La caída de David y sus consecuencias
Del capítulo 11 al capítulo 20 del segundo libro de Samuel tenemos la historia de David como rey responsable. Estos capítulos cuentan:
- la terrible caída del rey
- la disciplina a la que es sometido
- las consecuencias de su falta
- su restauración.
El capítulo 20 termina, al igual que en el capítulo 8:15-18, con la presentación del orden de su reino, pero de un orden menos completo que el primero, pues David ya no es allí una figura del Mesías.
Es un hecho muy notable que el primer libro de las Crónicas no diga ni una palabra de la historia de Betsabé, de Amnón y Tamar, de Absalón, de la huída de David ni de la restauración del rey. Los tres primeros versículos de 1 Crónicas 20 contienen el primer versículo de 2 Samuel 11 y los versículos 29 al 31 del capítulo 12. Hay silencio absoluto en cuanto a todo lo demás. La explicación es sencilla. Esta omisión es una de las innumerables pruebas de un plan divino diferente para cada libro de la Biblia. El libro de las Crónicas no nos habla de David como rey responsable, quien, como tal, fue puesto a prueba, sino del rey establecido por gracia y por bendición según los consejos de Dios.
El capítulo 21 es un nuevo apéndice que nos muestra el juicio de la casa de Saúl.
Los capítulos 22 y 23 relacionan las palabras de David como figura de Cristo con las palabras de David como rey responsable.
Por fin, después de la enumeración de los valientes de David, el libro termina en el capítulo 24 de una manera admirable por el sacrificio de Moriah que, como se ha dicho, “detiene por gracia la ira de Dios y establece el fundamento del lugar de culto en donde Él puede encontrarse con lsrael”.
La caída
Dios es deshonrado por la caída de un creyente
Al leer este capítulo, un sentimiento de profunda humillación llena el corazón de todo hijo de Dios. Hace más de treinta siglos que ocurrieron estos hechos, pero treinta siglos transcurridos no impiden que Dios haya sido deshonrado por uno de sus siervos. El pecado puede haberse borrado, pero el ultraje hecho a Dios subsiste.
La gravedad del pecado
El pecado es tanto más grave cuanto que tiene lugar en la vida de este hombre, David, que a pesar de más de una debilidad, había recibido el testimonio de que “mal no se ha hallado en ti en tus días” (1 Samuel 25:28). ¡Y he aquí que en medio de su carrera, este siervo de Dios se vuelve adúltero, hipócrita y asesino! ¡Ah! Si tenemos algún celo por la gloria del Señor, algún afecto por sus rescatados, lloremos al ver a un David que, renegando todo su pasado, pisotea la santidad de Jehová, ¡él, quien debía ser su representante ante el mundo! ¡Cuán humillante es pensar que David, el muy amado, haya podido comprometer el nombre de Jehová invocado sobre él, el que había sido favorecido con una proximidad tan especial a Dios y colmado de maravillosas gracias!
La vida de los creyentes muestra, en su conjunto, caracteres muy diferentes
Se ve a creyentes, o cristianos, que empiezan mal su carrera, pero al aprender a juzgarse bajo la disciplina, terminan bien su curso, y a veces de una manera gloriosa. Este fue el caso de Jacob, cuyos días fueron “pocos y malos” (Génesis 47:9), pero cuya vida termina con plena visión de la gloria (cap. 49).
Con más frecuencia se ve a creyentes que inician bien su carrera y la acaban mal. Esta es la historia de Lot quien, no teniendo la fe de Abraham, andaba sin embargo en sus pisadas. Su vida se desarrolla luego en el debilitamiento moral causado por su amor por los bienes terrenales, y termina de la manera más vergonzosa. Es la historia de Gedeón, hombre humilde y sin confianza en sí mismo, valiente para purificar su casa de los ídolos, después jefe de Israel y vencedor de Madián; que luego, muy al final, hace pecar a su casa y a todo el pueblo por un efod del cual había hecho un ídolo. Es, finalmente, la historia de Salomón. Lo tenía todo: sabiduría, justicia práctica, olvido de sí mismo, conocimiento de los pensamientos de Dios, deseo de glorificarle, poder. Dios se sirve de él para llevar a las generaciones futuras las sentencias de la sabiduría. Salomón termina mal. Ama a muchas mujeres extranjeras que desvían su corazón tras sus dioses. ¡El servidor del verdadero Dios se hace idólatra!
