los Reyes, los que contienen la historia del pueblo y la conducta de sus reyes bajo el punto de vista de su responsabilidad. Al contrario, el primer libro de las Crónicas nos muestra al David de la gracia y la bendición, según los consejos de Dios. Se comprende, así, por qué ese libro silencia la historia de Urías y de Betsabé y la de los últimos días de Salomón. El mal no se menciona más que lo necesario para comprender la historia.

Al establecer Israel el culto de los becerros de oro, rompió con el templo y, de hecho, con Jehová. Sin duda, la responsabilidad está ligada a la función del rey, pero Israel mismo no salió nunca de su falsa posición. Sea por Israel, sea por Judá, esta época está caracterizada por el ministerio de los profetas enviados por Dios. Dios piensa en los fieles que hay en Israel aun cuando el profeta no encuentre ninguno. ¡Conmovedor testimonio de su gracia! Pese a lo grande que era el profeta que no pasó por la muerte, Dios conocía la existencia de siete mil hombres, cuando Elías no veía a nadie más que a sí mismo, al decir: “Yo solo he quedado”. Se observará que los profetas de Israel y los que daban testimonio en Judá tenían caracteres muy distintos. Una gran parte del libro de los Reyes cuenta la historia de Elías y la de Eliseo. Su testimonio se refería a los derechos de Jehová en medio de un pueblo apóstata y servía para mantener, en el corazón de los fieles ocultos en medio de ese pueblo, la fe en Aquel a quien Israel había abandonado. Ellos no daban testimonio en cuanto al Mesías que había de venir1  ni en cuanto a los designios de Dios en general; pero hacían milagros, lo que no se ve en el caso de los profetas de Judá (salvo la señal dada a Ezequías) porque, en el reino de Judá, la profesión del culto de Jehová subsistía aún. Elías y Eliseo mantenían, a través de sus personas, el testimonio de Jehová ante un pueblo apóstata y, lo mismo que Moisés cuando estableció ese testimonio, hacían milagros para mantenerlo personalmente. Los profetas de Judá insistían sobre la fidelidad que debía a Jehová un pueblo que hacía profesión de servir al verdadero Dios y de poseer su templo. Ellos alentaban la fe personal, no por medio de milagros que declararan el poder de Jehová, sino por la promesa dada al pueblo según el amor de Dios y según su fidelidad, la que no puede ser desmentida.

Israel, conducido cautivo por los asirios, quedó perdido entre las naciones; pero no lo estará por siempre, ya que, cuando venga, el Mesías lo reencontrará. Durante esa espera, los designios de Dios prosiguen públicamente en la historia de Judá. El ministerio de los profetas continuó hasta que no hubo más remedio –como dice Jeremías–, es decir, hasta la cautividad de Babilonia y aun más allá. Pero la cautividad de Babilonia tenía, en cuanto a la tierra, un alcance inmenso: el trono de Dios dejaba de estar en la tierra. El tiempo de las naciones –del poder de las “bestias” de que habla Daniel– había comenzado y continuará hasta la destrucción de la última bestia por el poder del Señor Jesús, desplegado en su venida. Pero Cristo debió ser presentado a los judíos como rey: es la historia del Evangelio con respecto a ellos. Habiéndolo rechazado, son, desde entonces, «vagabundos» en la tierra, pero llevan sobre ellos la señal de Dios a fin de que sean conservados (sin estar, como Israel, perdidos entre las naciones), para los días de bendición que les aguardan. Entonces se arrepentirán –por lo menos un remanente de ellos– y verán a Aquel a quien traspasaron. Las expresiones

el Dios de los cielos y el Dios de toda la tierra

no se confunden jamás en la profecía.

La historia de Israel bajo el antiguo pacto, cuando la bendición dependía de la obediencia del hombre, terminó; pero quedaba aún en pie la promesa del Mesías y del nuevo pacto. Dios, en su bondad, pone en el corazón de Ciro, quien no se había entregado a la grosera idolatría de Babilonia y que detestaba a los ídolos, la decisión de hacer volver por lo menos un remanente de Israel en el país prometido y aun de ayudarle a restablecer el templo del verdadero Dios y de su culto. Precisamente en medio de ese remanente vino a su debido tiempo el Mesías prometido, pero para concretar los designios mucho más gloriosos todavía que el restablecimiento de Israel, aunque sometiendo aun al hombre a una última prueba. Venido en humillación para estar muy cerca del hombre, demostrando por sus palabras y por sus obras quién era Él y cómo estaba por encima de todo, pero venido como portador de gracia y de bondad para el hombre, accesible a todos, aboliendo todos los efectos del pecado, Él encontró el pecado, manifestado según su verdadero carácter en el hombre, cuando este rechazó a Dios en la persona del Salvador.

