El cristiano y el mundo

No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él (1 Juan 2:15).

¿Debe el cristiano involucrarse en la política?

Muchos estiman que como buen ciudadano, un cristiano debe interesarse por el gobierno de su país, y debe votar, contribuyendo así a llevar al poder a hombres honorables. Pero Dios habla de manera distinta. Repetidas veces en su Palabra, y de diversas maneras, nos dice que como hijos suyos no somos ciudadanos de ningún país ni miembros de sociedad alguna:

Nuestra ciudadanía está en los cielos
(Filipenses 3:20);

desde luego, solo tenemos que vérnoslas con las cosas celestiales. “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). Si las cosas terrenales absorben mis pensamientos y mi corazón, me constituyo en enemigo de la cruz de Cristo (Filipenses 3:18). “No os conforméis a este siglo” (Romanos 12:2).

Nuestra conducta frente a las autoridades

Entonces, ¿qué tenemos que ver con las autoridades? Pues, someternos a ellas, ya que Dios las ordenó; cuando fijan sus impuestos, debemos pagarlos, e igualmente hacer rogativas por los reyes y por todos los que están en eminencia (1 Timoteo 2:1-2). Lo único que un cristiano puede realizar en política, es someterse a las autoridades sobre él establecidas, “no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia” (Romanos 13:5). Excepto cuando dichas leyes se oponen a nuestra obediencia a Dios (Hechos 4:19), pero en ningún caso esta resistencia debe ser violenta, sino pacífica. Cierto es que el creyente es el “heredero de todo” en Cristo (Hebreos 1:2; Romanos 8:17), incluso de la tierra en la cual el sistema mundano opera hoy día. Pero, como tampoco a Abraham en el país de Canaán, actualmente, Dios ni siquiera da al cristiano como herencia un lugar “para asentar un pie” (Hechos 7:5). “El justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17).

Si el verdadero hijo de Dios no toma partido en cosas de política, no es tanto porque crea malo el adherirse a una opinión, sino porque ha dado su voto y su adhesión al Hombre que está en los cielos, a quien Dios ha ensalzado como “Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:16). Además, las cosas terrenales perdieron todo interés para él, porque ha hallado cosas de mayor valor y atractivo. También ve que el mundo es impío en su espíritu y en su esencia, y que sus reformas y progresos más preciados van apartando paulatinamente a Dios del corazón del hombre. Desea rendir homenaje a Dios y a su verdad, anunciando que a causa del rechazo hecho a Jesús por el mundo, vendrá el juicio en el día de la aparición de Cristo, cuando los hombres se congratularán creyendo estar en paz y seguridad. Espera que, por medio de la predicación que él hace de la Palabra, algunos aprendan a liberarse de los lazos en los cuales Satanás aprisiona a toda la humanidad.

Contra la corriente

Los que somos salvos, hemos de estar aparte, como habiendo tomado posición con Cristo rechazado, frente al mundo que lo ha crucificado. Tenemos que presentarnos como hombres de una raza celestial: “irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Filipenses 2:15). Esta es la misión –¡y cuán elevada!– de los hijos de Dios. Pero cuesta mucho vivir de esta manera. Debemos ser semejantes a una roca solitaria en medio del ímpetu de un río caudaloso. Todo cuanto la rodea está moviéndose. Todo tiende a hacerla vacilar. Una continua e implacable presión se ejerce sobre ella. Pero se mantiene firme en medio de una interminable oposición, la cual tarde o temprano la arrastraría si no contara con la firmeza de la verdadera Roca: Cristo.

Cuando obedecemos a Dios, la tormenta se levanta contra nosotros. Ser miembro de lo que se llama «una iglesia», o denominación religiosa, es cosa fácil; también es fácil hacer como hacen los demás. Ser hombre honrado y buen ciudadano no ocasiona ninguna persecución. Uno puede reunir todas estas cualidades y, sin embargo, seguir la corriente de este mundo. Pero resplandecer como luminares de Dios en el mundo provoca la enemistad; por doquiera que se ve a Cristo, se le odia. Si lo ven en mí, me odiarán por este motivo. Pero si, al contrario, como cristiano, gozo de buena reputación, si nadie me reprocha nada, ¿qué significa eso? Que no siendo manifestada la vida de Jesús en mi cuerpo mortal, no se puede ver a Cristo en mí.

Una posición clara

Así son las cosas: cuando un alma ha llegado realmente al conocimiento de Dios, o más bien, a ser conocida por Dios, se siente atraída hacia las cosas celestiales por su unión con Cristo. No tiene ningún deseo de participar en el sistema u orden de cosas del mundo, y bien puede pensar: ¿cómo podría yo retornar a tan débiles y miserables principios? Alguien que ha llegado a ser hijo de Dios, que posee la vida eterna en Cristo, que es identificado con la Cabeza glorificada (verdad que le ha sido revelada por la Palabra y el Espíritu), ¿cómo podría tener intereses en el mundo, habiendo conocido a Dios? Si vemos a un niño comiendo una fruta verde y ácida en un huerto donde hay un árbol cargado de las más deliciosas frutas, deduciremos que ese niño no conoce lo que es una fruta buena. Del mismo modo, si un hombre se apega a las cosas que forman el sistema de este mundo, nos preguntaremos: ¿es posible que tal hombre conozca realmente a Dios?

Por este motivo las palabras de Dios no se nos presentan como mandamientos formales, tales como: «No votarás», «No recibirás honores de este siglo malo», «Sufrirás el oprobio». Al contrario, Dios habla de tal modo que el discípulo amante pueda descubrir su camino, estando más con Cristo para asemejarse cada día más a él, como liberado “del presente siglo malo” (Gálatas 1:4). Su corazón egoísta fue quebrantado y ahora solo siente la necesidad de conocer los pensamientos de su Señor.

Para nosotros ya no es como en los antiguos mandamientos de la ley de Moisés: «Harás», «no harás». Sin embargo, la voluntad de Dios puede discernirse perfecta, clara y fácilmente con tal de que el ojo sea sencillo (sin doble visión). Dios cuida maravillosamente para que un corazón que le ama pueda conocerla sin dificultad; en cambio, un corazón falto de sinceridad busca inevitablemente disculpas y escapatorias para caminar en una senda de propia voluntad.

En una familia puede hallarse la aplicación de esta verdad. Imaginémonos a un hijo cariñoso, obediente, que ama a sus padres y hace lo posible para comprender su conducta y conocer su voluntad: sabrá lo que tiene que hacer y lo hará con agrado. Mientras que otro hijo, que se halla en las mismas condiciones, goza de los mismos privilegios y conoce bien los pensamientos e intenciones de su padre –o por lo menos debería conocerlos–, desde que busca satisfacer sus propios deseos, dice: «Yo no lo sabía, nunca me dijiste que no debía hacer esto o aquello, ir a tal o cual lugar».