El octavo día
Presentación a Jehová
El día octavo tomará dos corderos sin defecto, y una cordera de un año sin tacha, y tres décimas de efa de flor de harina para ofrenda amasada con aceite, y un log de aceite. Y el sacerdote que le purifica presentará delante de Jehová al que se ha de limpiar, con aquellas cosas, a la puerta del tabernáculo de reunión (v. 10-11).
Finalmente llega ese octavo día tan ardientemente esperado. Los siete días han pasado y sus vicisitudes se desvanecieron; ahora podrá volver a su casa, al feliz círculo familiar donde todo es paz, alegría y amor, la que para nosotros es figura de la casa paterna, la casa celestial.
En el capítulo 23 del Levítico, versículos 11, 15 y 16, el octavo día ostenta un significado especial. No se lo designa como el primer día de la semana según Juan 20:1, sino como “el día que sigue al día de reposo”. El texto lo establece como festivo y menciona también las ofrendas que se debían traer a Jehová: una gavilla que el sacerdote debía mecer (v. 11); dos panes amasados con levadura y el sacrificio que los acompañaba (v. 17-18). La primera ofrenda, la gavilla, primicias de la mies, representa a Cristo resucitado (1 Corintios 15:20); la segunda, los dos panes amasados con levadura, es figura de los judíos y de los gentiles convertidos, ofrecidos a Dios en el día de Pentecostés, por el poder del sacrificio de Cristo (Hechos 2:1). En los versículos 36 y 39 del capítulo 23 del Levítico, el día que sigue al sábado es llamado el octavo día; éste a su vez, simboliza un nuevo principio, una eternidad de gozo y paz, cuando todos los frutos de la obra de Cristo hayan sido recogidos, día en que Dios habrá hecho nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21:5).
Ese octavo día es, pues, el comienzo de una nueva vida para el leproso. Los lavamientos con agua y la rasura ya no le son necesarios; el tiempo de vagabundear fuera del campamento ha pasado para siempre. Además, esta nueva vida empieza con adoración en la presencia de Jehová. Ahora tiene a mano cada una de las ofrendas prescritas –que representan los diferentes aspectos del gran sacrificio de Cristo– sin olvidar el log de aceite, que simboliza el Espíritu Santo. El sacerdote lo conduce, pues, al umbral del santuario de Dios para ser presentado allí. En virtud de estas ofrendas, el leproso, antes tan alejado, se aproxima a Dios, tan cerca como ningún israelita podía estarlo jamás, salvo los sacerdotes y los levitas.
¡No me canso de contemplar esta escena! ¡Qué feliz e inefable lugar, qué posición tan bendita la de estar en el santuario del mismo Dios! Este lugar es el de cada creyente: “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Colosenses 1:21-22). “Extraños y enemigos” define exactamente al pecador perdido; “santos y sin mancha” señala que fue reconciliado y limpiado por medio de la muerte de Cristo –luego resucitado– y que será llevado por Él allí, a la presencia de Dios. El hombre, su criatura, ha adquirido y goza de una posición aun mucho más excelente que la que tenía en el mismo Edén.
Sabemos que solamente ciertas personas privilegiadas y de alto rango tienen acceso ante las cortes reales; sin embargo, nosotros los cristianos, tenemos la maravillosa y bendita perspectiva de ser presentados ante la corte del Rey de los reyes, perspectiva que ya podemos disfrutar por anticipación. ¡Qué inefable dulzura tiene para mí esta expresión: “El sacerdote que le purifica presentará delante de Jehová al que se ha de limpiar”! (v. 11). No será un extraño el que me lleve ante la presencia de Dios, sino el mismo que me limpió, Aquel que conocí y amé durante largo tiempo aquí abajo: “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo…” (1 Tesalonicenses 4:16). “Aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría” (Judas 24). ¿Tendré algún temor si Él mismo es quien me presente al Padre? ¡Ah, no! pues su mano, la misma bendita mano horadada por mí y que me ha conducido durante todos los años de mi peregrinación aquí abajo, es la que me llevará a los atrios de gloria celestial.