En resumen: al ser probado por el enemigo cuando se halla en la inocencia, el hombre cae; es puesto a prueba sin ley y reina el pecado; bajo la ley, la transgrede; luego, siendo el hombre ya pecador y transgresor, viene Dios con su bondad, no imputándole sus pecados, pero él no quiso recibir a Dios. Desde entonces la historia del hombre responsable terminó. Israel, al mismo tiempo, perdió todo derecho al cumplimiento de las promesas –dadas, por otra parte, sin condición– pues él rechazó a Aquel en quien tenía lugar su cumplimiento.

  • 1Sin embargo, el ojo espiritual puede discernir en esa historia un testimonio oculto. Elías en Horeb vuelve a colocar, por así decirlo, entre las manos de Jehová la ley violada; después torna a trazar cada paso de Israel: Gilgal, donde este fue puesto aparte por Dios; Bet-el, el lugar de la promesa hecha a Jacob en cuanto a la tierra, luego Jericó, lugar de maldición; por último el Jordán o la muerte, pues allí Elías sube al cielo. Desde allí Eliseo vuelve a pasar por la muerte y entra en su carrera de servicio. Pero los milagros de Elías son los del juicio, mientras que los de Eliseo –salvo el segundo– son de bondad y de gracia.

Los libros proféticos

Nos falta proporcionar algunas nociones sobre las profecías para facilitar la comprensión de esas revelaciones de Dios y después pasar rápida revista a los hagiógrafos. De todos los profetas es

Isaías el que abarca el horizonte más amplio.

Durante todo el tiempo que Israel es reconocido por Dios, el asirio es el enemigo. Así será también en los últimos días; pero, mientras que lo que los profetas dicen de él es para estimular la fe de sus contemporáneos, lo que ellos anuncian no tendrá su pleno cumplimiento hasta aquellos días. Un breve análisis de Isaías nos dará el cuadro completo de la profecía y los otros profetas proporcionarán detalles que solo exigen pocas palabras.

Los cuatro primeros capítulos son un prefacio que demuestra la ruina moral de Jerusalén y de Judá, los juicios que caerán sobre ellos y su restauración, llevando la paz, anonadando al hombre y su gloria y revelando a Cristo, la gloria del remanente. En el capítulo 5, el juicio está fundado sobre el abandono, por parte del pueblo, de la posición en la cual Dios lo había colocado al principio; en el capítulo 6, sobre su incapacidad para estar en presencia de ese Dios que debía venir. Tales son las bases del juicio del hombre, de Israel y de la Iglesia; pero, en medio de la ceguera general del pueblo, debía haber un remanente fiel.

Luego encontramos a Emanuel, hijo de la virgen, seguro fundamento de la confianza por la fe y, por otra parte, al asirio, vara de Dios; pero también (hasta el final del v. 7 del cap. 9) el efecto de la presencia de Emanuel, piedra de tropiezo para el pueblo del cual Dios esconde su faz –no obstante, un santuario– y finalmente el restaurador del pueblo en gloria. Los capítulos 7, 8 y 9:1-7 son un paréntesis que introduce a Cristo. El versículo 8 del capítulo 9 retoma el hilo de la historia del pueblo en sus diversas fases (v. 8-12; 13-17; 18-21; cap. 10:1-4); después viene el asirio, con el cual los castigos llegan a su fin. Los capítulos 11 y 12 describen la plena bendición del fin: el Santo de Israel está de nuevo en medio de su pueblo. Eso completa la revista de los grandes elementos de la profecía. Los capítulos 13 a 27 anuncian el juicio de los gentiles y de Babel, la ciudad donde Israel estuvo cautivo y que caracteriza los tiempos de los gentiles y la cautividad de Israel. El juicio del asirio viene después del de Babilonia, lo que revela que se trata de los últimos días, pues, históricamente, la grandeza y el imperio de Babel fueron fundados sobre la caída de los asirios.

