La caída y la restauración del creyente

Consejos en cuanto a la disciplina - Ejemplos de la ley

Se recomienda estudiar detenidamente el texto bíblico antes de leer el comentario.

El pecado cometido debe ser juzgado

Muchas personas no se consideran culpables de sus faltas inconscientes; parten del principio de que Dios no puede reprocharles su ignorancia y que tomará en cuenta su «buena voluntad». ¡Funesta ilusión! Si Dios previó un sacrificio por los pecados cometidos por error, ello es la prueba de que el pecador, aun ignorante, es culpable ante Él. Además nuestras leyes también aplican el mismo rigor; la ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento. Una infracción del código, aun involuntaria, me expone a una multa. A los ojos del Dios santo, el pecado cometido permanece; no queda disculpado por mi indiferencia. Pero sé que para todo pecado, si bien hay condenación, también hay un sacrificio que lo perdona. Fue necesaria la inmensa obra de la cruz para borrar lo infinito de la ofensa perpetrada contra Dios por mis pecados, voluntarios o no, tanto los que recuerdo como los que he olvidado desde hace mucho tiempo.

Al colocar su mano sobre la cabeza de la víctima, aquel que la presentaba hacía pasar su pecado a ella. Reconocía que era culpable y merecía la muerte, pero que el animal ofrendado lo remplazaba para cargar con ese pecado y morir en su lugar. Eso fue lo que Jesús, nuestro perfecto Sustituto, hizo por nosotros.

Los que deben dar el ejemplo tienen más responsabilidad

Por su pecado, un sumo sacerdote debía ofrendar un becerro (v. 3), un príncipe o jefe debía ofrecer un macho cabrío (v. 22-23) y una persona cualquiera del pueblo solo tenía que ofrecer una cabra o un cordero (v. 27-28, 32). Quienes deben dar el ejemplo tienen una responsabilidad más grande, expresada por la importancia del animal ofrendado.

Pecadores perdidos
Pero ante Dios todos los hombres han pecado y están destituidos de Su gloria (Romanos 3:22-23). El que se encuentren arriba o abajo en la escala social, que sean honrados o despreciados por sus semejantes, grandes pecadores o considerados como gente honrada, la verdad es que todos forman parte de una sola clase: la de los pecadores perdidos.

Pecadores perdonados
Sin embargo, en su insondable misericordia, Dios ha creado una nueva categoría: la de los pecadores perdonados. Encerró a todos los hombres en la desobediencia, a fin de hacer misericordia a todos (Romanos 11:32). Subrayemos la expresión de los versículos 23, 28 (V. M.): “Si se le hiciere conocer el pecado que ha cometido”. Es una alusión al servicio delicado de “lavar los pies”, que consiste en ayudar a otro creyente a descubrir y a juzgar sus faltas (Juan 13:14). “Y será perdonado”, concluye cada uno de estos párrafos. ¡Respuesta que Dios puede dar al pecador arrepentido, en virtud de la obra de su amado Hijo!

Faltas que debían expiarse mediante un sacrificio

Los versículos 1 a 4 ofrecen ejemplos de las faltas que debían expiarse mediante un sacrificio. Se trata de actos cuya gravedad quizá no hubiéramos discernido si la Palabra, divina medida de la conciencia, no los hubiera condenado: por ejemplo, dejar de dar un testimonio, tener un contacto pasajero con lo impuro, proferir palabras ligeras. Hasta se puede ser culpable guardando silencio (v. 1) o, al contrario, hablando demasiado (v. 4). En todos estos casos se imponía la confesión (v. 5), luego, era necesario recurrir al sacrificio (v. 6).

El pecado de un creyente
Este sigue siendo el camino que 1 Juan 1:9 ordena al creyente que ha fallado, con la diferencia de que el sacrificio no debe ofrendarse una segunda vez. La sangre de Jesucristo ya está ante Dios en nuestro favor, de modo que basta la confesión; Dios es entonces “fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.