Una noche teníamos un estudio bíblico sobre la primera epístola de Pedro, y al llegar al versículo 11 del capítulo 2, alguien se volvió hacia el hermano Tchang, un anciano creyente chino, y le preguntó:
–Hermano Tchang, ¿cómo es que el apóstol Pedro dice: “Yo os ruego como a extranjeros y peregrinos…” mientras que el apóstol Pablo escribe: “Vosotros no sois más extranjeros y forasteros”? (Efesios 2:19; N. T. Interlineal, F. Lacueva).
El hermano Tchang permaneció muy indeciso por un momento; para ayudarle, se le hizo otra pregunta:
–Es usted, hermano Tchang, un extranjero en la tierra?
–Sí –respondió; incluso mi propia familia apenas me conoce.
–Y cuando usted se encuentre cara a cara con el Señor, ¿será un extranjero para Él?
–¡Oh, no! –respondió, con una sonrisa que le iluminó el rostro–, Él es mi mejor amigo; ¡le conozco hace más de cuarenta años!
El día de mañana no esté quizás aquí,
La vecindad mundana no más sabrá de mí;
Mas yo habré llegado al celestial lugar,
Y agasajado por Dios en mi hogar.
Cuanto más vivamos como extranjeros en la tierra, tanto más gozo tendremos en el cielo; cuanto menos vivamos concordes con este mundo, menos extranjeros nos sentiremos en la casa del Padre. ¿Nos imaginamos la alegría y la gloria de tal momento? Mas, ¿qué será nuestra dicha comparada con la satisfacción y gloria del Señor?
Posiblemente nos hubiéramos dado por satisfechos con haber escapado al castigo que correspondía a nuestros pecados. Estaríamos contentos de tener un pequeño lugar en la puerta de entrada al cielo. Sin embargo, eso sería muy poco para el Señor; este límite no podría satisfacer Su corazón. ¿No nos dan las palabras de la epístola de Judas una pequeña idea de cuál será su alegría el día que presente a los suyos?: “Aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría” (v. 24). A la gran tristeza con que su alma fue agobiada hasta la muerte en el día de la cruz, responderá entonces una gran alegría, un “gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8). El buen Pastor llevó muy gozoso sobre sus hombros la oveja perdida; a lo largo del viaje hacia la morada celestial, la condujo con la habilidad de sus manos (Salmo 78:72), sosteniéndola e impidiendo que tropezara. Ahora, al llegar a casa, puede presentar con gran gozo ante el cielo el trofeo de su gracia y de su poder. El que fue a sembrar con lágrimas, volverá con regocijo trayendo sus gavillas (Salmo 126:6).
Entonces, ¿cómo puede uno que estaba tan lejos de la perfección ser presentado irreprochable ante su gloria? He aquí la respuesta: “Tomará dos corderos sin defecto, y una cordera de un año sin tacha” (v. 10). En virtud, pues, de este triple sacrificio sin mancha, el sacerdote puede presentar a Jehová al que es purificado. Notemos, además, que cada vez que uno de esos corderos es ofrecido, el texto dice: “Hará el sacerdote expiación por él” (v. 18, 19 y 20). La palabra expiación significa borrar las culpas; el leproso que es presentado aquí ante Jehová, está cubierto por la perfección de cada uno de estos tres corderos: el de la culpa, el del pecado y el del holocausto. Ni un solo defecto, ni una sola mancha puede ser hallada en ese hombre. Si el leproso se hubiera presentado sin estas ofrendas, Dios jamás lo hubiera recibido; pero, al identificarse con ellas, este hombre –anteriormente abominable, incluso ante sus semejantes– es aceptable en la presencia de Dios en virtud del sacrificio. Además, notémoslo bien, ni el agua ni la navaja, por indispensables que hayan sido, hacen acepto al leproso ante la inmaculada santidad de la morada de Dios. Sólo por medio de la sangre y la excelencia del sacrificio ofrecido puede ingresar allí.
También a nosotros que estábamos lejos de la presencia de Dios, la sangre de Cristo nos acercó y nos hizo aceptos en la perfección del Amado (Efesios 2:13; 1:6). Dios nos ve, a cada uno de nosotros, en toda la excelencia y la justicia que representa esta triple ofrenda: Cristo, sacrificio por la culpa, sacrificio por el pecado y holocausto. Este último a su vez es inseparable de la ofrenda de flor de harina amasada con aceite, que representa la vida de Cristo sin defecto aquí abajo por el poder del Espíritu Santo.