Después de Babilonia vienen los otros países. Pero, en el capítulo 18 se ve a Israel vuelto a su tierra, aunque saqueado por las naciones en el momento de su aparente florecimiento. Jerusalén y su jefe sufren el juicio; luego el mundo entero es trastornado y llega el Señor tan esperado por los fieles. Los poderes maléficos de lo alto son juzgados en lo alto y los reyes de la tierra lo son sobre la tierra (cap. 24:21). El velo que impedía la visión a las naciones será quitado, el oprobio del pueblo será abolido y tendrá lugar la primera resurrección; será destruido el poder de la Serpiente entre los pueblos; Jehová cuidará de Israel como de una viña que hace sus delicias (cap. 25 a 27). En los capítulos 28 a 35 hay una serie de profecías especiales que describen el último asalto de las naciones contra Israel –los idumeos y los asirios son particularmente señalados–, pero cada una de esas profecías termina con la plena bendición de Israel y la presencia del Rey (Cristo). Después vienen cuatro capítulos que abarcan la historia de Senaquerib, la que da pie para formular la profecía, pero en la cual

Ezequías sanado –figura de Cristo resucitado–

y la liberación del ataque del asirio prefiguran los acontecimientos de los últimos días.

Desde el capítulo 40 hasta el fin encontramos la controversia de Jehová con Israel, que había abandonado a su Dios por los ídolos, y el juicio del gran centro de la idolatría en la tierra, Babel, de la que se apoderó Ciro, llamado aquí por su nombre. En una palabra, es el juicio de la idolatría; después viene el rechazo de Cristo. La primera parte se extiende hasta el fin del capítulo 48; la segunda, en la que Cristo es el tema, desde el capítulo 49 hasta el final del capítulo 57. Después de este último capítulo vemos a Dios reclamando el ejercicio de la justicia y luego, después de algunos reproches dirigidos a Israel, asistimos a su gloria en los últimos días.

Nos hemos extendido un poco sobre el libro de Isaías porque contiene el cuadro íntegro de la profecía, así como los pensamientos de Dios cuando Israel era aún reconocido. Daniel, por su parte, nos da la historia del poder de las naciones prefiguradas como “bestias”, cuando los judíos caen en cautiverio y, en consecuencia, fuera del gobierno directo de Dios. Los otros profetas tratan los detalles: Jeremías desde dentro (el trono de Dios estaba todavía en Jerusalén) se ocupa en describir la ruina de Judá; Ezequiel, en cambio, trata de Israel ya rechazado, mirándolo desde fuera.

Jeremías insiste sobre la iniquidad que había traído la ruina, pero en el capítulo 31 anuncia la gracia y un nuevo pacto con Judá e Israel; y en ese capítulo, así como en los dos siguientes, la plena bendición para Judá y para Israel. Encontramos luego el juicio de las naciones.

Ezequiel introduce a Jehová mismo como ejecutor del juicio sobre Jerusalén, a la que Él había abandonado y cuyo trono desde entonces no estaba más allí; Judá e Israel están, por consiguiente, en la misma posición delante de Dios, por lo cual Ezequiel se refiere al uno y al otro. En los capítulos 34 a 37 vemos a Dios que restablece y purifica a Israel; Judá e Israel están reunidos para no separarse más; Cristo (David) se encuentra allí y el santuario de Dios está en medio de ellos. En los capítulos 38 y 39 el poder del Norte, Gog –príncipe soberano de Ros, Mesec y Tubal– sube para devastar la tierra de Israel. El juicio que Jehová ejecuta sobre él da a conocer el nombre de Jehová y muestra también que Israel había estado en cautiverio a causa de sus iniquidades. Ezequiel da luego el plano del nuevo templo.

A Daniel –cautivo en Babilonia, pero guardándose puro de toda mancha– se le confía la revelación de lo que concierne a las cuatro monarquías de las naciones. Los seis primeros capítulos de su libro narran la historia de esos imperios como si fuera la del mundo: Daniel no es allí más que un intérprete. Los seis últimos capítulos nos muestran los mismos imperios en relación con Israel cautivo. Como en todas las profecías, la liberación de Israel se anuncia al final, así como el juicio de sus opresores. Daniel tendrá su parte en esta bendición.

Oseas predice el traslado de las diez tribus; luego anuncia que, a causa de la cautividad de Judá, no habrá ya un pueblo de Dios reconocido en la tierra; pero que, al final, Judá e Israel se darán un solo jefe (Cristo) y que este día de bendición será grande. Israel debe permanecer largo tiempo sin el verdadero Dios y sin falso dios, sin sacrificio y sin ídolo, pero reconocerá en los últimos días a Jehová y a David (Cristo). En el último capítulo se describe su arrepentimiento.

Joel anuncia, en ocasión de una época de hambre, la destrucción del ejército del Norte; después predice el don del Espíritu a toda carne antes de que llegue el día grande y terrible de Jehová.