Entre estos dos caminos vemos el de un creyente que, desde el principio hasta el fin, anda fielmente, sin tropezar, en el espíritu de santidad personal y de separación del mundo. Este fue el caso de Abraham, que no desmintió su fe y su dependencia salvo raras excepciones, y que siempre juzgaba su conducta cuando esta había turbado su comunión con Dios. Pero fue, ante todo, el camino de Cristo, el sendero uniforme del perfecto servidor (Salmo 16), en el que no hubo ni una falta, sino confianza absoluta, obediencia completa, dependencia perfecta, justicia práctica sin defecto, santidad divina en un hombre, fe inquebrantable, amor ilimitado, esperanza sin flaqueamiento… Ante semejante camino no nos queda más que adorar. Pero podemos seguirlo, y Él nos da la capacidad y el poder para hacerlo. Entre Él y nosotros siempre habrá la diferencia entre lo perfecto y lo imperfecto, entre lo finito y lo infinito; pero, mientras nuestras miradas no se desvíen de Él, encontramos el secreto de una marcha que le glorifica hasta el fin de nuestra vida.
El caso de David
El caso de David no es habitual, pero no es único en las Escrituras. David empezó bien y terminó bien, pero en la mitad de su carrera hubo un derrumbamiento moral. También se podría citar la historia del apóstol Pedro, sobre la cual no nos extenderemos aquí.
¿Por qué permitió Dios esta caída de David? La respuesta está llena de enseñanzas y, en un sentido, es muy preciosa para nosotros. Así como Abraham es un modelo de fe, David, en el primer libro de Samuel, es un modelo de gracia. Por todas partes la gracia resplandece en él y domina sus caminos. Frente a sus enemigos, sus amigos, los que le rodean, siempre la manifiesta. Su corazón está lleno del amor de Dios, lleno de una inefable ternura, son sinceras las lágrimas que derrama sobre Saúl, su perseguidor; todo lo ha olvidado, no hay sitio en su corazón sino para la gracia. Y sin embargo, bastó que este hombre se apartara por un momento de la comunión con Dios para que se hundiera en las tinieblas, y todo rastro de lo que le llenaba anteriormente se desvaneciera.
Nos hacen falta tales ejemplos para aprender a conocernos y conocer la carne en nosotros:
En mí, esto es, en mi carne, no mora el bien
(Romanos 7:18).
Para ella no hay purificación ni mejoría posible; lo único que le conviene es ser clavada en la cruz. Después de la confesión del pecado delante de Dios, esta caída tan rápida es seguida por un trabajo largo y doloroso de restauración. Pedro, al darse cuenta de su negación, derrama lágrimas amargas al salir del patio, pero no es entonces cuando vuelve a encontrar la comunión con el Señor. Lo mismo sucede en cuanto a David; no fue sino más tarde cuando pudo celebrar la gracia con un corazón perfectamente libre. No bastaba que hubiese manifestado más o menos fielmente la gracia en su carrera; ¡Dios quería mostrar Su gracia!, plena y entera, en circunstancias que habían hecho de David un asesino. Miserable objeto de juicio, él viene a ser aquel en el cual Dios exalta y glorifica su gracia triunfante.
El peligro de la ociosidad
Pero, ¿cómo un hombre de Dios ha podido caer de semejante altura? Jehová le había confiado una autoridad y una responsabilidad. Debía usarlas en la actividad incesante de la fe para servir a Jehová y a su pueblo. ¿Qué hace David? Descansa. Era el tiempo cuando los reyes de los reinos de la región salían a la guerra. La gente del mundo despliega a menudo más actividad para el éxito de sus propósitos que los cristianos para el servicio de Cristo. Estos, a veces, piensan poder descansar un momento, sentarse al borde del camino. Pero no hemos sido contratados como siervos para ser esclavos perezosos.
“David envió a Joab, y con él a sus siervos y a todo Israel” (v. 1). Lo que había aprendido al final del capítulo 10, debería colocarle otra vez a la cabeza de su ejército en lugar de descansar. Tal es el comienzo, a menudo insignificante, de una caída.
