La Iglesia del Dios viviente n°8

Los dones y el ministerio

El siervo y su ministerio

Hasta ahora hemos tratado acerca de los varios dones dados a la Iglesia por su Cabeza glorificada. Ahora consideraremos al siervo y su ministerio; pero, antes de encarar este tema, deseamos recordar a nuestros lectores lo que tenemos en mente. Queremos considerar el asunto del ministerio en “la iglesia del Dios viviente” como revelado en las Escrituras. Nuestro propósito no es el de considerar cómo el ministerio se lleva a cabo en las varias iglesias denominacionales o independientes. Tampoco vamos a guiarnos por las enseñanzas de eruditos y doctores en Teología, ni por lo que hoy en día es el proceder aceptado y tradicional en muchos lugares.

¿Qué dice la Escritura?

Para el obediente hijo de Dios, para alguien deseoso de hacer la voluntad de su Señor y Salvador, hay solamente una consideración y una pregunta: “¿Qué dice la Escritura?” (Romanos 4:3). ¿Cuáles son las instrucciones del Señor al respecto? Para el alma sincera y concienzuda, la obediencia a la Palabra de Dios es lo más importante. Lo que Dios ha hablado y revelado como su voluntad para su pueblo y su Iglesia es lo que debe hacerse. A uno que es gobernado por la Palabra de Dios, poco le importa lo que el hombre diga, piense o haga. Él dirá, como Isaías:

¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido
(Isaías 8:20).

Creemos realmente que en su Palabra el Señor nos ha dado instrucciones y enseñanzas explícitas en cuanto al orden en su Iglesia y en cuanto a la conducta de sus siervos en el ministerio, tal como en todas las demás cosas. Creemos que no ha dejado nada librado a nuestra elección ni nada para que nosotros lo inventemos. La senda y el orden para la Iglesia y los siervos de Dios están tan claramente trazados en las Escrituras como lo están para el camino de la salvación y cualquier otra verdad. Solamente nos toca escudriñar y conocer la mente del Señor al respecto.

En el libro de los Hechos tenemos la relación divina acerca de la Iglesia apostólica, la Iglesia edificada por Cristo. En las epístolas –las de Pablo especialmente– tenemos las instrucciones y enseñanzas inspiradas en cuanto a su orden y su funcionamiento en el mundo. Las epístolas a los Corintios en particular nos dan el orden en la Iglesia. En estos escritos apostólicos el modelo divino para la Iglesia ha sido trazado para el presente y para el futuro. Nuestra responsabilidad es estudiar ese modelo y seguirlo. No debemos hacer lo que nos parezca conveniente o mejor para nuestra época. Mientras Moisés edificaba el tabernáculo, Dios le exhortó tres veces a que hiciera todo “conforme al modelo” que le había sido mostrado en el monte (Éxodo 25:9, 40; 26:30). La misma exhortación nos concierne hoy en día, en cuanto a la Iglesia, que es la casa de Dios en esta dispensación de la gracia. Quiera Dios que el sincero deseo del autor y del lector sea seguir siempre el modelo de la Iglesia que Dios nos muestra en su Palabra.

Cristo, el Señor, el Maestro

Ya hemos indicado que el ministerio espiritual público de predicar y de enseñar ha de ser llevado a cabo solamente por los que son dotados y llamados por Cristo para prestar este servicio. Esto es así sin importar si son llamados para trabajar por tiempo completo o parcial. Por eso, el nombramiento humano y la elección personal no tienen ningún lugar en la sagrada obra del ministerio. Por lo tanto, es de capital importancia que el siervo de Cristo siempre recuerde Quién es el que le ha llamado y capacitado para el ministerio. Es necesario que siempre tenga en cuenta que Cristo es su Cabeza viviente en el cielo y que debe servir bajo Su control y bajo Su dirección solamente.

El Señor dijo: “Uno es vuestro maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos” (Mateo 23:8). Es de suma importancia, por lo tanto, que el siervo de Dios se mantenga libre para servir a su único Maestro y Cabeza y evite la sujeción a un yugo de esclavitud constituido por las autoridades y los sistemas religiosos. Bajo tal yugo, muchas veces no podría hacer lo que su Señor y Salvador le indicara. El apóstol Pablo nos da un buen ejemplo de esto. No reconoció a nadie más que a Cristo como maestro, ni admitió ninguna otra autoridad que no fuese la de Él. Dijo que no había recibido su ministerio del hombre sino del Señor (Gálatas 1:10-20).