Amós, después de anunciar el juicio que caerá sobre varias naciones de Canaán, declara que la paciencia de Dios no soportará más la iniquidad de Israel; pero proclama también, como todos los profetas, el retorno y la bendición del pueblo, agregando que no volverá a ser arrancado de su país.

Abdías profetiza contra Edom, cuyo celo y odio implacables contra Jerusalén se encuentran a menudo en el curso de la profecía. Después anuncia el día de Jehová para juzgar a las naciones y, como siempre, la liberación de Sion.

Jonás tiene un carácter especial. Si bien Jehová había elegido a Israel para ser un pueblo puesto aparte, a fin de conservar el conocimiento de Su nombre sobre la tierra, no deja de ser el Dios de las naciones y un Dios de bondad y de misericordia. Cuando los privilegios que Dios otorga obscurecen el conocimiento de lo que Él es en sí mismo, la posesión de esos privilegios hace nacer un duro espíritu partidario; eso se ha visto claramente en los judíos. Es notable que en el libro de Jonás el testimonio de la misericordia divina sea dirigido al gran enemigo del pueblo de Dios. Se ven también en este profeta los designios de Dios cuando se da el caso en que se manifiesta el arrepentimiento. Desde cierto punto de vista, Jonás es una conocida figura del Salvador. El tema del capítulo 4 es un contraste con la bendición especial de los judíos en el fin: Dios es también el Dios de las naciones.

La profecía de Miqueas se parece a la de Isaías en muchos aspectos, pero el desenvolvimiento de los planes de Dios es mucho menos completo en su libro, el que se dirige más bien a la conciencia del pueblo. Concluye afirmando que las promesas hechas a Abraham y a Jacob serán cumplidas.

Nahum muestra la indignación de Dios que se eleva contra la arrogancia del poder y la dominación humanos; anuncia la destrucción de Nínive (Asiria), la que no se levantará jamás, y Judá será finalmente liberado.

En el libro de Habacuc se encuentra la expresión de la fe en Jehová a pesar de todo, así como los designios de Dios en la historia del pueblo. El profeta se queja de la iniquidad que le rodea en Israel y Dios le hace ver a los caldeos que Él trae a fin de castigar al país a causa de esa iniquidad. Entonces, se despierta el afecto del profeta hacia el pueblo y él se queja de los caldeos. Dios le muestra que debe vivir por la fe: Él castigará a esos enemigos violentos, cuyas pasiones le han servido de vara para castigar a Israel; pero el fiel debe esperar. El día de Jehová vendrá y la tierra se llenará del conocimiento de su gloria, como el fondo del mar está cubierto por las aguas. El profeta recuerda la antigua liberación de Israel y se regocija en Jehová, aunque todavía no vea ninguna bendición de su parte.

Sofonías anuncia un juicio sobre el país, juicio que no pasará por alto ninguna iniquidad; es el día de Jehová, día de cólera, de turbación y de angustia en el cual el país será devorado por la ira de Jehová. Los humildes buscarán a Jehová a fin de ser “guardados” (cap. 2:3); Israel primero, y luego los gentiles, serán juzgados; el asirio será el jefe de estos últimos (porque aquí es reconocido Israel). Luego viene lo que concierne a Jerusalén; Dios le había advertido, como si hubiera dicho: Esta se arrepentirá. Pero ella se corrompió yendo de mal en peor. El profeta aprovecha la ocasión para invitar al remanente a esperar en Jehová, quien vendrá a juntar todas las naciones a fin de juzgarlas en su cólera. Entonces tendrá lugar un completo cambio; como todas las naciones invocarán a Jehová con un corazón puro e Israel habrá vuelto de corazón a Jehová, no se encontrará más iniquidad en él; Jehová hará de él un pueblo de renombre y de gloria entre todas las naciones, conclusión que está en armonía con todos los designios de Dios de que hablan los profetas.

Los profetas siguientes, como profetizaron después del retorno de Babilonia, tienen otro carácter.

Hageo, aunque sencillo y corto, resulta muy interesante. Insiste en que el pueblo piense en Jehová y no en sus asuntos temporales; lo exhorta a continuar la construcción del templo, interrumpida por sus enemigos, confiando en Jehová sin esperar el permiso del rey de Persia. Los judíos obedecen y, de hecho, cuando obran por la fe son ayudados providencialmente al obtener la autorización del rey. Pero, para la fe, era Dios quien dirigía todo, pues es Él quien dispone los corazones de los reyes. Sucede así siempre que la fe obra según la palabra de Dios, la que, en el presente caso, venía por medio de los profetas Hageo y Zacarías. El profeta anuncia luego que Dios conmovería los cielos y la tierra, de modo que todo poder humano sería puesto de lado, así como los poderes espirituales que están en los aires. Entonces tendrá lugar lo que la multitud de los discípulos hizo oír por inspiración cuando Jesús hizo su entrada en Jerusalén:

Paz en el cielo; y será establecido el poder de Cristo, jefe de Israel, identificado con el de Jehová.

