La ley del leproso

Levítico 14

La purificación del leproso

El Señor mismo dijo:

Muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; pero ninguno de ellos fue limpiado, sino Naamán el sirio
(Lucas 4:27).

¿Por qué, pues, no habían aprovechado las precisas y detalladas instrucciones consignadas en un largo capítulo del Antiguo Testamento en cuanto al medio por el cual la lepra de un israelita podía ser purificada?

Responder a esta pregunta da pie a otra: en nuestra época millares de pecadores podrían ser salvos, ¿por qué no lo son, si Dios ha provisto los medios para su salvación?

“Y habló Jehová a Moisés, diciendo…”. Con estas palabras Dios introduce el tema de la purificación del leproso tal como lo había hecho para el diagnóstico de la lepra. Estas instrucciones relativas a la purificación son, pues, las mismas palabras del Dios viviente, fieles y verdaderas. Oigámoslas de todo corazón: “Ésta será la ley para el leproso cuando se limpiare: Será traído al sacerdote” (Levítico 14:2).

¿Recuerda usted el día en que esta hinchazón, erupción, o mancha blanca apareció sobre su cuerpo y fue llevado al sacerdote? No puede olvidar el tétrico veredicto… ni el día en que descubrió que era un pecador. Pensaba entonces como muchos: «No soy tan malo como tal o cual»; pero sabía, sin embargo, que llevaba escondida la llaga que conduce a la muerte. Al comienzo, podía cubrir el mal con sus ropas, mas tuvo que salir fuera del campamento con los vestidos rasgados y la cabeza descubierta, gritando: «¡Inmundo! ¡Inmundo!»

Después, el mal se extendió cubriéndole la cabeza, el cuerpo, los miembros, invadiéndolo todo; se volvió “todo blanco”. ¡Terrible condición cuando, con un alfiler, no se puede pinchar un solo punto que no haya sido cubierto por la lepra!

¿Qué sucede entonces? Puede ser que un amigo le encuentre fuera del campamento, triste, abatido, sin esperanza… le mire de arriba abajo, esboce una sonrisa y diga:

–Todo tu cuerpo está cubierto de lepra. Ven, pues, te llevaré al sacerdote para que seas limpiado…

Entonces, usted responde:

–No, no hay esperanza para mí, estoy peor que nunca; no hay ningún leproso tan enfermo como yo. Mira, estoy completamente cubierto por esta enfermedad.

–Es cierto, lo veo –responde su amigo–, por eso mismo te hallas en condición de ser purificado; ven enseguida al sacerdote.

¿Tenemos parientes o amigos que no sean salvos? Si es así, ¿hemos rogado por ellos? ¿Los hemos llevado a escuchar el Evangelio en alguna oportunidad? Éstos son benditos privilegios que tenemos los que hemos sido limpiados, y que usamos demasiado poco. Que el Señor nos conceda el deseo de ser cada vez más fieles en lo concerniente a nuestros amigos inconversos, que no son en realidad más que pobres leprosos alejados de la presencia de Dios.

Con relación al supuesto encuentro del leproso y su amigo, no puedo resistir al deseo de evocar la breve pero deliciosa escena en la cual vemos a un discípulo ocupándose precisamente en ese servicio. Se trata de Andrés. Una noche conoció al Señor; y ¿qué aconteció después? “Éste halló primero a su hermano Simón” (Juan 1:41). ¡Cuánto me agrada esta expresión: primero! Hacía tiempo que había pasado la hora décima; sin embargo, Andrés no se preocupa por ir a comer o a descansar. Va en busca de su propio hermano; y cuando lo halla ¿qué hace?, le trae a Jesús.

En los evangelios no se habla mucho de Andrés, pero Simón Pedro, su propio hermano, que fue conducido por él a Jesús, es el discípulo que nos ha hecho tanto bien. Andrés parece haberse especializado en esta clase de servicio; lo volvemos a encontrar en el capítulo 6:8 del mismo evangelio, llevando a un joven a la presencia de Jesús. Más tarde lo vemos con Felipe, conduciendo a algunos griegos hacia el Señor, a quien deseaban ver (Juan 12:22). ¡Tarea feliz y fructífera! Que el Señor nos dé el poder para realizarla, llevándole almas una tras otra. ¡Cuán importante es la actuación del amigo que lleva un leproso al sacerdote! Quizá sea desconocido, anónimo, apenas mencionado; no obstante, ese amigo es el eslabón de una cadena, sin el cual el pobre inmundo no podría ser limpiado.

El sacerdote saldrá fuera

Acabamos de ver al leproso y a su amigo dándose prisa en el camino que los conduce al sacerdote; pero detengámonos un instante; no olvidemos que el enfermo no puede pasar los límites del campamento: está impuro. ¿Cómo podrá acercarse a la morada del sacerdote que habita en la casa de Dios, en el centro mismo del campamento? Mas ¡qué dicha! Dios mismo proveyó un medio para que el encuentro pudiera tener lugar: el sacerdote “saldrá fuera del campamento…” nos dice el versículo 3. El Señor Jesucristo, nuestro sumo Sacerdote, salió del seno de su gloria, descendió a este triste mundo de pecado y, como nos dice el evangelio, “cargando su cruz, salió al lugar llamado de la Calavera” (Juan 19:17). Sí, pobre pecador manchado, el Sacerdote le vio venir a usted y salió a su encuentro “fuera de la puerta” donde Él padeció (Hebreos 13:12).