El cordero del sacrificio por la culpa
“Y tomará el sacerdote un cordero y lo ofrecerá por la culpa, con el log de aceite, y lo mecerá como ofrenda mecida delante de Jehová. Y degollará el cordero en el lugar donde se degüella el sacrificio por el pecado y el holocausto, en el lugar del santuario” (v. 12-13).
¡Cuán profunda debió ser la satisfacción de Dios al ver al pobre leproso con el cordero del sacrificio por la culpa! ¿No veía en él a su propio Cordero, al que iba a dar por el pecado del mundo? (Juan 1:29). Por esta razón el sacerdote, antes de degollarlo, debía mecer o remolinear la víctima, mostrándola bajo todos sus lados. Esto nos habla de los distintos aspectos de la perfección del unigénito Hijo de Dios. Muchos otros pasajes del Antiguo Testamento prefiguran estas perfecciones, las que vemos de manera real en la persona de Cristo, a través de los evangelios. Al mismo tiempo el sacerdote presentaba el log de aceite, símbolo del Espíritu Santo en virtud del cual Cristo se ofreció sin mancha a Dios (Hebreos 9:14).
“Y degollará el cordero en el lugar donde se degüella el sacrificio por el pecado y el holocausto…”. En primer lugar y con énfasis, el Espíritu de Dios nos presenta este sacrificio por la culpa. Por este hecho comprendemos que la lepra no es considerada solamente como una mancha o una enfermedad, sino como una culpa frente a la santidad de Jehová, la cual necesita el sacrificio correspondiente. Debemos entender bien que no solamente estamos manchados por el pecado de nuestros primeros padres, sino también por cada una de nuestras “hinchazones”, “erupciones” o “manchas blancas”, es decir, por cada uno de nuestros pecados, todos los cuales son frutos de la “raíz del pecado” que habita en nosotros. Es muy importante notar la diferencia que existe entre “el pecado” y “los pecados”. El primero se puede asemejar al árbol cuyas raíces llegan hasta Adán y Eva. Éste es nuestra vieja naturaleza, nuestro viejo hombre; los últimos se pueden comparar con los frutos que produce este árbol y que son todos los actos pecaminosos cometidos contra la voluntad de Dios.
Es imprescindible estar convencido de pecado para poder decir como David en el Salmo 51: “Contra ti, contra ti solo he pecado” (v. 4). El desgraciado hijo pródigo se siente agobiado bajo esta convicción cuando exclama: “He pecado contra el cielo y contra ti” (Lucas 15:21).
Los casos particulares de lepra mencionados en el Antiguo Testamento nos muestran que esta enfermedad era un castigo de Dios, quien, según su gobierno, respondía con ella a los pecados cometidos por algún miembro de su pueblo: María, la hermana de Moisés (Números 12:10), Giezi, el siervo de Eliseo (2 Reyes 5:27), el rey Uzías (2 Crónicas 26:19-21), son patentes ejemplos de ello; y en el caso de Giezi la lepra debía quedarle pegada a su descendencia para siempre. Debemos exceptuar, desde luego, el caso de Naamán el sirio (2 Reyes 5). Su lepra no implica un castigo de Dios, ya que este hombre no pertenecía a Israel. Si, como estos ejemplos lo demuestran, Dios se servía de la lepra para castigar un delito, el sacrificio por la culpa era indispensable para expiarlo.
El cordero ofrecido por la culpa pertenecía al sacerdote y, por consiguiente, debía comerlo; de esta manera hacía suyo el delito del culpable. ¡Gracia maravillosa! Es una imagen exacta de la obra de nuestro sumo Sacerdote: hizo suyos nuestros pecados, los llevó en su cuerpo sobre el madero (1 Pedro 2:24).
Es importante destacar la diferencia que existe entre el sacrificio por la culpa y el cordero ofrecido por el pecado. El primero representa a Cristo llevando nuestros delitos, sufriendo por cada uno de ellos; el segundo es figura de Cristo: “Por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). En Él el “viejo hombre” adámico –raíz que produjo todos nuestros pecados– fue juzgado y condenado en la cruz.