 

Zacarías se refiere al restablecimiento de Jerusalén en aquel tiempo, pero relata la historia de la ciudad hasta la primera venida de Cristo, y aun hasta la segunda. Solo ocasionalmente habla de la destrucción de las naciones que devastaron a Jerusalén. Esta es justificada y bendecida por la administración de la gracia, según el perfecto orden divino; los malos son relegados y encuentran su lugar con Babilonia; después es introducido Cristo. En el capítulo 7 comienza una segunda profecía y se introduce, en el capítulo 11, el rechazo de Cristo en su primera venida; entonces Israel es entregado en manos de un mal pastor. Después, Jerusalén debe ser el lugar donde las naciones serán juzgadas; cuando el espíritu de gracia y de súplica sea derramado sobre el pueblo, este se arrepentirá de haber dado muerte al hombre que es el compañero de Jehová. La ciudad será tomada, pero Jehová saldrá para juzgar a sus enemigos y todo será santificado en Jerusalén.

Malaquías nos hace ver la decadencia moral del pueblo después de su retorno de Babilonia; pero hay un remanente en medio de la ruina. Es predicha la misión de Juan el Bautista, el día de Jehová se acerca y es anunciada la venida de Elías; el pueblo es conducido de vuelta a la ley.

El cristianismo no aparece aquí, pero sí Cristo y su rechazo; el pastor es herido y las ovejas dispersadas (Zacarías 13); después viene el juicio. En estas tres profecías –pronunciadas después del regreso de Babilonia, cuando uno de los imperios representado por las “bestias” de Daniel ya había sucumbido– aunque se haga alusión a las naciones (puesto que era su tiempo y poseían el mundo), se observa un notable estrechamiento del cuadro de la profecía y se encuentran muchos más detalles que tienen una aplicación directa a Cristo. Se encuentra, es verdad, a Egipto y a Asiria (Zacarías 10), esos principales actores entre las naciones; se los ve juzgados, pero esperando todavía los últimos juicios; dejan el sitio a las bestias de Daniel, asociadas todas a la cautividad de los judíos, pues esta cautividad caracterizaba la posición del pueblo. Cuando el asirio se hallaba en escena, el trono de Dios se encontraba en medio del pueblo en Jerusalén; aquí, si bien la cautividad bajo el poder de las naciones subsiste todavía y es reconocida, el horizonte, como lo hemos dicho, se estrecha, y la escena está más llena de Cristo mismo y de detalles que se refieren a Jerusalén restaurada; después viene el gran día de Jehová.

Los libros hagiográficos

Daniel es considerado por los judíos como parte de los hagiógrafos. Hemos hablado de su libro como profecía –aunque tiene un carácter aparte– porque el trono de Dios había desaparecido de la tierra y el profeta estaba en Babilonia. Pero este libro comparte mucho el carácter de los otros hagiógrafos que comprenden discursos morales o historias con detalles de cuando Israel es rechazado y que expresan el afecto de Cristo por Israel.

Se encuentran en ellos las relaciones de Dios con el hombre

y los cuidados providenciales que toma hacia su pueblo cuando Él no tenía relación con Israel como pueblo y no lo reconocía como tal.

Los Salmos exponen este estado de cosas más completamente que ningún otro libro de las Escrituras.

Dos principios forman la base de este libro: el primero consiste en que hay, en medio de los malos, un remanente que teme a Dios; el segundo, en que Jehová y su Ungido encuentran la oposición del pueblo y de las naciones
Salmos 1 y 2).

Tenemos a continuación los consejos de Dios en su Ungido, Hijo de Dios y Rey en Sion, después, Señor de toda la tierra. Si es rechazado, los fieles deben sufrir y cargar su cruz (Salmos 3-7). En el Salmo 8, Él es presentado como hijo del hombre puesto sobre todas las obras de Dios. Con el Salmo 9 comienza la historia del remanente en medio de Israel. Algunos principios servirán de hilo conductor en la lectura de este libro. Se sabe que los Salmos están divididos en cinco libros: Salmos 1-41; 42-72; 73-89; 90-106 y 107-150. El método seguido, en general, en los Salmos es el de presentar ante todo un primer pensamiento fundamental y después agregar las experiencias del remanente en las circunstancias presentadas como base. Así, los Salmos 9 y 10 son la base; los Salmos siguientes, hasta el fin del Salmo 18, son la expresión de los sentimientos que están en relación con ella; pero los tres últimos nos presentan más directamente a Cristo. El Salmo 18 es notable por el hecho de que vincula toda la historia de Israel, desde Egipto hasta el fin, con los sufrimientos de Cristo.