Los versículos 6 al 13 muestran que existían diferencias de recursos entre los que traían su ofrenda. Uno ofrecía un cordero, otro dos tórtolas, otro tan solo un puñado de harina. No todos los hombres tienen igual capacidad para apreciar en un mismo grado la obra de Jesús. Lo que cuenta es el valor perfecto que ella tiene para Dios.

Jesús lo ha hecho todo para darnos una plena seguridad

Un israelita escrupuloso siempre podía temer que algún pecado cometido por error se le hubiera olvidado. Y apenas acababa de traer un costoso sacrificio cuando una nueva infidelidad podía exigir otro. Hoy en día, a pesar de las certidumbres de la Palabra de Dios, muchos cristianos todavía viven con el mismo temor. Creen que su salvación depende de sus propios y sinceros esfuerzos para apaciguar a Dios, mediante limosnas y penitencias, pero nunca están seguros de que esto sea suficiente. ¡Hasta qué punto eso es desconocer la plenitud de la gracia divina! Pero qué felicidad cuando tenemos la seguridad de que Jesús lo ha hecho todo por nosotros.

Pecados contra Dios y contra el prójimo
Este pasaje distingue los pecados contra Dios (v. 15, 17) de los pecados cometidos contra el prójimo (cap. 6:2-3). A menudo nos preocupamos menos de aquellos que de estos. Tendría que ser lo contrario. Además, en lo concerniente al mal hecho a un prójimo, no solo era cuestión de compensarlo; también se debía traer un sacrificio a Jehová (v. 6; véase Salmo 51:4). Y a la inversa, no bastaba ponerse bien con Dios. El día que el culpable arrepentido ofrecía su sacrificio por el delito, también debía poner en orden su situación para con los hombres (v. 4-6). Los cristianos de Éfeso, en otro tiempo adictos a la magia y al espiritismo, después de su conversión se apresuraron a quemar sus libros de magia (Hechos 19:19).

Una vez para siempre

Se ha notado la concordancia que hay entre los cuatro grandes sacrificios y el aspecto bajo el cual cada uno de los cuatro evangelios presenta la obra de Cristo:

  • En Juan, Jesús es el santo holocausto, Aquel que el Padre ama porque puso su vida de sí mismo (cap. 10:17-18).
  • Lucas nos hace admirar la vida del Hombre perfecto del cual habla la ofrenda vegetal.
  • Marcos nos muestra al Siervo de Dios representado por el sacrificio de consagración o de paz.
  • Mateo, más que los otros, lo presenta como Aquel que “salvará a su pueblo de sus pecados” (cap. 1:21).

Los capítulos 6 y 7 toman estas cuatro clases de sacrificios para dar la ley de ellos, es decir, la manera cómo el sacerdote había de ofrecerlos. El holocausto debía ser continuo (v. 13), la ofrenda vegetal era “estatuto perpetuo” (v. 18). Ayer mencionamos los temores del israelita que nunca estaba seguro de ser hecho perfecto mediante los mismos sacrificios ofrendados continuamente. Pero el capítulo 10 de Hebreos nos muestra al sacerdote, quien asimismo nunca terminaba, pues estaba “día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios…”. Luego presenta a Jesús quien,

habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio, se ha sentado a la diestra de Dios
(Hebreos 10:1, 11-12).

 

El pecado y los pecados

La epístola a los Romanos nos enseña que Dios tuvo que ocuparse de dos cuestiones: la de los pecados (cap. 1 a 5:11) y la del pecado (cap. 5:12 al cap. 8). Tuvo que condenar al árbol tanto como a los frutos, esto es, al pecado en nuestra naturaleza como a los actos producidos por ella. Al exigir una ofrenda por la culpa (el acto cometido) y otra por el pecado (la fuente de este acto), Dios nos enseña que la obra de Cristo responde a estas dos necesidades del pecador.

Cómo mantener la comunión con Dios
La ley del sacrificio de paz ilustra las condiciones necesarias para que se realice la comunión cristiana. Se trataba de una ofrenda en acción de gracias (v. 12; 1 Corintios 10:16), de carácter voluntario y gozoso (v. 16; 2 Corintios 8:4), exenta de todo contacto con lo inmundo (v. 21).