Cuando el Señor comisionó a sus apóstoles para que salieran al mundo con el Evangelio, dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mateo 28:18). Nunca renunció a esa potestad y autoridad, ni las delegó a nadie en la tierra, llámese papa u obispo, o detente otro título cualquiera. Cristo obra mediante el Espíritu Santo aquí en la tierra y Este es su único representante y vicario legítimo. Esto se ve claramente en el Nuevo Testamento, en el cual no hallamos ningún fundamento que justifique la implementación de sistemas religiosos que establezcan una jefatura o mando sobre los siervos de Cristo. Cuando estos se hallan bajo la autoridad de otros hombres, es porque la autoridad de Cristo ha sido usurpada y se le ha robado a Él mismo su lugar como cabeza de su Iglesia.

Todos nosotros debemos someternos los unos a los otros, y los jóvenes a los ancianos, como lo exhorta Pedro (1 Pedro 5:5). Debemos trabajar en comunión unos con otros. También es necesario que haya disciplina en la Iglesia para refrenar las actividades carnales, pero solo Cristo tiene autoridad sobre sus siervos para dirigirlos en las actividades que Dios les ha asignado. Él los llama para su servicio, les provee de dones, los califica y forma para su obra. Solo Él puede dirigirlos en cuanto al momento y el lugar en que han de servir y en cuanto a qué mensajes han de transmitir. Nadie tiene el derecho de interponerse entre el Señor de la mies y sus siervos, ni mucho menos ejercer autoridad sobre ellos. Aun el apóstol Pablo, quien tenía una autoridad apostólica que nadie tiene en la Iglesia hoy en día, evitó gobernar a Apolos y tampoco le exigió que fuera a Corinto. Era su deseo que él fuera y ayudara a los creyentes de aquel lugar, pero, como Apolos “de ninguna manera tuvo voluntad de ir” en aquellos momentos, Pablo le dejó libre de hacer como su Maestro (Cristo) se lo indicara (1 Corintios 16:12). En cambio, Pablo sí tuvo libertad de enviar a Timoteo y Tito, quienes habían sido llamados por Dios para trabajar con él.

El siervo de Cristo que comprende que el Señor es su único Maestro y Cabeza, procurará siempre “agradar a aquel que lo tomó por soldado” y servir a su Salvador crucificado (2 Timoteo 2:4); buscará hacer su voluntad. Si alguien ha sido llamado a ser siervo del Señor, ¿cómo podría contratarse para ser el siervo de una denominación o de una congregación y cumplir lo que le digan los hombres? Cuando alguien toma un empleo, se convierte en siervo de los que lo han contratado y tiene la obligación de agradarles. ¿No le convendría más bien al siervo de Cristo mantenerse libre, para servir solamente a su Maestro, dondequiera y del modo que le indique día a día? ¡Seguro que sí! Otra vez el apóstol Pablo es nuestro noble ejemplo. A los Gálatas les escribió:

¿Busco ahora el favor de los hombres?… Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo
(Gálatas 1:10).

Los apóstoles se llamaban a sí mismos “siervos de Jesucristo” (Romanos 1:1; 2 Pedro 1:1; Judas 1:1). Como hemos sido comprados al precio de su sangre preciosa, se nos exhorta: “No seáis vosotros siervos de los hombres” (1 Corintios 7:23, V. M.). Debemos ministrar a los hombres con servicio de amor, pero Cristo es nuestro Maestro.

El llamamiento divino

El llamamiento para servir al ministerio del Evangelio o para cuidar de las ovejas de Dios viene del Señor mismo, cosa tan cierta hoy como cuando Él llamó a los apóstoles o dio potestad a otros para ministrar su Palabra en la Iglesia primitiva (véase Efesios 4:11; Romanos 12:6-8; 1 Pedro 4:10). Aun los verdaderos profetas del Señor en el Antiguo Testamento fueron llamados por Él mismo para su ministerio. De otros profetas que profetizaron mentiras en Su nombre, Él enfatizó: “No los envié, ni les mandé” (Jeremías 14:14). Estas palabras ciertamente se aplican a muchos falsos maestros y predicadores de hoy en día.