El sacerdote tomará de la sangre de la víctima por la culpa, y la pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho (v. 14).
La sangre del sacrificio por la culpa que ha borrado todas nuestras transgresiones deja sus huellas en la oreja, la mano y el pie del pecador purificado. Esta sangre es, por así decirlo, la insignia que llevan todos los que entran en los atrios de la gloria. Ninguno de los que se encuentren allí dejará de afirmar que todo su ser, desde la cabeza hasta los pies, debió ser purificado por esa preciosa sangre. ¡Gracia infinita! Aquel cuyos pies han sido horadados se inclina ahora para marcar con su propia sangre los de cada nuevo discípulo y para lavarlos cada vez que han contraído una impureza en su andar. Aquel cuyas manos llevarán por la eternidad las marcas de los clavos que las traspasaron pone también sobre mis manos la señal de la sangre que me rescató. Aquel en quien no hay parecer ni hermosura, despreciado y desechado entre los hombres (Isaías 53:2, 3), es quien pone ahora sobre mi oreja esa sangre que atestigua que soy de Él, propiedad suya para siempre.
A medida que vemos entrar estas numerosas huestes de rescatados por los umbrales celestiales, descubrimos que todos están marcados de la misma manera. Todos se unen a los acentos del cántico nuevo: “Al que nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis 1:5, 6; 5:9).
El log de aceite
Asimismo el sacerdote tomará del log1 de aceite, y lo echará sobre la palma de su mano izquierda, y mojará su dedo derecho en el aceite que tiene en su mano izquierda, y esparcirá del aceite con su dedo siete veces delante de Jehová (v. 15-16).
Hasta aquí el sacerdote se ocupó continuamente del leproso; ahora lo deja de lado por un momento, mientras derrama el aceite ante Jehová. Ya sabemos que en las Escrituras, el aceite es un símbolo del Espíritu Santo. Así pues, lo que hace el sacerdote en este momento nos habla de las delicias que Dios halló en la virtud del Espíritu Santo manifestada en la vida y en la muerte de su amado Hijo. No olvidemos que el Espíritu Santo no es solamente una influencia, sino que es el “Dios vivo y verdadero”. ¡Cuán precioso es recordar que una persona divina –el Espíritu Santo– está aquí en la tierra! ¿Recordamos cómo, desde los cielos abiertos, el Espíritu Santo descendió en forma de paloma sobre Jesús, y cómo Dios el Padre señaló a su Hijo entre la muchedumbre reunida a orillas del Jordán? (Mateo 3:16-17). Pues bien, el mismo Espíritu Santo, quien desde Pentecostés habita en la Iglesia y en cada creyente, está aquí abajo, ante todo para glorificar a Dios, reproduciendo algunos rasgos de Cristo en cada uno de aquellos que son su templo (1 Corintios 6:19).
“Y de lo que quedare del aceite que tiene en su mano, pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho, encima de la sangre del sacrificio por la culpa” (v. 17).
El “leproso” fue presentado a Jehová llevando sobre sí la sangre del sacrificio por la culpa mientras el sacerdote derramaba el aceite como aspersión delante de Jehová. Ahora aplica el aceite sobre el lóbulo de la oreja derecha del leproso, sobre su mano y su pie, por encima de la sangre. La aplicación del aceite representa la energía del Espíritu Santo que consagra a Dios todos nuestros pensamientos, nuestras actividades y nuestra marcha en virtud del sacrificio de Cristo, y que también nos revela el valor de su sangre, de su obra y de su persona: “Él os guiará a toda la verdad” –dijo el Señor– “porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13-14). Además, el Espíritu es el poder por el cual el creyente sirve y alaba a Dios. Sabemos bien que las variadas actividades de la Iglesia, que es el templo de Dios en el Espíritu, dependen de su presencia (Efesios 2:22; 1 Corintios 12).