Una vez, dos veces, Dios habla a su servidor para reprenderle. Este cae, y Dios le restaura; él vuelve a caer, y entonces Dios deja que siga su camino. David permanece en Jerusalén; un poco de inactividad le distrae de los intereses de la guerra. Un transeúnte se presenta: la codicia. Los ojos del rey son atraídos por un objeto que le parece deseable; su carne es conquistada; la autoridad de la cual dispone sirve para su deseo; el mal es consumado. ¡El ungido de Jehová es adúltero!
La satisfacción de la carne dura muy poco
¿Cuánto ha durado la satisfacción de su carne? Apenas se ha cometido la falta cuando esta ya lleva sus frutos… el embarazo. La circunstancia es grave, el rey está lleno de temor. Su fama está comprometida, el pecado va a descubrirse; es preciso esconderlo. Uno siempre obra así cuando ha perdido el sentimiento de la presencia de Dios. David lucha contra las circunstancias, forcejea con ellas, quiere dirigirlas y, en su ceguera, no ve que es Dios quien las conduce.
No se puede esconder un pecado
David manda venir a Urías desde el campo, pregunta hipócritamente por Joab, por el pueblo, por la guerra (v. 7). ¿Acaso era eso lo que le preocupaba? Todos sus pensamientos, ¿no se centraban en el solo propósito de esconder su pecado? Urías, enviado por el rey hacia su mujer, duerme, con todos los siervos, a la entrada del palacio. “¿Por qué, pues”, dice el rey, “no descendiste a tu casa?” Y la bella respuesta de Urías: “El arca e Israel y Judá están bajo tiendas, y mi señor Joab, y los siervos de mi señor, en el campo; ¿y había yo de entrar en mi casa…?” (v. 11).
Esta devoción la había aprendido en la escuela de David. En el capítulo 7:2, David dijo a Natán: “Mira ahora, yo habito en casa de cedro, y el arca de Dios está entre cortinas”? Este deseo piadoso y este testimonio de David habían sido recibidos, habían llevado frutos en su área. Urías habla como el David de antes. ¡Qué reproche involuntario dirige a su venerado amo! Este hombre tiene un corazón sencillo y noble. Dice: «Dios me llama a su servicio, a una actividad para Él, y mientras Él no descanse, no puedo descansar yo».
La fidelidad de Urías
David no hace el menor caso de estas serias palabras; su única preocupación es empujar a Urías hacia el acto mediante el cual el rey pueda cubrir su pecado. Emborracha a su siervo y, a pesar de ello, Urías se mantiene firme en su decisión. David se agita cual pájaro en su jaula, sin recurso contra la mano que le ha encerrado allí. Satanás le sugiere el único medio para escapar de la publicación de su culpa; se convierte en el asesino de Urías. Así David se hace responsable del mismo pecado que su pueblo cometerá más tarde, al dar la muerte “al justo”, que no les hace resistencia (Santiago 5:6). Toma a Joab, asesino él mismo, como cómplice, el que había dicho respecto a la sangre de Abner: “Caiga sobre la cabeza de Joab” (cap. 3:28-29), y se hace esclavo del hombre que tenía todo interés en esclavizarle.
Con la noticia de la muerte de Urías, muerto cerca del muro de Rabá con algunos de los “valientes”, David manda que se le diga a Joab: “No tengas pesar por esto, porque la espada consume, ora a uno, ora a otro” (v. 25). Cuando consigue su objetivo tranquiliza a su cómplice, luego lleva a su casa a Betsabé, quien pasa a ser su mujer y le da un hijo.
La historia, en vez de terminar, no hace más que comenzar. Al final de este capítulo, lleno de corrupción y de vergüenza, leemos una pequeña frase, la única cosa en la cual David no había pensado, la única de la cual tendría que haberse acordado: “Mas esto que David había hecho fue desagradable ante los ojos de Jehová” (v. 27).
Velemos mucho sobre nuestros caminos. Para caer basta un instante, pero para evitar una caída hemos de velar muchísimo sobre lo que la precede. Sí, que nuestra vigilancia sea diaria para no andar en un “camino de perversidad” y para ser guiados “en el camino eterno” (Salmo 139:24). En este camino todo es paz para nuestras almas; es el camino de la vida que conduce al disfrute sin nubes de la presencia de Dios: “En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (Salmo 16:11).
El perdón, la disciplina y la restauración
Había transcurrido cierto tiempo desde la falta cometida por David. La guerra contra Amón, comenzada en el capítulo precedente que, por sí solo, abarca acontecimientos de casi un año, continuaba todavía. El estado de sitio de Rabá no había acabado, y sabemos que en esa época el asedio de una ciudad podía durar años. Durante toda esta época la conciencia de David había quedado adormecida, aunque su pecado estaba sobre él y el fruto de su transgresión delante de sus ojos.