Los Salmos 19, 20 y 21 son los diversos testimonios de Dios: la creación, la ley y Cristo. El Salmo 21 muestra la introducción de Cristo en la gloria. El Salmo 22 lo presenta no en relación con los judíos sino como hecho pecado delante de Dios. No se encuentra la confesión de los pecados antes del Salmo 25. Es más bien cuestión de Cristo personalmente en ese primer libro, y el remanente se encuentra en Jerusalén, pero en presencia del poder de los malvados.

En el segundo libro, el remanente es visto fuera de Jerusalén. En el Salmo 45 se introduce al Mesías y desde entonces encontramos el nombre de Jehová. Cuando se lo halla, la fe reconoce la relación del pueblo con Dios (comp. los Salmos 14 y 53). Hagamos notar aquí que el primero o los primeros versículos de un Salmo dan habitualmente la tesis y los versículos que siguen describen el camino para llegar a ella. En el segundo libro, las aflicciones de Cristo ocupan mucho lugar, después vienen los deseos de David acerca del establecimiento de su hijo en el reino milenario.

El tercer libro, al hacer mención de Judá y de Sion comprende a todo Israel. De ese modo vuelve atrás, repasa la historia del pueblo y la continúa hasta el pacto firme hecho con David y su simiente.

Después de recordar a Moisés y decir cómo Jehová había sido el Dios de Israel en todo tiempo, después de haber hablado del Mesías y del sábado, el cuarto libro introduce a Jehová viniendo a establecer su reino y describe su andar desde lo alto hasta que esté sentado entre los querubines y las naciones sean llamadas a prosternarse ante Él y rendirle culto. Encontramos en ese libro los principios del reino de Cristo, su rechazo, su divinidad y la duración de sus días como hombre resucitado y, finalmente, la bendición del pueblo y del mundo por su presencia. Dios recuerda la promesa que hiciera a Abraham. Israel ha sido infiel, pero Dios, en gracia, se acordó de él.

El quinto libro llega hasta el fin; expone los principios y los designios de Jehová y el retorno del pueblo a su tierra (Salmos graduales). Mientras tanto Cristo se sentó a la diestra de Dios, hecho Señor como Hijo de David. La bondad de Jehová permanece para siempre; la ley está escrita en el corazón de Israel, el pueblo que se había extraviado. A continuación de los Salmos graduales y el juicio de Babilonia, viene la grande Aleluya, serie de cánticos de alabanza. Los Salmos 72 y 145 son los únicos que describen proféticamente el reino mismo.

El libro de los Salmos comienza mostrando a Cristo rechazado; después, como introducción a su venida para establecer el reino, presenta los caminos del pueblo y su restablecimiento en su tierra. Observemos también que, en los salmos, no se encuentra jamás a Dios como Padre, ni los sentimientos que pertenecen a la adopción. Se ve bien la confianza, la obediencia, la fe en medio de las dificultades, la consagración (como en el Salmo 63), la fe en las promesas, la fidelidad, pero jamás la relación entre un hijo y un padre. Por no haber prestado atención a este punto, el carácter de la piedad de más de una alma sincera se ha visto disminuido por la lectura misma de este precioso libro.

El libro de Job nos muestra al hombre puesto a prueba. El hombre renovado por la gracia –como lo diríamos merced a nuestro conocimiento actual–, el hombre justo, íntegro en sus caminos, ¿podrá poseer en sí mismo la justicia y mantenerse ante Dios pese al poder del mal? Tal es el asunto presentado por este libro.

Vemos también en él los recursos de Dios para sondear los corazones y darles el conocimiento de su verdadero estado ante Él.