Cómo volver a gozar de la comunión
Se ofrecían los sacrificios por el pecado porque uno no estaba puro. Muy distinto era el caso de las ofrendas de paz; solo participaban en ellas los israelitas que estaban limpios (v. 19). Quienquiera que tocase la carne del sacrificio por el pecado se volvía santo (cap. 6:27), mientras que inversamente toda impureza manchaba la ofrenda de paz. Tenemos cuidado con la limpieza de nuestros alimentos. Velemos aún más para que ninguna impureza de nuestra mente llegue a interrumpir la comunión simbolizada por esta ofrenda.

¿Es usted bieun naventurado?

Cuanto más ha gemido otrora el alma bajo el peso de sus pecados, tanto más gusta de la felicidad de la que nos hablan los versículos 1 y 2. ¿Es usted uno de esos bienaventurados? Si no lo es, el versículo 5 le indica el camino para llegar a serlo: el del arrepentimiento y la confesión (compárese Lucas 15:18). “No encubrí…”, dicho de otro modo, confesarlo todo es siempre el medio adecuado para que Dios cubra mi pecado (v. 1). En cambio, si busco encubrirlo, tarde o temprano Dios tendrá que sacarlo a la luz (Mateo 10:26).

El arrepentimiento y el perdón
El trabajo de Dios empieza sacudiendo la conciencia. Su mano se hace gravosa hasta que el pecador sea llevado al arrepentimiento; entonces este es seguido al instante por el perdón. Este último nos es presentado en estos versículos bajo tres aspectos: transgresión perdonada, pecado cubierto e iniquidad no culpada.

Sepamos aceptar las enseñanzas de la Palabra
Enseguida viene el andar. No nos parezcamos a bestias de carga sin inteligencia, las que por ese motivo deben ser contenidas y dirigidas por la fuerza. La rienda y el freno son las imágenes de los penosos medios que Dios debe emplear cuando no queremos acercarnos a él (v. 9; Proverbios 26:3). Cuánto mejor es dejarnos instruir, enseñar y aconsejar directamente por la Palabra y en la comunión con el Señor.

La caída de David

Nos gustaría permanecer con las victorias del capítulo 10 y hacer caso omiso de lo que se presenta ahora. Porque, de parte del enemigo de las almas, David soporta la más cruel derrota de su existencia. No obstante, este triste relato se halla en el libro de Dios como solemne advertencia para cada uno de nosotros. El más piadoso creyente posee un corazón corrompido, abierto a todas las codicias, y debe vigilar las entradas que dan acceso a ese malvado corazón, en particular sus ojos.

El peligro del ocio
Esta trágica historia nos muestra a un rey que se hace esclavo: esclavo de sus codicias, atrapado en el terrible engranaje del pecado. En lugar de estar en la batalla con sus soldados, David descansa en Jerusalén; se pasea, ocioso, sobre el terrado de su palacio. Acordémonos que el ocio y la pereza multiplican, para el hijo de Dios, ocasiones de caída. En la inactividad, la vigilancia se relaja infaliblemente; y el diablo, que nunca descansa, sabe cómo sacar partido de ello. Sepamos, pues, estar ocupados. David toma la mujer de Urías y, para ocultar su pecado, comete otro: con la complicidad de Joab, maquina la muerte de su noble y abnegado soldado.

Codicioso, adúltero y asesino

“No codiciarás la mujer de tu prójimo”, dice la ley. “No cometerás adulterio”. “No matarás” (Éxodo 20:17, 14 y 13). David, que declara en el Salmo 19:7: “La ley de Jehová es perfecta”, transgredió sucesivamente por lo menos tres mandamientos. Sin embargo, su conciencia sigue sin reprenderlo. Es necesario que Jehová le envíe a Natán. Y la conmovedora parábola de la oveja hurtada, muy apta para alcanzar el corazón del que fue pastor, va a ayudarle a medir el horror de su falta. Pero David no se reconoce en seguida. Es despiadado para con el hombre rico. ¡Así somos! No se nos escapa la paja en el ojo de nuestro hermano, pero no notamos la viga que hay en el nuestro. Entonces, con solemnidad, el dedo de Dios lo señala: “Tú eres aquel hombre” (v. 7).