David no confiesa su falta y Dios tiene que intervenir
Entonces interviene Jehová, después de haber esperado durante mucho tiempo el arrepentimiento. El profeta Natán, portador de su palabra, llega de parte de Él para despertar el alma del rey. ¡Cuánto difiere este capítulo 12 del capítulo 7! En un tiempo de prosperidad y de gozo, estando enteramente al servicio de Jehová, David no tenía más que un pensamiento: edificar una casa para su Dios. La primera vez, el Señor le había mandado a Natán para anunciarle que el momento aún no había llegado, pero también para abrirle los tesoros de su gracia, ya que su propósito era regocijar el alma de David. Hoy la escena ha cambiado. El profeta le es enviado para colocarle en la luz de un Dios santo y justo, cuyos ojos son demasiado puros para ver el mal, es decir, que Él no puede soportar el mal y debe juzgarlo.
Natán habla por parábola (v. 1-4) y David, cegado, no se da cuenta de que el relato le concierne a él. Dice el profeta: Había dos hombres en una ciudad, el uno rico, y el otro pobre; el uno poseía ovejas y ganado vacuno, el otro, solo una corderita pequeña a la cual le tenía mucho cariño. Un caminante entró en casa del hombre rico, el cual, para no tocar lo suyo propio, tomó la corderita del hombre pobre y la preparó para el hombre que había venido a su casa.
Ese caminante es una codicia pasajera
Fijemos los ojos en ese caminante, porque todos estamos expuestos a recibir su visita en nuestras casas. Seguramente, cuando se presente, más valdrá cerrarle la puerta para que no entre. Este caminante es la codicia, una codicia pasajera y no de las que uno alberga y alimenta habitualmente en sí. Este caminante había entrado en la casa del rey, sabiendo que allí encontraría con qué alimentarse. Nuestros corazones también contienen siempre los elementos requeridos para sucumbir ante las tentaciones de Satanás. David, olvidando la dependencia de Dios, había creído poder reposar en vez de servir y de combatir. Bastaron estos elementos para que el caminante consiguiera que se le abriese la puerta, dejando a su paso desórdenes y ruinas.
“Entonces se encendió el furor de David en gran manera contra aquel hombre, y dijo a Natán: Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte. Y debe pagar la cordera con cuatro tantos, porque hizo tal cosa, y no tuvo misericordia” (v. 5-6). El corazón y la conciencia de David están en mal estado y, sin embargo, su juicio sigue siendo justo. Aunque él mismo está bajo el yugo del pecado, lo juzga severamente en los demás. A menudo tenemos un discernimiento claro y completo del mal que hay en el prójimo, sin que nuestros propios corazones sean juzgados (Mateo 21:41).
David es digno de muerte
“Entonces dijo Natán a David: Tú eres aquel hombre” (v. 7). ¡Qué súbito derrumbamiento! David ha pronunciado su propia sentencia; ¡es digno de muerte! Este golpe alcanza necesariamente su corazón, pero baja hasta las capas profundas de su conciencia. Colocado repentinamente en la luz, un pecador que no conoce a su Dios puede convencerse, quedarse callado, sin que esta convicción penetre más adentro de él; pero para el hijo de Dios tal estado no puede ser momentáneo, más bien alcanza su conciencia.
Ahora Jehová recuerda a David todo lo que ha hecho por él: “Yo te ungí por rey sobre lsrael, y te libré de la mano de Saúl, y te di la casa de tu señor, y las mujeres de tu señor en tu seno; además te di la casa de Israel y de Judá; y si esto fuera poco, te habría añadido mucho más” (v. 7-8). Los tesoros de mi gracia eran para ti, ¡y tú has pecado en presencia de mi amor! “¿Por qué, pues, tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus ojos?” (v. 8). ¿En qué, pues, la había tenido en poco? Dios le había colmado de bendiciones, ¡y él había preferido la satisfacción de sus codicias!