Este asunto es tanto más instructivo cuanto que nos es presentado fuera de toda economía, de toda revelación particular de parte de Dios. Job es un hombre piadoso, tanto como podía serlo un descendiente de Noé que no había perdido el conocimiento del verdadero Dios, en una época en la cual el pecado se propagaba de nuevo en el mundo y en la cual la idolatría comenzaba a establecerse, aunque el juez estuviera pronto a castigarla. Se ve también en Job un corazón que, aun rebelándose contra Dios, confía en Él, un corazón que se vuelve hacia el Dios que no encuentra, un corazón que, conociendo a Dios –aunque insumiso–, le reconoce cualidades que el frío razonamiento de sus amigos no sabe atribuirle; y, no obstante, se complace en su integridad y se viste de una propia justicia que le oculta a Dios y a sí mismo. Eliú le reprocha estas cosas al tiempo que le explica los designios de Dios. Finalmente, Dios se revela a Job y su corazón es quebrantado; luego Dios lo cura y lo colma, en paz, de bendiciones. Este libro suministra, además, un cuadro de los designios de Dios en cuanto a los judíos y también la enseñanza del Espíritu sobre el papel de Satanás en los designios y el gobierno de Dios sobre la tierra.

El Predicador o Eclesiastés se pregunta si es posible encontrar la felicidad debajo del sol. Todo es vanidad en los esfuerzos del hombre, pero hay una ley, perfecta regla de conducta para el hombre, y toda obra será pesada en el juicio de Dios. En este libro no se ve una relación positiva con Dios; se encuentra al Dios creador y al hombre en el mundo tal cual es, pero no a Jehová y menos aun al Padre.

Es diferente en Proverbios. Este libro nos presenta la sabiduría de una autoridad que frena la voluntad del hombre, reprime la corrupción y la violencia y, además, pone freno a la propia satisfacción, la que es un peligro para el hombre; vemos también los consejos de Dios, revelados en el hecho de que la Sabiduría de Dios (Cristo) –el objeto de su delicia– encuentra sus delicias con los hijos de los hombres desde antes que el mundo fuera (cap. 8). En todo este libro encontramos a Jehová o Dios que se da a conocer y que actúa por medio de una autoridad confiada al hombre, a los padres, etc. A continuación Dios nos da las enseñanzas necesarias para que cada uno sepa evitar las trampas tendidas en este pobre mundo, sin que necesite aprender por su propia experiencia toda la iniquidad en la cual está sumido.

Los libros de Esdras y Nehemías contienen la historia de la reintegración nacional de Judá, desde el doble punto de vista religioso y civil. Esdras viene después de Jesúa y Zorobabel. Se ve en estos dos hombres a aquellos que actúan por la fe; levantan un altar para que sea una defensa contra los enemigos que les rodean; confían en Dios (Esdras 3:2). Los profetas Hageo y Zacarías animaban a los judíos de parte de Dios, quien respondió a la fe de aquéllos. Más tarde llega Esdras, hombre fiel, consagrado y confiado en Jehová; instruido en la ley, pone orden en la conducta del pueblo. No obstante, parecería que, bajo la influencia de la inclinación natural del corazón humano, este orden degeneró en fariseísmo. En ese momento, la fidelidad de parte de los judíos consistía en estar separados como pueblo de Dios, en exigir una genealogía judía conocida, especialmente para los sacerdotes, y en echar a las mujeres extranjeras. Nehemías restaura las murallas y la ciudad; es un hombre fiel y consagrado, pero a quien agrada hablar de su fidelidad. La Escritura presenta esos dos caracteres tal como se encontraban en él.

El libro de Ester hace ver cómo Dios, en su providencia, aunque Él mismo permanece oculto, cuida de Israel. Se ha hecho notar que Dios no es nombrado en este libro; eso es precisamente lo que conviene, puesto que se trata de la providencia de Dios cuando Él no se muestra abiertamente.

El Cantar de los Cantares presenta la renovación de las relaciones del Hijo de David con el remanente fiel de Israel en los últimos días, cuando ese remanente sea para Él “Hefzi-bá” (Mi deleite está en ella – Isaías 62:4). Se notará que él se dirige a la sulamita cuando habla de ella, en tanto que ella habla de él como del objeto de sus afectos, pero raramente se dirige a él mismo. El afecto de la Iglesia es más tranquilo que el expresado en el Cantar, porque la Iglesia goza ya del amor de Cristo como de una cosa conocida y se encuentra en una relación firmemente establecida, aunque las consecuencias no se hallen aún cumplidas en su totalidad: personalmente, el creyente puede entrar mejor en los sentimientos que el propio libro expresa.