Pero todo verdadero siervo de Cristo tendrá la plena convicción en su propia alma del llamamiento divino para el servicio. El Espíritu Santo obra en el corazón de aquellos a quienes el Señor quiere usar como sus ministros. Sienten Su llamamiento en el alma, el corazón es ejercitado y puesto en condiciones de responder a la orden divina. Muchos ejemplos de este llamamiento divino se encuentran en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Algunos de ellos pueden ser provechosamente considerados por el lector en Isaías 6; Jeremías 1; Marcos 1:16-20; 3:13 y 14; y Hechos 9 y 22.

Sin tener el corazón ejercitado por el Espíritu Santo, sin tener conciencia del llamamiento divino y en cierta medida el don para responder a este llamado, ningún cristiano debería entrar en el ministerio público de Cristo. No se nos da el derecho de escoger ni nuestro lugar ni nuestro servicio en el cuerpo de Cristo. Esta prerrogativa pertenece solo al Señor. Nuestra parte consiste en conocer individualmente su voluntad y ocupar el lugar que Él nos asigna. Si uno sale para predicar o enseñar sin ser llamado por Dios para esta santa obra, no será sostenido por Él. Tarde o temprano quedará agotado o dejará de llevar a cabo la obra del Señor. A los que Él llama, los hace idóneos y competentes para servirle y sin esta habilitación divina, el ministerio no se puede desempeñar de conformidad con la mente de Dios.

La naturaleza y el alcance del llamamiento para el ministerio público varía mucho. El Señor de la mies dará a conocer a cada siervo ejercitado exactamente dónde, cómo y hasta qué punto ha de servir. Dios llama a uno para que trabaje localmente, a otro para que viaje aquí y allí en su propio país, y a otro para que vaya a tierras lejanas. A uno Dios lo llama para que dedique todo su tiempo a la obra, evidentemente después de una adecuada preparación en Su escuela. A otro, Dios lo escoge para que, sin dejar su trabajo diario, predique y enseñe en sus horas libres.

Es idea equivocada creer que uno no pueda seguir una vocación terrenal para su mantenimiento y al mismo tiempo ser ministro de Cristo. También es equivocada la opinión de que solo los que dedican todo su tiempo al Señor son sus ministros. En las Escrituras no vemos nada acerca de separar a los cristianos en dos clases: el «clero oficial» y los «laicos». Ni se encuentra el pensamiento de que el ministerio sea una profesión honorable que uno pueda elegir para ganarse la vida, como si se tratara de una profesión cualquiera. De lo contrario, el ministerio es un llamamiento santo, un servicio celestial. Es una labor de amor para Cristo, hecha en la dependencia de Él en cuanto a la obtención de su sustento. Es verdad que las Escrituras dicen que “digno es el obrero de su salario” (1 Timoteo 5:18 y que “los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio” (1 Corintios 9:14). Sin embargo, tenemos también el ejemplo del gran apóstol Pablo: trabajaba día y noche haciendo tiendas, predicó el Evangelio sin recibir ni un centavo por ello (Hechos 18:3-4; 20:33-35; 1 Tesalonicenses 2:9).

En relación con esto queremos agregar las palabras de C. H. Mackintosh: «Estamos convencidos de que, por regla general, es mejor que cada uno tenga un trabajo manual o intelectual, y que a la vez predique y enseñe, si ha recibido el don para enseñar. Hay excepciones a la regla, sin duda. Hay algunos que son claramente llamados, dotados, usados y sostenidos por Dios, y no puede haber duda alguna acerca de su camino. Sus manos están tan ocupadas, su tiempo tan absorbido por su ministerio en hablar, escribir, enseñar públicamente y visitar a las personas de casa en casa, que les sería imposible hacer lo que se llama el trabajo secular, aunque no me gusta esta expresión. Tales servidores tienen que seguir adelante con Dios, dependiendo de Él y Él los mantendrá sin falta hasta el fin».