El mismo juicio se pronuncia contra Elí, porque había honrado a sus hijos más que a Dios. Él temía a Jehová, pero lo había despreciado al dejar a sus hijos hollar los sacrificios y las ofrendas que Él mandó “ofrecer en el tabernáculo” (1 Samuel 2:29). Por eso Jehová le dice: “Los que me desprecian serán tenidos en poco” (v. 30). Encontramos en los evangelios la misma verdad:
Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas
(Lucas 16:13).
Tener como objetos codiciables las cosas que este mundo puede ofrecer, es despreciar a Dios. El alma generalmente se da muy poco cuenta de ello, pero Dios lo considera así. “Por cuanto me menospreciaste”, repite 2 Samuel 12:10.
David había preferido el pecado a Dios
¡Qué horrible! ¿No nos dicen nada nuestras conciencias? Cada corazón natural tiene codicias que le atraen. Por “codicias” no debemos entender solamente las impurezas del mundo, sino “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16), la vanidad, los placeres, la ambición. Estas cosas encuentran fácil acceso al corazón del cristiano, y cuántos días y años pasan a menudo sin que les cerremos la puerta? Cada vez que la abrimos a este huésped, despreciamos al Señor mismo. De ahí el juicio de Dios sobre su siervo David.
Las gracias otorgadas a David eran terrenales; las nuestras son bendiciones espirituales “en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3). ¿Tienen estas cosas tal precio para nuestros corazones, que estos ya no puedan ofrecer ningún asilo al «caminante»? La disciplina y el juicio del Señor caen sobre nosotros en la medida que acojamos o rechacemos a la codicia.
No podemos evitar las consecuencias de nuestros actos
El profeta anuncia a David tres cosas: “No se apartará jamás de tu casa la espada” (v. 10). Dios no ha revocado esta palabra de sangre. Luego (v. 11-12): Sembraste para la carne, de ella segarás corrupción. Estas dos cosas que, desde el origen, han caracterizado al mundo sometido al pecado (Génesis 6:11), iban a convertirse en los huéspedes habituales de la casa del pobre rey culpable.
Antes de exponernos al gobierno de Dios en disciplina, recordemos que este gobierno es inflexible. No podemos evitar las consecuencias de nuestros actos, de nuestra conducta; toda la Palabra de Dios nos lo confirma. La primera epístola de Pedro nos muestra que, incluso en la dispensación actual de la gracia, los principios del gobierno de Dios son inmutables. Sin duda, el alma de un cristiano que cae debe ser restaurada, pero en este mundo no es librada de las consecuencias de su acto.
David pasa por la amarga experiencia de esto hasta el fin de su carrera, aunque su alma, plenamente restaurada, haya podido volver a cantar con el arpa como “el dulce cantor de Israel” (2 Samuel 23:1). La disciplina misma viene a ser un tema nuevo para celebrar las riquezas de la gracia.
Primer paso: reconocer su pecado
Natán solo dice una frase: “Tú eres aquel hombre”, para convencer a David. Este no dice sino una frase en presencia de Dios: “Pequé contra Jehová” (v. 13). Cuando el alma ha visto eso, ha dado un paso enorme. Cuando un cristiano ha caído y Dios ha expuesto su pecado, generalmente se encuentra en él la confesión de su falta: “He pecado”.
El pecado se comete primeramente contra Dios
David dice: “Pequé contra Jehová”, y no: He pecado contra Urías, o contra la mujer de Urías. Nuestros pecados contra los demás pueden sernos perdonados por aquellos a quienes hemos ofendido; podemos remediar, en cierta medida, nuestros pecados contra nosotros mismos, pero, ¿qué hemos de decir cuando hemos pecado contra Jehová?
El que dice: “He pecado” tiene vergüenza de su pecado porque los hombres lo ven; pero es algo distinto cuando uno queda convencido de que lo que ha hecho ha sido “desagradable ante los ojos de Jehová” (cap. 11:27).
Habiendo producido esta convicción completa de pecado, Dios no hace esperar mucho tiempo a su pobre siervo culpable. Nuevamente, solo le dice una frase: “También Jehová ha remitido tu pecado” (v. 13). No dice: «Jehová remitirá», sino “ha remitido tu pecado”. Ya de antemano se ha ocupado del pecado de su siervo; ha provisto para que sea quitado de él y que ya no sea un problema ante Dios. Esto es lo que encontramos en la cruz de Cristo.