Después, todo el triste asunto, ocultado tan cuidadosamente, es descubierto sin miramientos: «¡Tú hiciste esto y aquello!».

Finalmente, para confundir el corazón de David, Dios le recuerda todo lo que Su gracia había hecho por él. ¿Era poca cosa? En el capítulo 7:19 David había dicho lo contrario. Entre más recibimos, menos excusables son nuestras codicias. ¡Y recibimos mucho!

La conciencia de David se despierta

Después de haber permanecido tanto tiempo dormida, la conciencia de David se sobrecoge por una profunda convicción de pecado. Y se da cuenta de que su crimen no solamente concierne a Urías y a su mujer, sino que es, en primer lugar, contra Jehová.

El pecado es primeramente contra Dios
Comprendamos que nuestras faltas para con nuestros hermanos, padres o cualquier otra persona, primero son un pecado contra Dios. No basta, pues, reparar el mal ante aquel a quien hemos perjudicado (cuando es posible; David ya no podía); aún es necesario confesarlo a Dios.

El valor de la preciosa sangre de Cristo
Es lo que David hace en el Salmo 51, escrito en ese momento de amarga angustia (véase también Salmo 32:5, 1-2). En verdad, Dios no desprecia “al corazón contrito y humillado” (Salmo 51:17). Perdona a su pobre siervo; le perdona por completo. David es “como la nieve”, porque por anticipado fue lavado por la misma preciosa sangre de Cristo derramada por él, por usted y por mí (Isaías 1:18).

Las consecuencias dolorosas
Pero, lo que no puede ser borrado son las consecuencias del mal cometido. Estas son muy dolorosas. En primer lugar, su hijo debe morir. Así, cada uno sabrá que, sin dejar de perdonar al pecador, Dios condena absolutamente el pecado y, especialmente, cuando lo comete uno de sus siervos.

Corrupción y violencia: estos son los títulos que podrían llevar los capítulos 11 a 13 de 2 Samuel. Desde el principio del Génesis, estos son los caracteres del mundo. Y no ha cambiado. Pero, ¡cuán terrible es cuando tales caracteres se manifiestan en la familia del hijo de Dios! David había dado curso a estas dos formas de mal al tomar a Betsabé y ordenar la muerte de Urías. Ahora se introducen en su casa. Hasta el final de su historia, David va a experimentar amargamente que

lo que el hombre sembrare, eso también segará
(Gálatas 6:7).

 

Cómo volver a encontrar la comunión con Dios

El salmo 51 fue escrito por David en una muy dolorosa circunstancia. Nos revela los sentimientos producidos en el alma por una verdadera convicción de pecado, así como la senda trazada por el Espíritu Santo para volver a encontrar la comunión con Dios. Consideremos las penosas etapas de ese camino:

  • a confesión de la falta cometida (v. 3);
  • el pensamiento de que el ofendido ha sido Dios y no tal o cual persona (v. 4);
  • el recuerdo de nuestra pecaminosa naturaleza (v. 5);
  • el sentimiento de las exigencias de Dios en cuanto a “la verdad en lo íntimo” (no olvidemos jamás este versículo 6);
  • el deseo de tener una conciencia limpia y recta (v. 10);
  • la necesidad de un retorno a la santidad práctica (v. 11), al gozo y a un abnegado servicio (v. 8, 12).

Una vez restaurado, el creyente estará en condiciones de dar a conocer a otros la gracia que le ha perdonado (v. 13; comparar Lucas 22:32).

Un corazón verdaderamente humillado
Todo este trabajo del alma no requiere la ofrenda de ningún sacrificio (v. 16), ni obra alguna de «penitencia». Un “espíritu quebrantado”, un corazón verdaderamente humillado, esto es lo que Dios puede recibir por medio de la eficacia de la obra de Cristo (v. 16-17).

Amigos, si nos hemos dejado sorprender por alguna falta, volvamos a leer ese salmo en la presencia de Dios, no como la confesión de David sino como nuestra propia oración.

(Texto extraído de la obra: «Cada día las Escrituras», tomo I, II y III, de J. Koechlin).