Príncipe de paz eterna, gloria a Ti, Señor Jesús,
De tu heredad paterna nos trajiste vida y luz:
Has tu majestad dejado, y buscarnos te has dignado;
Para darnos el vivir, en la cruz fuiste a morir…

“Entonces éste” –el sacerdote– “le reconocerá; y si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará limpio al llagado; toda ella se ha vuelto blanca, y él es limpio” (cap. 13:13; 14:3).

La penetrante mirada del sacerdote examina nuevamente al leproso; la primera vez le escudriñó para ver si tenía una mancha de lepra y, confirmándolo, tuvo que declararle inmundo. Ahora, el sacerdote debe asegurarse de que ninguna parte de su cuerpo haya quedado sin lepra; y siendo así, puede declararle limpio. Antes trataba de descubrir si se hallaba exento del terrible mal; ahora, debe asegurarse de que está completamente cubierto de lepra.

El Señor Jesús sondea a aquel que se le acerca. ¿Viene este individuo a Él realmente como pecador, culpable, sin esperanza, o como el joven rico del Evangelio? (Marcos 10:17). ¿Tiene algo que argumentar en favor suyo? ¿Está cubierto de pecado? El Señor lo ve ante su misma presencia, pues ha venido hasta donde está el pecador, y le pregunta: “¿Quieres ser sano?” (Juan 5:6). Si es un pecador convencido de estar cubierto de su mal, es decir, de pecado, exclamará como lo hizo en otro tiempo el apóstol: “Yo sé que en mí… no mora el bien… ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:18-25). El sacerdote lo “examinará” y si se halla realmente en este estado podrá ser declarado limpio, salvo. En presencia del Salvador exclamará: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro’’. Es el instante en que el buen Pastor toma a su oveja perdida, la pone sobre sus hombros y gozoso emprende el camino de regreso a casa.

El leproso está curado desde el instante en que se encuentra absolutamente cubierto de lepra. No obstante, para gozar de esta curación debe someterse a los diferentes actos de su purificación. Así es para el pecador; la absoluta convicción de pecado lo lleva al arrepentimiento:

De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza
(Job 42:5-6).

El hijo pródigo es salvo cuando, arrepentido, y sollozando, se arroja a los brazos de su padre y exclama: “He pecado contra el cielo y contra ti…”. Luego, el padre hace vestir a su hijo con el mejor vestido y lo introduce en su casa. Así también el pecador arrepentido lleva vestiduras de salvación y, rodeado del manto de justicia (Isaías 61:10), tiene entrada al Padre (Efesios 2:18). Tal es el sentido de la purificación, que tiene por objeto nuestra comunión con Dios en sus mismos atrios.

Dos avecillas vivas y limpias

He aquí pues al leproso bajo la mirada del sacerdote, quien no encuentra sobre su cuerpo ni un solo lugar sin lepra. ¡Qué gozo, está curado! Usted que ha seguido hasta aquí el camino del leproso en su desgracia, ¿quiere prestar completa atención acerca de lo que debe hacer para su purificación? Escuche, el sacerdote da una orden: “Mandará luego que se tomen para el que se purifica dos avecillas vivas, limpias, y madera de cedro, grana e hisopo” (v. 4).

El leproso es demasiado pobre para procurarse las avecillas y las demás cosas necesarias para el sacrificio, por ese motivo no se las pide a él; el sacerdote ordena que otro las traiga. Ni aun los ricos poseen los elementos necesarios para su purificación; por eso Dios no se los pide. Por la misma razón, en la antigüedad, Abraham respondió a su hijo Isaac: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto” (Génesis 22:7-8). Dios es quien provee siempre para el sacrificio; nosotros, pobres pecadores, moriríamos en nuestros pecados si tuviéramos que buscar el sacrificio conveniente, porque jamás lo encontraríamos. La Palabra de Dios dice: “El sacerdote mandará luego que se tomen para el que se purifica…” (v. 4). El amor de Dios proveyó todo lo necesario para la purificación del pecador. Él procuró las dos avecillas vivas y limpias. Las dos juntas forman una sola y llamativa figura de Aquel que descendió del cielo, nuestro Salvador y Señor Jesucristo (Juan 3:13; Proverbios 8:30).