“Y lo que quedare del aceite que tiene en su mano, lo pondrá sobre la cabeza del que se purifica” (v. 18). ¡Parece que el aceite no se agota nunca! Aunque haya sido derramado siete veces delante de Jehová, puesto sobre la oreja, la mano, y el pie del leproso, todavía sobra para ungir su cabeza. Esta escena nos recuerda lo que leemos en 2 Reyes 4:1-7: mientras hubo vasos que llenar, el aceite no se agotó; y en 1 Reyes 17:14, el profeta Elías dice: “La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá”. Dios no da el Espíritu por medida (Juan 3:34). Por grande que sea la necesidad que tengamos de su poder, estemos seguros de que el Espíritu de Dios es más que suficiente para todo. Una vez que nuestro ministerio para con Dios y los hombres en esta tierra haya sido plenamente cumplido por el Espíritu, le tendremos aún para alabar en los atrios celestiales porque estará con nosotros para siempre (Juan 14:16).
En Israel, aquellos a quienes estaba reservado recibir el óleo de la unción eran los sacerdotes, los reyes, en un solo caso un profeta (1 Reyes 19:16) y los leprosos purificados. ¡En qué sorprendente y maravillosa compañía fueron introducidos! ¡Misterio insondable: sacerdotes y pecadores salvados, adorando juntos! Tal es la posición en la que, desde ahora, el Señor ha introducido a sus rescatados: “Nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre” (Apocalipsis 1:6). Además, el Espíritu que hemos recibido es el Espíritu de adopción, “por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15). ¡Cuánto sobrepasa todo esto nuestra imaginación! Nadie hubiera pensado jamás que un ser vil, desterrado e inmundo podría ser introducido en la posición de sacerdote y rey –posición de la que cualquier otro israelita era excluido– y en la más excelente de todas, la de hijo de Dios. Pero eso, no podemos sino prosternarnos en adoración ante el amor de nuestro Padre.
“Y hará el sacerdote expiación por él delante de Jehová” (v. 18). Al leer este versículo se podría llegar a interpretar que el aceite expía los pecados; pero no es así, pues sólo lo hace la sangre derramada del sacrificio por la culpa. Mas el aceite colocado sobre la sangre muestra con claridad cuán íntimamente unido está el Espíritu Santo a la ofrenda sangrienta de nuestro Salvador. Únicamente por ella podemos gozar de la presencia del Espíritu, quien a su vez nos revela toda la excelencia de esta ofrenda.
- 1Medida de capacidad para líquidos equivalente a 0,486 litros.
El sacrificio por el pecado, el holocausto y el presente de flor de harina
Agregar algo quizá podría estropear este cuadro que nos parece perfecto; pero descubrimos que faltan aún algunas pinceladas para completar su perfección. He aquí una: “Ofrecerá luego el sacerdote el sacrificio por el pecado, y hará expiación por el que se ha de purificar de su inmundicia” (v. 19). ¡Qué obra completa y perfecta realizó nuestro Salvador en la cruz del Calvario! No sólo son borrados para siempre todos nuestros pecados por medio de la sangre del sacrificio por la culpa, sino que por el sacrificio por el pecado fue juzgada nuestra vieja e incurable naturaleza adámica, la “raíz” que produce los pecados. Teniendo en cuenta que esta naturaleza no puede ser perdonada ni mejorada, es juzgada, crucificada y sepultada (Romanos 6:6); nuestro “sacrificio” por el pecado lo ha hecho todo. Moisés, en su tiempo, debió conocer lo que el apóstol nos dice en el Nuevo Testamento acerca de esa vieja naturaleza pecadora. Fue cuando Jehová le ordenó poner la mano en su seno; al retirarla, estaba blanca de lepra (Éxodo 4:6). Mientras esperamos el momento de ocupar nuestra habitación celestial, donde nunca más seremos turbados por nuestra vieja naturaleza que tanto mal nos causa hoy, podemos tenerla por muerta al pecado (Romanos 6:11).
Aún un toque final y el cuadro será perfecto: “Y después degollará el holocausto, y hará subir el sacerdote el holocausto y la ofrenda sobre el altar. Así hará el sacerdote expiación por él, y será limpio” (v. 19-20).
Según la ordenanza establecida en el capítulo 4 del Levítico, la persona que había pecado debía posar su mano sobre la cabeza de la víctima que él había traído para que, de esta manera, sus pecados fuesen transmitidos sobre el sacrificio. Asimismo cuando era ofrecido un holocausto (cap. 1:4), el adorador que lo traía ponía su mano sobre la cabeza del sacrificio; pero, en ese caso, para que toda la eficacia de la ofrenda se transmitiese sobre el que la ofrecía. El holocausto (palabra que significa: enteramente quemado) expresa la perfección del sacrificio de Cristo ofreciéndose a Dios en la cruz, y que nos es comunicada por gracia. Además, el holocausto es la más alta expresión de lo que un creyente puede ofrecer a Dios por medio de Cristo en el servicio de adoración.