El pecado de un creyente produce aversión hacia Cristo por parte de los incrédulos
Antes de volver a su casa, Natán dice luego a David: “No morirás. Mas por cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido ciertamente morirá” (v. 14). “Hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová”. Tal es la consecuencia de nuestras faltas. Satanás emplea cada uno de nuestros pecados para producir, en el corazón de los hombres incrédulos, una aversión abierta hacia Dios y hacia Cristo. He ahí, dice el mundo, adónde les conduce su religión; y Dios es blasfemado. Satanás excita las codicias en un creyente, no solamente para poder acusarle, sino para producir odio hacia Cristo en los testigos de su caída, a fin de que no se vuelvan a Él para obtener la salvación.
La disciplina alcanza a David
La violencia y la corrupción en su casa han sido anunciadas a David como frutos de su pecado. El tercer fruto es la muerte de su hijo. La muerte se abalanza, no sobre él, culpable, sino sobre su hijo querido. Es preciso que el juicio de Dios alcance, de un modo visible e inmediato, a los ojos de todos, la casa del rey. El niño cae enfermo; el padre está en aflicción, en ayunos, en súplicas. ¡Si fuese posible que Dios tenga compasión de él! No, la disciplina debe seguir su curso. ¡Qué suplicio para este corazón, cuya ternura es grande, ante la víctima inocente de su falta!
El principio de la restauración de David
El niño muere. David se levanta de la tierra, se lava, se unge con aceite y cambia su ropa (v. 19-20). Es como un hombre nuevo, que comienza una nueva carrera. Entra en la casa de Jehová y adora. ¿Acaso es para llevar luto? No, sino para reconocer la justicia, la santidad, el amor de Dios, la reivindicación de su carácter en la disciplina. David se levanta restaurado; puede entrar en su casa y pide que le sirvan algo de comer. Después de haberse doblegado ante Dios, está en camino de volver a la comunión con Él.
Sus siervos le dicen: “¿Qué es esto que has hecho? Por el niño, viviendo aún, ayunabas y orabas; y muerto él, te levantaste y comiste pan”. David contesta: “Viviendo aún el niño, yo ayunaba y lloraba, diciendo: ¿Quién sabe si Dios tendrá compasión de mí, y vivirá el niño? Mas ahora que ha muerto, ¿para qué he de ayunar? ¿Podré yo hacerle volver? Yo voy a él, mas él no volverá a mí” (v. 21-23). “Yo voy a él”. David está satisfecho ahora de llevar, hasta el final de su carrera, el sello de esta disciplina de la cual la muerte de su hijo es testigo. “Él no volverá a mí”. Por lo tanto David acepta como necesario el camino de la muerte, en el cual tendrá que andar desde ahora para volver a encontrar a su hijo.
Ahora el rey puede consolar a Betsabé. Nuevamente fluye hacia él la gracia. Nace otro hijo al que llama Salomón (el pacífico) y que Dios hace llamar por Natán con el nombre de “Jedidías” (amado de Jehová). La gracia introduce a Betsabé, cuya impureza le impedía participar en las bendiciones, en el linaje del Mesías (Mateo 1:6). Viene a ser la madre del rey de paz y de gloria. La gracia se complace en manifestarse a seres decaídos a los que asocia con Cristo, para manifestar en los siglos venideros las “abundantes riquezas de su gracia” (Efesios 1:7).
La plena restauración
Para darse cuenta de la manera en la cual el alma de David fue restaurada, es necesario considerar el Salmo 51. Otros salmos hacen alusión a las mismas circunstancias, pero no citaremos más que este salmo 51, cuyo título es: “Salmo de David, cuando después que se llegó a Betsabé, vino a él Natán el profeta”. Este salmo, profético como todos los salmos, sobrepasa en mucho las circunstancias de la vida de David. Así, “haz bien con tu benevolencia a Sion; edifica los muros de Jerusalén” (v. 18) alude a acontecimientos futuros. El “homicidio” (v. 14) no solamente es la muerte de Urías, sino la del Mesías. David mismo, como lo veremos en la continuación de esta historia, es la figura del remanente de Judá, colocado bajo la ira gubernamental de Dios. Este mismo salmo también puede ser empleado en la predicación del Evangelio para describir el estado de un pecador que vuelve a Dios como el hijo pródigo diciendo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti” (Lucas 15:18). Pero lo que buscamos aquí son los sentimientos individuales producidos en el alma del creyente, privado de la comunión por su caída, y que ha perdido el gozo de su salvación.