Contemplemos un momento esta escena: “Mandará el sacerdote matar una avecilla en un vaso de barro sobre aguas corrientes…” (v. 5). Aquí el leproso es solamente un espectador, mientras que otro, no solamente procura la ofrenda, sino que también la degüella. Un vaso de barro, y en este vaso una avecilla limpia, sin defecto. Los cielos son la morada de esa avecilla. Mas ella descendió, dejó su habitación celestial por esta pobre tierra y fue inmolada en un vaso de barro. ¡Sorprendente imagen de nuestro Salvador! Él dejó su morada celestial, dejó su trono de gloria, descendió a este pobre mundo, “fue hecho carne”, “un vaso de barro”. ¡Oh, cuánto nos agrada contemplar a ese hombre celestial manifestado aquí abajo en un cuerpo de carne, y en ese mismo cuerpo recibir la muerte en una cruz donde su preciosa sangre fue derramada!

Hasta la tierra bajó el cielo
De Dios misterio es Emanuel;
Cubre a su gloria humano velo,
De hinojos, demos loor a Él.

¿Quién este amor sondear nos diera?
De Dios, el Hijo, el Creador,
Para el perdido en esta tierra
Siervo fiel fue y buen Pastor.

Este amor que tanto se brinda
También amónos hasta el fin;
Sufre el Cristo y da su vida
Por un mundo perdido y ruin.

Una de las avecillas debía ser degollada en el vaso de barro que se encontraba sobre aguas corrientes. En las Escrituras, el agua es el símbolo empleado con frecuencia para representar la Palabra de Dios:

El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás
(Juan 4:14; Salmo 119:9; Efesios 5:26; etc.).

El agua corriente o viva nos habla de la Palabra de Dios, viva y eficaz, aplicada a nuestros corazones por el Espíritu Santo (Hebreos 4:12). Pero aquí, esta agua viva o corriente estaba mezclada con la sangre de la avecilla muerta; por eso también leemos en el evangelio: “El que… bebe mi sangre, tiene vida eterna… porque… mi sangre es verdadera bebida” (Juan 6:54-55).

Tal vez usted haya oído muchas veces el relato de la muerte del Salvador, cómo de su costado abierto por una lanza brotó sangre y agua. Ha visto, por así decirlo, esa avecilla muerta en el vaso de barro; pero, ¿ha sentido alguna vez que Él murió expresamente por usted? Su sangre y esa agua de vida corren a través de la Palabra divina para comunicarle la vida y limpiar sus pecados mediante el poder del Espíritu Santo. Si bebe de esa Palabra viva, ella producirá en usted una fe viva y una nueva naturaleza; así habrá nacido de agua y del Espíritu.

Oí la voz del Salvador
Decir: «Venid, bebed,
Yo soy la fuente de salud,
Que apago toda sed».

Con sed de Dios, del vivo Dios,

Al Calvario acudí,
Y de su herida, fuente fiel,
La vida yo bebí.

“Después tomará la avecilla viva, el cedro, la grana y el hisopo, y los mojará con la avecilla viva en la sangre de la avecilla muerta sobre las aguas corrientes” (v. 6).

Ya hemos notado que las dos avecillas juntas forman una sola imagen de nuestro Señor Jesucristo. Hemos considerado al «Hombre celestial» descendiendo del cielo, siendo crucificado por nosotros en su cuerpo de carne, y bajando a la tumba. Pero he aquí que resucita llevando en sus manos, su costado y sus pies las marcas de la muerte que sufrió… Así vemos que la avecilla viva era sumergida en la sangre de la avecilla muerta y en el agua viva; luego salía llevando en sus plumas las señales de la muerte junto con la vida: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos” –dijo Tomas– “y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré…”. “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy”, dijo el Señor resucitado (Juan 20:25; Lucas 24:39).

El cedro, la grana y el hisopo, junto con la avecilla viva, debían ser sumergidos en la sangre y el agua; estas cuatro cosas formaban un solo manojo en la mano del sacerdote.

Como lo hemos visto, la avecilla viva es figura de Cristo, el Hombre celestial.

El cedro simboliza las grandes y nobles cosas de la naturaleza. La madera de cedro sirvió para la construcción del templo de Jehová en Jerusalén, para la casa del bosque del Líbano, para el palacio de Salomón y su carroza real (1 Reyes 7:2; 2 Crónicas 2:3-16; Cantar de los Cantares 3:9).

La grana o púrpura es el color de los vestidos reales, de quienes ocupan un elevado cargo en la tierra, reyes, príncipes, etc., pero que tienen igualmente la necesidad de ponerse, como toda la humanidad, bajo la señal de la sangre. Recordemos que a Jesús le vistieron con un manto de púrpura, burlándose de su dignidad real (Marcos 15:17; Juan 19:2).

El hisopo, a su vez, simboliza la humillación, la pequeñez, las cosas despreciables de la naturaleza. Para untar el dintel y los postes con la sangre del cordero pascual se empleaba un manojo de hisopo (Éxodo 12:22); Moisés roció y santificó a Israel al pie del Sinaí con sangre, agua, grana e hisopo (Hebreos 9:19). “Purifícame con hisopo, y seré limpio…” exclama David sintiéndose culpable (Salmo 51:7). Salomón “disertó sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared” (1 Reyes 4:33). Este pasaje destaca las cosas más nobles como las más viles de este mundo.