La ofrenda (o presente) hecha de flor de harina, sustancia ésta contenida en “el grano de trigo”, suave, pegadiza al tacto, sin asperezas, de blancura inmaculada, simboliza, por su parte, la vida santa y pura de nuestro Señor Jesucristo, cuando estuvo aquí abajo, o sea, su perfecta humanidad. En el capítulo 2 del Levítico tenemos detalladas las diferentes formas de cocinar ese presente de flor de harina, las cuales simbolizan los distintos grados de los sufrimientos de Cristo, cada vez más intensos, a los que fue sometida su vida perfecta hasta culminar en el Gólgota.
Con el sacrificio por el pecado, la purificación del leproso queda pues consumada. Ahora repasa en su espíritu la vida que llevó anteriormente fuera del campamento, luego su purificación y su presentación a Dios. Sobre él ve aquella sangre que borró todos sus pecados. Es consciente de su nueva y maravillosa posición de rey y de sacerdote en la cual acaba de ser introducido. Su mirada va tras el humo que sube de la “ofrenda por el pecado” que lo purificó de su “yo” incurable… ¡Qué historia la suya! ¡Qué gratitud debe brotar de su corazón!
¿Qué puede ofrecer ahora a Dios, quien hizo tanto por él? Su corazón desborda de alabanzas y de adoración; entonces ofrece el holocausto, ofrenda que da a Dios un anticipo del “olor grato” que subirá de la cruz… También ofrece el presente de “flor de harina”, que representa la vida de Cristo, pura y sin tacha, vida tan diferente de la suya. Así el leproso limpiado no solamente está aquí en la posición de rey, de sacerdote, sino también en la de adorador. Allí lo dejaremos prosternado ante el holocausto cuya fragancia sube hacia Dios, y podremos oírle exclamar como el embelesado salmista en el Salmo 23:5:
“Unges mi cabeza con aceite;
Mi copa está rebosando”.
Lector creyente, estas experiencias, este camino, no son otra cosa que sus experiencias y las mías, su camino y el mío. ¡Gracia infinita! Dejemos que ella obre para inclinar nuestros corazones hacia un amor más ardiente por Aquel que todo lo ha hecho a nuestro favor.
Aplicación actual
Hemos visto en el cuadro del leproso que fue hecho apto para estar en la presencia de Dios, el aspecto que nos habla de nuestra entrada en las moradas celestiales, en las glorias de la casa del Padre. Pero creemos que esta maravillosa figura puede ofrecer una aplicación más para el tiempo actual, y que encierra a la vez una lección importante.
En efecto, Dios nos considera desde ahora como resucitados de entre los muertos y sentados en lugares celestiales en Cristo Jesús. Así lo leemos en el capítulo 2 de la epístola a los Efesios: “Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo… y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con1 Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia” (Efesios 2:4-7). Observemos que Dios ya hizo esto. No tenemos, pues, necesidad de esperar nuestra entrada en los atrios celestiales para gozar de los bienes que nos ofrece el “octavo día”, puesto que éste, para el creyente de la época de la gracia, está comprendido en el “primer día de la semana”. Si alguno está en Cristo, nueva creación es: las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas… somos aceptos en el Amado. Ahora mismo, somos santos en Él, sin mancha, irreprensibles delante de Dios; estamos sentados en los lugares celestiales en Cristo. Pero, no lo olvidemos, la presentación del leproso purificado ante Dios sólo se cumplirá en toda su plenitud cuando pisemos los umbrales celestiales.
¡Cuán dulce y placentera es la casa paterna!
La noche ya pasó, brilla el día eternal;
Muy lejos de esta tierra,
En Cristo el alma entera
Gustará del amor el solaz celestial.