Dos pensamientos dominan en el corazón de David al principio de este Salmo 51: el primero es que la gracia es el único recurso para su transgresión (v. 1); el segundo es que ha pecado contra Dios (las únicas palabras que salieron, como lo hemos visto, de la boca de David en presencia del profeta), “para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio” (v. 4). He pecado, dice el rey, de modo que se manifestará la justicia de Dios contra el pecado. ¡Oh Dios! Tu inflexible justicia se muestra al no soportar el pecado. Para mí es la condenación absoluta, ¡pero Tú sabrás sacar tu gloria de ello! Son esos los sentimientos dignos de un santo, juzgado y humillado, a quien Dios conduce a su presencia.
Tres estados del corazón del creyente restaurado
Luego el salmo nos muestra tres estados del corazón en el creyente restaurado. Estos tres estados y sus consecuencias son descritas en las tres divisiones de este salmo.
1. (v. 1-6). El primer estado del corazón está descrito por estas palabras: “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría”. Dios quiere producir en primer lugar “la verdad en lo íntimo”, al introducirnos delante de Él cuando hemos pecado. A menudo el alma juzga una acción y no va más lejos, pero esto todavía no es toda la verdad en el corazón. David juzga su acción: “Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí” (v. 3); pero juzga también su estado: “He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (v. 5). No le basta juzgar su pecado; también juzga el pecado que está en él, lo que ha sido desde su nacimiento. No se contenta con decir: He ultrajado a Dios, sino que se remonta hasta la fuente de ese ultraje y comprende que la razón de todo este mal estaba en su corazón. La sabiduría consiste en discernir estas cosas.
2. (v. 7-13). La verdad en lo íntimo ha llevado sus frutos: un segundo estado del corazón es su consecuencia:
Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí (v. 10).
¿De qué manera podrá producirse este corazón puro? “Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve” (v. 7). Habla del hisopo con el cual se hacía aspersión de sangre sobre el leproso (Levítico 14:2-7), luego del lavamiento con agua. Bajo la ley, con cada pecado tenía que renovarse la aspersión de la sangre; para nosotros, el sacrificio ha sido ofrecido una vez para siempre; pero además, el alma del creyente necesita continuamente ser lavado por la Palabra, aplicado por nuestro Sumo Sacerdote a las impurezas contraídas durante el caminar del creyente: “Lávame, y seré más blanco que la nieve”. Pero para tener un corazón puro, se necesita algo más que nuestra purificación personal: “Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades” (Salmo 51:9). Es preciso que Dios mismo ya no se acuerde de ellos. Para un santo del Antiguo Testamento no era algo hecho, y nosotros no podríamos expresarnos de la misma manera que este versículo 9. Pero cuando nuestros corazones han sido purificados de toda iniquidad, nos presentamos delante de Dios con la conciencia de que Él ya no se acuerda de ella. La consecuencia de esto es que volvemos a hallar el gozo de la salvación, y el espíritu noble que nos sustenta (v. 12).
3. (v. 14-19). Aquí encontramos un tercer y último estado del corazón, estado que, desde su caída y su restauración, caracteriza en adelante a David hasta el final de su carrera. “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; el corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.” (v. 17). Lo que quebranta el espíritu de David es encontrarse ante el “homicidio” (v. 14), pensar que ha derramado la sangre del Justo Urías, imagen profética de la sangre de Cristo vertida por Israel y que permanece sobre este pueblo y sus descendientes hasta el momento en el cual el remanente volverá a Él, con el corazón contrito y humillado. Más tarde tendremos que volver sobre este tema, pero no olvidemos que Dios nos disciplina para traernos, por los tres grados que vemos en este salmo, desde el corazón verdadero y el corazón puro hasta el corazón quebrantado, la única condición que nos conviene en presencia de la cruz, el único sacrificio que Dios acepta con el de las alabanzas (v. 15), el único estado del corazón que no nos expone a nuevas caídas.
Amnón
Otra consecuencia de la caída de David
El alma de David es restaurada, su conciencia purificada y su corazón humillado. A pesar de eso hace falta que los caminos del gobierno de Dios a su respecto sigan su curso. Lo que Natán predijo: “No se apartará jamás de tu casa la espada… yo haré levantar el mal sobre ti de tu misma casa… yo haré esto delante de todo Israel y a pleno sol”, todo esto debe cumplirse infaliblemente: David experimentará la necesidad de ello con el corazón quebrantado.