En todo el evangelio de Mateo aparecen la grana y el cedro, es decir, la realeza y la grandeza del Señor como hijo de David. Su ge­nealogía, su nacimiento, los honores recibidos en Belén, en la casa de Betania, y después, su resurrección, todo esto lo proclama Rey. En los evangelios de Lucas y de Marcos, por el contrario, lo que aparece con énfasis es el hisopo, es decir, la humillación del Señor. En éstos, el Espíritu de Dios nos presenta al hijo del hombre, al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, su sumisión cual siervo de Jehová, su obediencia hasta la muerte de cruz. En el evangelio de Juan vemos al Hombre celestial, la “avecilla viva”, el Verbo hecho carne: “Salí del Padre” –dice el Señor– “y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre” (Juan 16:28).

Así, como un solo manojo en la mano sacerdotal, los cuatro evangelios en sus cuatro aspectos presentan al Señor como aquel que debe pasar a través de la muerte para rociar con su sangre a un pobre leproso, a una miserable criatura, al hombre que Él mismo había creado. Notemos además que para obtener el agua de la purificación, según Números 19:1-7, el sacerdote debía echar palo de cedro, hisopo y escarlata en medio del fuego en que ardía la vaca alazana, cuya sangre había sido presentada a Jehová; luego se juntaba la ceniza para mezclarla con agua corriente: otra figura elocuente de la posición y del sacrificio de Cristo presentado en los cuatro evangelios.

Sin embargo, el cedro, la grana y el hisopo pueden representar también al pecador que ocupa distintas escalas sociales: el hombre en eminencia dotado de las más altas cualidades, la mujer distinguida, el más honesto y humilde trabajador. Todos, sin excepción, deben descender a ese flujo purificador para obtener la salvación. En cuanto al creyente, todo lo que es de este mundo debe ser crucificado y sepultado (Gálatas 6:14).

Purificación inicial

"Y rociará siete veces sobre el que se purifica de la lepra, y le declarará limpio" (v. 7). Contemplemos un momento esta escena conmovedora: el leproso ha sido traído de su proscripción, el sacerdote se ha acercado a él, otro ha procurado las dos avecillas vivas y limpias y, habiendo degollado una de ellas, ha mezclado su sangre con aguas corrientes en un vaso de barro; la avecilla viva, el cedro, la grana y el hisopo, todo ha sido sumergido en la sangre y el agua que corren ahora sobre el cuerpo del leproso. El sacerdote lo rocía una, dos, tres veces, siguiendo así hasta la sexta vez, y todavía no hay ningún cambio en el inmundo. Pero en la séptima, cifra que indica la perfección de la obra, el hombre es declarado limpio; la sangre lo limpió. No existía otro medio, pues “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22).

Tampoco hay otro para nosotros sino la sangre que corrió del costado abierto del Salvador en la cruz.

La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado
(1 Juan 1:7; véase Hebreos 9:22).

Tuvo que morir la avecilla pura para que el leproso inmundo pudiera ser purificado con su sangre. Sólo la preciosa sangre de Cristo, quien murió por cada uno de nosotros, puede lavar al más vil, al más sucio, al más repugnante pecador.

Pero aquí puede formularse una pregunta: ¿cómo podía saber el leproso que su purificación se había cumplido? ¿Había desaparecido la lepra en la séptima aspersión? ¿Se veía algún cambio en su cuerpo? No creo que haya variado en lo más mínimo su aspecto anterior. ¿Cómo podía saber entonces que estaba limpio?

Después de haber efectuado la séptima y última aspersión, el sacerdote lo había declarado limpio. Mientras contemplamos esta maravillosa escena, podemos oír la declaración divina: “Si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias…? Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Y nos atestigua lo mismo el Espíritu Santo” (Hebreos 9:13; 10:14, 15).

La sangre de la avecilla ha limpiado al leproso; éste lo sabe por la palabra del sacerdote. El que poco tiempo atrás lo había declarado inmundo, es el mismo que ahora lo declara limpio.

Pero no es todo; la avecilla viva que todavía está en la mano del sacerdote ahora es soltada; la obra del sacrificio terminó, no hay por qué retenerla aquí abajo. Nuestro Señor y Salvador, después de haber resucitado de entre los muertos y haberse detenido un poco con sus discípulos, ascendió a los cielos llevando en su cuerpo las señales de la cruz que proclamaban cumplida su obra redentora. Su victoria está asegurada, nuestros pecados han sido quitados sin dejar ninguno delante de Dios, pues él los llevó todos en su cuerpo; él mismo es acepto en los lugares celestiales y nosotros en él: está “sentado a la diestra de Dios…” (Hebreos 10:12). A su tiempo verá todo el fruto en sazón del trabajo de su alma, se presentará a sí mismo a la Iglesia sin “mancha ni arruga”; incluso las heridas que ella sufrió en sus conflictos aquí abajo habrán desaparecido. Pero a su vez, ella verá indelebles en las manos, los pies y el costado de su Señor las heridas que fueron el precio que Él pagó por ella.