Mientras tanto, nos es necesario entrar en el santuario, a la presencia de Dios, para poder andar como cristianos en este mundo. ¡Que el Señor nos conceda la gracia y la fuerza suficientes para caminar de una manera digna de las insignias sagradas que llevamos! Como vimos en el capítulo anterior, estamos marcados con la sangre del sacrificio por la culpa; esa sangre expió nuestros pecados. Fuimos comprados por ella, ya no somos nuestros. Velemos cuidadosamente, pues nada que deshonre a Aquel que derramó su sangre debe entrar por nuestra oreja marcada con esta sangre. Esta señal, sin embargo, no implica sólo un aspecto negativo; también nos indica un lado positivo. ¡Que mi cabeza con su inteligencia, mis oídos, mi boca, mis ojos, en una palabra, todo, pertenezca a Cristo y sólo a Él para siempre! A través del oído de Eva, Satanás encontró la puerta para entrar en el alma humana, y sabemos bien cuántos estragos cometió allí. La oveja, por su parte, oye la voz del buen Pastor, le presta oídos atentamente, le conoce y le sigue. “Mirad lo que oís”, dijo el Señor al principio de su ministerio (Marcos 4:24). Desde la gloria magnífica la voz de Dios el Padre declaró: “Éste es mi Hijo amado; a él oíd” (Lucas 9:35).
Así como en la parábola del hijo pródigo, mi mano, que otrora se hallaba bajo el poder de Satanás, fue rescatada por la sangre preciosa de Cristo, y lleva ahora el anillo de la casa del Padre (Lucas 15:22), y está al servicio del que la rescató:
Todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús
(Colosenses 3:17).
Mis pies, que pisaban sendas carnales y de propia voluntad, que “no conocieron camino de paz”, llevan ahora la marca de la redención. Se operó un cambio: “¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz…! (Romanos 3:17; 10:15). “Calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz” (Efesios 6:15).
Recuerdo la visita que hizo un siervo de Dios a una familia cristiana, en la cual una amable joven se había convertido hacía poco tiempo; pero, no había cortado de raíz con el mundo y sus placeres para andar sincera y decididamente en pos de Cristo. Aprovechando un instante en que se hallaban solos, ella preguntó:
–Señor P., ¿es cosa mala bailar?
–Esto depende de lo que le pasó al pulgar de su pie derecho –fue la respuesta.
–¿Qué quiere decir usted? –respondió la joven sorprendida.
El hermano leyó entonces los versículos que nos ocupan en este momento, mostrando a su interlocutora los derechos de Cristo sobre los que hacen profesión de estar bajo el beneficio de su muerte. Conmovida hasta el alma abandonó el baile, el mundo, y gozosa marchó por la senda estrecha en pos de su Señor. Jamás olvidó la lección aprendida con provecho.
Las señales que llevo en mi oreja, en mi mano y en mi pie testifican que yo ya no me pertenezco: he sido comprado por precio; por lo tanto, glorificaré a Dios en mi cuerpo (1 Corintios 6:19-20). “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Romanos 6:12, 13). Al oír tales exhortaciones, nos preguntamos: “Para estas cosas ¿quién es suficiente?”, ¿quién puede llevarlas a la práctica? Cuanto mejor conozcamos nuestra incapacidad, tanto más ferviente será nuestra respuesta: “No que seamos competentes por nosotros mismos… sino que nuestra competencia proviene de Dios” (2 Corintios 2:16; 3:5).
Lo que venimos diciendo recuerda la escena en la que el sacerdote, después de haber esparcido el aceite siete veces delante de Jehová, aplica ese mismo aceite sobre el leproso, encima de la sangre del sacrificio por la culpa. Jamás podríamos aventurarnos en este mundo de perdición y permanecer indemnes, si sólo tuviéramos sobre nuestros miembros la sangre del “sacrificio por la culpa”. Gracias a Dios, esta sangre está cubierta de aceite. El poder del Espíritu Santo nos guarda de deshonrar la preciosa sangre que nos señala como cristianos; nos conduce a lo largo del camino aquí abajo para que andemos en santidad y amor, en pos de Cristo, como es digno de Dios (Efesios 5:1). ¿Estaremos suficientemente agradecidos a Dios por el aceite aplicado sobre la sangre del sacrificio?