Las cosas relatadas en este capítulo son odiosas. Era “vileza” en Israel (v. 12). La Palabra de Dios las relata porque es “la verdad” y nos pinta al hombre tal como es, en toda su fealdad, para impresionarnos con el horror de su corrupción. Estos hechos horribles de inmoralidad y de violencia son los de los hijos de David, Amnón y Absalón, el uno tan alejado de Dios como el otro. Un amigo, pariente y consejero, Jonadab, se encuentra allí para empujar a Amnón en el cenagal (v. 4-5). Este mismo hombre conocerá más tarde el complot de Absalón sin oponerse a él (v. 32).
¡Cuán cortas y vanas son las delicias del pecado!
¡Apenas uno ha mojado los labios en la copa, cuando ya se saborea su intolerable amargura! “Luego la aborreció Amnón con tan gran aborrecimiento, que el odio con que la aborreció fue mayor que el amor con que la había amado” (v. 15). Inmediatamente se horroriza de esta pobre víctima de su acto infame. Lo juzga todo, con excepción de sí mismo. Absalón, violento y engañador, se venga de la deshonra de su hermana por medio del fratricidio.
La pérdida de la fuerza espiritual
Sin embargo, una cosa me llama la atención en el David restaurado, como de aplicación más general.
Muestra una falta de cierto discernimiento espiritual, que no estaba en su carácter antes de su caída. Ya todo estaba en regla entre su alma y Dios cuando, en el capítulo 12:26-31, había ido a sitiar a Rabá. El juicio de los hijos de Amón era justo y según los pensamientos de Dios, pero parece que David añade ideas personales, sea en la victoria, sea en la venganza. Su sentido espiritual ya no tiene la fuerza de antes. Toma la corona del rey y la pone sobre su cabeza, mientras que en tiempos pasados (cap. 8:11) había consagrado a Jehová todos los tesoros de las naciones. Ejerce sobre el pueblo una venganza cruel, de la cual 1 Crónicas 20:3, que nos presenta al rey según los consejos de Dios, omite por lo menos una parte. Nunca antes David había hecho semejantes cosas. Pero hay más. En nuestro capítulo 13, todas las intenciones benévolas de David, sus deseos de acuerdo entre sus hijos, se vuelven contra él. Involuntariamente obra en sentido inverso de lo que debería. De modo que es él quien, en el versículo 7, manda a Tamar ir a la casa de Amnón. Más tarde, cuando Absalón madura el pensamiento del asesinato, David intenta primero resistir, pensando que si cede al ruego de su hijo podría resultar mal de ello; pero luego cede, mandando, para salvaguardar a Amnón, a sus demás hijos con él. Todo eso no demuestra quizás un juicio espiritual muy perspicaz.
El versículo 39 nos enseña además que el malvado Absalón era el hijo predilecto de David. “El rey David deseaba ver a Absalón; pues ya estaba consolado acerca de Amnón, que había muerto”. En el capítulo siguiente, David se deja persuadir fácilmente de hacer regresar a Absalón a Jerusalén, y esta decisión es la causa inmediata de todos los desastres que sobrevienen a continuación. Sin duda, Dios cumple con eso sus designios, pero todos estos hechos nos ofrecen una seria enseñanza. Cuando un creyente ha caído entregándose a su propia voluntad, su alma, aunque esté restaurada, ha perdido cierta energía espiritual. Si sucede que ha despreciado o considerado poco importante la comunión con el Señor y la ha perdido, le hace falta cierto tiempo para recuperar la inteligencia espiritual que acompaña esta comunión. Es como si la caída hubiese traído una detención en el crecimiento espiritual del creyente.
La disciplina del Señor y de la Iglesia
Toda alma que se expone a la disciplina del Señor y a la de la Iglesia, frecuentemente manifiesta esta pérdida de energía espiritual. Bien puede ser restaurada, puede haber recuperado la comunión de Dios y de los santos, pero una fuerza secreta ha huido de ella por la acción del pecado, y quizás no la recobrará jamás.
Pidamos a Dios que nos conceda que estimemos su comunión como algo muy precioso, tan precioso que seamos celosos para no perderla, como tampoco la fuerza y el discernimiento que la acompañan.
(Texto extraído del libro: «Meditaciones sobre 2 de Samuel», de H. Rossier, adaptación).