Tu gloria aquí fue velada por la sangre y el llorar,
Mas pronto el Resucitado su belleza ha de mostrar.
¡Con qué inefables delicias, tu mirada puesta en mí,
Me dirá con tus heridas: «Yo morí también por ti»!

Gracias sean dadas a Dios porque su obra es completa. Él hizo la propiciación por nuestros pecados; ni un solo pecado nuestro ha quedado sobre él. Por lo tanto, pudo salir de la tumba y subir al cielo. Su obra fue aceptada en los lugares celestiales donde él ha vuelto a entrar, prueba positiva que todo fue perfectamente consumado.

Supongamos que un vecino encuentre al leproso purificado, y le diga:

–¿Qué haces aquí? Eres leproso, ¡fuera del campamento!

–Sí –responderá–, yo ciertamente era leproso, pero gracias a Dios he sido limpiado.

–¿Tú, limpiado? No parece. Al contrario, estás peor que antes; estás cubierto de ese espantoso mal.

–Es verdad, mas el sacerdote me roció con la sangre de la avecilla muerta y me declaró limpio. Sé que estoy limpio porque él lo dijo.

–¡Qué absurdo! seguramente has comprendido mal sus palabras; debió haberte dicho que eres inmundo; todos pueden ver tu lepra.

–No, es imposible que haya comprendido mal; primero fui rociado con la sangre y después oí al sacerdote declararme limpio. Y no es todo, pues vi con mis propios ojos cómo la avecilla viva, cubierta de sangre, subió al cielo. ¿Conoces la ley? Recuerda que la avecilla viva no podía echar a volar hasta que el sacerdote me hubiera declarado limpio.

–Pero –continúa el vecino–, ¿quieres decirme que te sientes purificado, mientras que admites estar cubierto de lepra?

–Amigo, no es ése el asunto; el sacerdote me dijo que estoy limpio, de modo que todo está en regla; únicamente él está autorizado para hacer tal declaración. Me declaró limpio y, por lo tanto, que lo sienta o no, creo que estoy limpio.

En tanto que el vecino se aleja, el feliz leproso, seguro del triunfo de su liberación, evoca todavía la escena de la avecilla viva subiendo libremente hacia los cielos. Así sucede con nosotros, pecadores lavados en la sangre de Jesús. Cuando con los ojos de la fe vemos a nuestro Señor y Salvador volver a sus moradas celestiales, después de haber muerto por nosotros, entendemos que Él fue acepto por Dios en el pleno valor de su obra cumplida, y nosotros en Él (Efesios 1:6; 2:6).

Esta misma escena, en la que vemos a Jesús vivo, vuelto al cielo, nos refiere algo más. Su resurrección y ascensión proclaman que él es el Conquistador de los dominios de la muerte y el Vencedor de la tumba: “Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad…” (Efesios 4:8). La batalla más grande del Universo fue librada y ganada: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:55).

Perdiste, oh muerte, la suprema batalla,
Rota está tu red, y abierta tu prisión;
Resucita el Santo de Dios y se lanza
Desde la tumba a la célica mansión.

Limpieza indispensable

Ante los ojos de Dios el leproso ahora está purificado, sin mancha; fue declarado así por la autoridad divina con la certeza que le da su Palabra… ¿Qué sigue?

Y el que se purifica lavará sus vestidos, y raerá todo su pelo, y se lavará con agua, y será limpio (v. 8).

Dios ordena algo, y en el acto el leproso purificado procura limpiar todo lo que le concierne: lo externo debe corresponder a lo interno; todo debe hallarse en armonía con esta nueva y maravillosa posición que ocupa ahora ante Dios. En el capítulo precedente, nuestra atención se detuvo particularmente en lo que fue hecho a favor del leproso para su purificación. Al seguir los siete primeros versículos de nuestro capítulo, habremos notado que al leproso no le correspondía hacer nada, sino aceptar los dones y lo que otros hacían a favor de él. Debía poner su confianza en la sangre derramada y creer la palabra del sacerdote. Se encontraba allí cual testigo mudo, embelesado y lleno de gratitud hacia Dios por el sorprendente medio de que se valía para realizar su purificación.

Una nueva etapa comienza ahora para ese hombre. Todo ha cambiado; pone manos a la obra y nosotros lo veremos actuar. Primeramente lava sus vestidos; estaban tan sucios y repugnantes que nadie se hubiera atrevido a tocarlos. Muchas veces vi en la China y también en África a leprosos mendigando a orillas del camino; puedo afirmar que no hay espectáculo más repulsivo. Sus cuerpos están tan sucios que ¿para qué querrían lavar sus vestidos? Pero ahora todo ha cambiado; se halla limpio ante los ojos de Dios y limpio por la fe a sus propios ojos; debe presentarse también así a los ojos de sus semejantes; por consiguiente, debe lavar sus vestidos. Tal vez antes había logrado tenerlos en mejor estado que muchos de sus compañeros de desgracia, de manera que éstos podían extrañarse de que mantuviera tan cuidada su apariencia; él probablemente estaba muy satisfecho de sí mismo. Sin embargo, esto no había sido más que hipocresía, imitando así a los escribas y los fariseos mencionados en los evangelios. El Señor los llamaba hipócritas porque limpiaban lo de fuera del vaso y del plato; pero por dentro estaban llenos de robo y de injusticia (Mateo 23:23-25).