Hay dos pequeñas porciones de los hagiógrafos que están separadas de ellos en nuestras Biblias. Son las Lamentaciones de Jeremías y Rut. La conmovedora historia de esta última pone ante nuestros ojos costumbres muy primitivas y, al mismo tiempo, admirables rasgos de carácter que poseen un innegable sello de realidad. Esa historia es muy importante porque nos da la genealogía de David y, por consiguiente, de Cristo, y nos muestra a una mujer gentil que es admitida en esta genealogía. Las Lamentaciones tienen un carácter de dolor producido por el sentimiento de que Dios ha castigado a su pueblo, abatido su altar, destruido su casa. En ese momento, bajo el antiguo pacto, así está decidida la suerte de Jerusalén y el pueblo de Dios. Jeremías ve, con la mirada de Dios, desde el interior (allí donde estaba la casa de Dios y el asiento de su autoridad), que la situación no tiene remedio. Hay que recordar que los libros de Esdras y Nehemías narran el retorno de un residuo de judíos, llevados por la misericordia de Dios a fin de que existiera un pueblo en el cual la gracia pudiese presentar a Aquel que había sido prometido.

La historia del hombre, visto como ser que debía responder por su propia conducta, puesto a prueba sin la ley y, más tarde, bajo la ley, está terminada. Desde la caída, antes de que el hombre fuese echado del jardín de Edén, la bondad de Dios había hecho la promesa de un Salvador que aplastaría la cabeza de la Serpiente; pero, en ese momento, Dios abandonó a los hombres a sí mismos. Como había sido conservado lo necesario para poblar el mundo nuevo, el diluvio puso fin a una raza perdida, hundida en la corrupción y la violencia. Sin embargo, el corazón del hombre siguió siendo el mismo (Génesis 6:5; 8:21), pues en ese mundo renovado todos los hombres cayeron pronto en la idolatría. Entonces, la gracia llama a Abraham y le son dadas las promesas formales relacionadas con la simiente. Cuatrocientos treinta años más tarde, esta raza de Abraham, apartada para Dios, es colocada bajo la ley, regla perfecta de lo que el hombre debería ser, si se tiene en cuenta que la ley prohíbe la codicia.

Los profetas recuerdan la ley a la conciencia del pueblo, pero sostienen al mismo tiempo la fe de aquellos que eran fieles en medio de la infidelidad general, recordando, confirmando y revelando la promesa de la “simiente” y la de la venida del grande y terrible día de Jehová. Se ve un ejemplo de ello en las últimas palabras del profeta Malaquías (cap. 4). La promesa de la simiente y el llamado a la conciencia fueron constantemente repetidos por los profetas, hasta que no hubo más remedio. Sin embargo, Dios cumplió la promesa al enviar a Cristo, simiente de David. Es la gracia de parte de Dios. Era, sin duda, la fidelidad a su promesa y, en ese sentido, la justicia en Dios (tal el alcance de 2 Pedro 1:1), mas no se trataba ya de la fidelidad del hombre en observar una regla que le era impuesta, sino que se trataba de recibir a Cristo. Había más todavía: Cristo era la Palabra hecha carne. Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo con Él y no imputándole sus pecados. Él vino a los suyos, pero ellos no lo recibieron; el mundo no quiso saber nada de Él, no le conoció; el Padre se manifestó en el Hijo a través de sus palabras y sus obras, mas el mundo no lo conoció: “Lo han visto –dijo el Salvador– y nos aborrecen a mí y a mi Padre”. Así perdieron los judíos todo el derecho a las promesas, rechazando a Aquel en quien ellas tenían cumplimiento.

Más aun; el hombre ha sido no solo desobediente, sino que ha mostrado su odio contra Dios manifestado en gracia para con él en ese estado. Del lado de la responsabilidad del hombre, toda relación con Dios era imposible.

La cruz es la manifestación pública de ese rechazo, de esa enemistad contra Dios; y, al mismo tiempo, es la manifestación del amor de Dios por el hombre tal cual era.

Más todavía: ella es el cumplimiento de una perfecta obra de propiciación, un sacrificio para quitar el pecado, una nueva base de relación entre el hombre y Dios, relación que depende, no de la responsabilidad del hombre (sobre ese terreno el hombre estaba perdido) sino de la gracia infinita de Dios: Él no escatimó a su propio Hijo, quien, por el Espíritu eterno, se ofreció a Él sin mancha, de modo que la gracia reinó por la justicia para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor. Las promesas serán cumplidas; el creyente posee la vida eterna y la poseerá en gloria cuando sea hecho semejante al Hijo de Dios vuelto a la gloria como hombre; pues es necesario que el corazón de Dios, su amor, sea satisfecho y manifestada y honrada su santa justicia; es preciso que su Hijo, quien dejó la gloria por nosotros y que se humilló haciéndose obediente hasta la muerte, sea exaltado según toda la gloria que merece. Así somos llevados al terreno del Evangelio.