El leproso, declarado limpio por Dios mismo, posee ahora la luz que le permite darse cuenta de que sus vestidos dejan mucho que desear; es imprescindible lavarlos. Estos vestidos nos hablan de algo que nos toca de cerca: nuestros negocios, nuestras asociaciones religiosas, nuestras costumbres, en fin, todo lo que se relaciona con nosotros y que el mundo puede ver. Quizás antes nuestros vecinos solían encontrarnos en salas de juegos, tabernas, cines o en otros lugares de distracción; todas estas prácticas, todas estas costumbres deben desaparecer. ¿Cómo lograrlo? “¿Con qué limpiará el joven su camino?” pregunta el salmista; he aquí la respuesta: “Con guardar tu palabra” (Salmo 119:9). El agua es abundante y eficaz porque “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto” (2 Timoteo 3:16-17).

Después de lavar sus vestidos, ¿qué debe hacer el leproso purificado? Rasurar todo su pelo. Todo lo que oculte cualquier impureza debe ser cortado, cueste lo que cueste. Si a un israelita le estaba prohibido hacer “tonsura” en su cabeza y dañar “su barba” (Levítico 19:27; 21:5), el leproso que se purifica debe hacer desaparecer todo esto, es decir, todo lo que representa la belleza y la gloria humana natural. En medio de un pueblo en el que todos los hombres llevaban abundante cabellera y poblada barba, debía ser irrisorio ver pasar a alguien completamente rasurado; le seguirían muchas miradas burlonas y se multiplicarían las bromas a su paso. Pero esto, ¿no merecía ser soportado? ¿No era infinitamente mejor ser purificado y volver a pertenecer a la congregación de Jehová que andar errante fuera del campamento con barba pero en la condición de inmundo?

Aquel que fue purificado por la sangre del Salvador pronto descubrirá que al tratar de honrar al Señor conforme a su Palabra, participará de su oprobio: “Por una parte, ciertamente, con vituperios y tribulaciones fuisteis hechos espectáculo; y por otra, llegasteis a ser compañeros de los que estaban en una situación semejante” (Hebreos 10:33). En su tiempo Moisés “rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios… teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo” (Hebreos 11:24-26).

Nosotros también somos exhortados a seguir las mismas pisadas: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento” –el campamento religioso que rechazó a Cristo– “llevando su vituperio” (Hebreos 13:13); son las pisadas de Jesús. Él, más que ningún otro, conoció el oprobio del mundo: “Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí” (Romanos 15:3). Estos vituperios no son el privilegio de unos pocos creyentes sino el de todos. Jesús “decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lucas 9:23). Aunque el Señor se dirige a todos, cada uno debe cargar con la cruz.

Para el leproso rasurado, los siete días iban a pasar pronto y podría volver a su querido hogar, protegido de burlas y deshonra para gozar de paz y alegría. Al disfrutar de esa dicha, podía sin avergonzarse dar testimonio de la gracia y el poder que lo purificaron de su lepra y permitieron su regreso a la congregación de Jehová.

Pero en nuestro texto hay algo más que llama nuestra atención. El leproso lavó sus vestidos, se rasuró; ahora también debe lavarse con agua. Esto es más importante todavía que el lavado de nuestros vestidos; es algo más íntimo, más personal que la relación con nuestros semejantes. Este lavado purifica nuestros pensamientos, nuestros pecados escondidos, nuestros errores en cuanto a la verdad de Dios, etc. El resultado se verá en nuestro testimonio, en nuestras palabras. ¡Ah! pronto advertiremos que al querer limpiar todo lo que la Palabra de Dios no aprueba, nos acarrearemos muchos disgustos; no se necesitará largo tiempo para que lleguemos a ser “espectáculo al mundo” (1 Corintios 4:9). “Si alguno me sirve, sígame” dijo el Señor (Juan 12:26). Son las huellas que Él mismo ha trazado, las que siguió el ciego de nacimiento (Juan 9:34-35); lo contrario de muchos otros que amaron más la gloria de los hombres que la de Dios (Juan 12:43).

Sin embargo, a pesar del oprobio, todo debe ser purificado por “el lavamiento del agua por la palabra” (Efesios 5:26). Si bien el le­proso recurrió una sola vez a la eficacia de la sangre de la avecilla debe, por el contrario, recurrir muchas veces al agua. Recordemos que en la disposición del Tabernáculo de Jehová, la fuente de bronce que contenía el agua de la purificación estaba colocada entre el altar y el santuario (Éxodo 30:17-21). En ella los sacerdotes debían lavarse las manos y los pies cada vez que entraban en el Tabernáculo para ejercer sus funciones. Esta ordenanza nos muestra que tenemos la continua necesidad de separarnos de todo lo que no conviene a la santidad de Dios; no mediante repetidas aspersiones de la sangre sino por el agua de su Palabra. La fuente de bronce evoca también la escena del lavamiento de los pies hecho por el mismo Jesús a sus discípulos, luego de lo cual les dijo: “El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio”; y agrega: “Ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Juan 13:10, 15). En el sentido espiritual, tuvieron que lavarse los pies muchas veces unos a otros. Pablo lavó los pies de Pedro al ver que éste no andaba según la verdad del Evangelio (Gálatas 2:11-14).

Tras habernos recordado la magnífica promesa de que hemos llegado a ser hijos del Dios Todopoderoso, el apóstol nos exhorta así:

Puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios
(2 Corintios 7:1).

Al invitarnos a contemplar la perfección de la ofrenda de Cristo a Dios, el apóstol nos dice: “Fornicación y toda inmundicia, o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como conviene a santos; ni palabras deshonestas, ni necedades, ni truhanerías, que no convienen, sino antes bien acciones de gracias” (Efesios 5:3-4). Acaso un espíritu jovial y alegre con ocurrencias brillantes ¿no es un bello ornamento natural? Sin embargo, estos atractivos que pueden parecer inofensivos, disimulan un verdadero peligro de contaminación: “En las muchas palabras no falta pecado…”. “Las moscas muertas hacen heder y dar mal olor al perfume del perfumista; así una pequeña locura, al que es estimado como sabio y honorable” (Proverbios 10:19; Eclesiastés 10:1).

¿No nos instan estos textos a realizar lo que simboliza lavar nuestros vestidos, lavarse el cuerpo o, lo que es más profundo aun, rasurarse el pelo? Porque si el agua de la Palabra limpia y lava, el filo de la navaja que rasura, también es cortante, “más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu…”. David, deseoso de que ella actúe, exclama: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos” (Hebreos 4:12; Salmo 139:23). Estas verdades abundan en las Escrituras pero no han sido puestas de relieve suficientemente. Asistimos con gozo a las operaciones de la gracia de Dios cuando salvó a un pobre pecador que no tenía autorización para levantar ni siquiera un dedo para lograr su salvación. Pero a veces somos demasiado negligentes en nuestros esfuerzos para lavarnos o rasurarnos. Si fuésemos más conscientes del precio que nuestra purificación le costó al Señor, puesto que lo único que podíamos traerle era nuestra “lepra”, ¿qué menos podríamos hacer ahora sino tratar de complacerle mientras nos deja aquí abajo? Así pondríamos en armonía nuestra privilegiada posición de santos ante Dios con nuestro testimonio exterior ante los hombres.

Estos dos aspectos de la verdad –nuestra posición y nuestro testimonio– son admirablemente presentados en la carta de Pablo a los Colosenses. “Si, pues, habéis resucitado con Cristo… Porque habéis muerto… Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros… dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia…”. Esto es lo que significa rasurarse; es el lado negativo de nuestro testimonio. Pero luego leemos: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia”; he aquí su lado positivo (véase 3:1, 3, 5, 8, 12). Este texto revela aún dos cosas más. Cuando Cristo murió, yo, vil pecador, morí con Él; cuando resucitó, resucité con Él; pero cuando regresó al cielo, se llevó también mi vida. Ahora “está escondida con Cristo” en Dios. Y cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste, entonces nosotros también seremos manifestados con Él en gloria (Colosenses 3:1-4).

Fuera de su tienda

Limpio, rasurado, lavado, el leproso puede volver al campamento; ¡qué hermoso día para él! ¿No nos recuerda esto la declaración apostólica:

Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo?
(Efesios 2:13).

Desde ahora, cuando el leproso franquee el límite del campamento, de donde debía ser excluida toda mancha, nadie podrá hacer la menor objeción. Pero, aunque puede volver allí, todavía no le está permitido entrar en su propia morada: “… morará fuera de su tienda siete días” (v. 8). Tiene la obligación de mantenerse alejado de ella durante una semana entera. ¿Qué nos enseña esta prohibición?

Después de experimentar la salvación, una vez limpios, perdonados, nos sentiríamos felices de partir inmediatamente para estar con Cristo en su morada celestial, huyendo así de las pruebas, las tristezas y el oprobio que nos esperan en este mundo; pero no es así, aun cuando un profundo amor por Cristo nos haga anhelar estar pronto con Él. El hombre que decía llamarse Legión, de quien el Señor echó a muchos demonios, le rogó que le dejase estar con Él. Mas, ¿qué le respondió el Señor? “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti” (Marcos 5:19). Legión debía dar testimonio del irresistible poder de la bondad de Dios que lo había libertado del imperio de Satanás, así como lo daba el leproso purificado, vestido con ropas limpias y rasurada su cabeza. Durante siete días pasaba por los senderos del campamento y las tiendas de su pueblo, sin que nada pudiera ocultarlo de las risas de muchos. Sin abrir siquiera la boca, proclamaba a todos: «He aquí un leproso que fue limpiado y regresó a su pueblo». Igualmente Lázaro, el que resucitó, a quien nunca oímos decir una palabra, proclamaba por su sola presencia el poder del Señor que lo había sacado de la muerte.

El número siete –en este caso una semana– simboliza la perfección. Aquí nos habla del tiempo completo –fijado por el Señor– durante el cual hemos de dar testimonio en este mundo. Para el malhechor en la cruz, este tiempo fue muy breve; mas, ¡qué testimonio dio!; claro y vibrante como el son de una campana, cuyo eco se escuchó a través de las edades, abriendo una puerta de salvación y esperanza a tantos pecadores perdidos. ¡Qué suave música habrá sido el ruego y el testimonio de este pecador a oídos del Salvador, quien moría por él a su lado, cuando toda Jerusalén estaba unida contra su Mesías, y los suyos, atemorizados, permanecían escondidos!

Para muchos creyentes, estos “siete días” se extienden durante largos años, abarcando a veces toda una vida; mas para cada uno la duración de su testimonio aquí abajo está fijada por nuestro sumo Sacerdote. De haber podido, el leproso rasurado habría intentado huir del oprobio de los hombres y mantenerse en el secreto y la quietud de su casa hasta que sus cabellos y su barba hubieran crecido. Sin embargo, Dios lo eligió a fin de que fuera un testigo suyo; por eso, cuando comenzaba a crecerle el cabello, tenía que ser rasurado de nuevo según la ordenanza. Dios también nos ha elegido –si somos leprosos limpiados– para ser sus testigos; y si Él nos deja aquí abajo, es porque quiere que le sirvamos. Y si queremos ser testigos fieles y verdaderos, deberemos lavarnos y rasurarnos muchas veces. Detengámonos ante el espejo de la Palabra de Dios, y examinémonos para ver qué clase de testigos somos para Él. El Señor Jesús es llamado: “El testigo fiel y verdadero” (Apocalipsis 3:14). Así lo fue en este mundo, y lo es todavía, pero jamás necesitó ser lavado ni rasurado. Y aun cuando el holocausto cortado en piezas –que le prefiguraba en su ofrenda a Dios– debía ser lavado con agua, era tan sólo para que la Palabra hiciera resaltar sus perfecciones (Levítico 1:9).

Nuevo recurso del agua y de la navaja

Llegó el último de estos siete días para el leproso; el tiempo de su testimonio toca a su fin. ¿Necesitará una nueva aspersión de sangre para quedar limpio y poder entrar en su hogar tan ardientemente deseado? No; ya vimos que la sangre fue derramada una sola vez: “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”. “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Hebreos 10:14; 9:28). Pero el hombre necesita ser lavado y rasurado nuevamente:

El séptimo día raerá todo el pelo de su cabeza, su barba y las cejas de sus ojos y todo su pelo, y lavará sus vestidos, y lavará su cuerpo en agua, y será limpio (v. 9).

Notaremos que esta segunda operación es más extensa que la primera. Esto nos indica que a medida que avanzamos en nuestras experiencias cristianas y aprendemos a conocer mejor a nuestro Señor, sentimos mayor necesidad del agua y de la navaja para asemejarnos cada vez más a Él. Por consiguiente, estaremos cada vez menos concordes con este mundo. Cabellos, barba, cejas… todo debe caer; estas cosas representan la inteligencia natural, la experiencia humana, el modo de ver humano. Todo debe ser conforme a Cristo y a su muerte. Además, el leproso curado debe volver a lavar sus vestidos y su cuerpo. Por lo general, todos los creyentes que se acercan al término de su carrera en este mundo pasan por la experiencia de esta limpieza final. Pablo, en la segunda epístola a Timoteo, nos dice: “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo… Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor” (cap. 2:19-21). En su segunda epístola el apóstol Pedro menciona: “Tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación; sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo” (cap. 1:13, 14). Que sintamos intensamente la necesidad de esa purificación del mal en vista de nuestra santificación, “sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14).

Cuando lleguemos a las moradas celestiales, ya no oiremos hablar del lavado y la rasura. En la visión celestial, descrita por Juan en el Apocalipsis, hallamos delante del trono “un mar de vidrio semejante al cristal”. Es la expresión de la pureza en su estado sólido. Éste, en contraste con el agua –la pureza en su estado líquido– no puede servir para lavar. Además “la calle de la ciudad es de oro puro, transparente como vidrio” (cap. 4:6; 21:21), no hay pues ningún peligro de contaminación, ni necesidad de lavarse los pies.

Notemos otro detalle: las ordenanzas sagradas designan el séptimo día como el día de reposo: “Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios” (Éxodo 20:9-10). Sin embargo, en vez de poder gozar del reposo prescrito por la Ley, ese día el leproso está ocupado en bañarse, rasurarse y lavar sus vestidos. ¿No dice esto al oído espiritual que allí donde entraron el pecado y la suciedad, ha desaparecido el reposo, y que las manchas requieren ser quitadas? Pero, gracias a Dios, un nuevo estado de cosas figurado por el “octavo día” será establecido; y es lo que veremos a continuación.