Fuimos llevados ya a nuestro real sacerdocio; es verdad que participamos del mismo rechazo que sufrió Cristo, al presentarse a su pueblo como Rey, pero el Espíritu Santo se dirige a nosotros en estos términos: “Sois… real sacerdocio…” (1 Pedro 2:9). Entonces, no esperemos estar en la gloria para llevar a cabo nuestro oficio sacerdotal pues ya somos sacerdotes: “La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4:23); Él los buscó y los halló. ¿Y quién hubiera creído que los encontraría entre miserables “leprosos” ahora limpios y allegados a Él, hechos hijos suyos? Sin embargo, tal es la sorprendente verdad. Desde ahora tenemos el privilegio, el infinito privilegio de presentar nuestra ofrenda para el holocausto, del cual no debemos separar la ofrenda de flor de harina; traemos las dos cosas con corazones desbordantes y las ofrecemos a Aquel que lo ha hecho todo por nosotros. “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo… acerquémonos con corazón sincero” (Hebreos 10:19, 22). Al entrar allí, somos conducidos por el Espíritu “para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo” (Salmo 27:4). Por fin, cuando lleguemos a las moradas eternas, exclamaremos como aquella reina de la antigüedad:
Verdad es lo que oí en mi tierra de tus cosas y de tu sabiduría; pero yo no lo creía, hasta que he venido, y mis ojos han visto que ni aun se me dijo la mitad
(1 Reyes 10:6-7).
- 1“En Cristo Jesús”, según el original griego.
Mi desdicha, mi desdicha!
Cada vez que volvamos a leer esta exquisita porción de la sagrada Palabra veremos brotar nuevos rayos de la gloria divina, de tal modo que nunca diremos que su estudio haya concluido.
Nos surge una pregunta: ¿hasta qué punto aquellos del antiguo pueblo de Dios que se acercaron a Él, según las ordenanzas dadas, pudieron entrever en estas figuras los misterios escondidos en ellas? Pero, ¿no sería más acertado que, como creyentes de la época actual, nos preguntásemos hasta qué punto las comprendemos nosotros, ya que el “velo” del misterio que las cubría nos fue quitado por Cristo? (2 Corintios 3:13-14). Esta pregunta nos lleva a la porción con que concluiré estas líneas:
Si fuere pobre, y no tuviere para tanto, entonces tomará un cordero para ser ofrecido como ofrenda mecida por la culpa, para reconciliarse… y dos tórtolas o dos palominos, según pueda
(Levítico 14:21-22).
¡Cuántas veces hemos experimentado nuestra pobreza espiritual! ¡Cuán deficiente es a menudo nuestra estimación del sacrificio de Cristo! Pero, no es nuestra estimación la que importa, sino la que Dios hace de Él. Ante todo, notemos que la pobreza del que se purifica no permite reemplazar el sacrificio “por la culpa” ni el sacrificio “por el pecado” con una víctima de menor valor, mientras que el cordero para el holocausto podía sustituirse por dos tórtolas. Significa que si mi apreciación de Cristo se eleva sólo a la altura de lo que simbolizan estas dos aves; sin embargo, mi aceptación y mi propiciación ante Dios, no se hallan perjudicadas en lo más mínimo. Nadie que se haya acercado a Dios por medio del precioso nombre de Jesús fue rechazado por no comprender suficientemente el valor de ese nombre. Nuestra fe puede ser débil, nuestra apreciación de Jesús muy pobre; pero si nos acercamos en ese nombre, Dios, quien conoce su pleno valor y la eficacia de su sangre para limpiar nuestros pecados, nos recibe en su plena perfección. Por real que sea el sentimiento de nuestra insuficiencia, ésta no es un motivo para mantenernos alejados de Dios. Acerquémonos, tal como somos, en ese precioso nombre:
Al Señor Jesús loemos,
Lo que somos le debemos,
Cuanto por gracia tenemos
Sólo es nuestro en Él.
Al leer el párrafo comprendido entre los versículos 21 y 32, que se refiere a la ofrenda del que “no tuviere para tanto”, descubrimos que el Espíritu de Dios se deleita en repetir, con la misma abundancia de detalles, la maravillosa escena que acabamos de considerar. ¡Ah!, verdaderamente esta escena es digna de repetirse. Dios nunca se cansa de repetir lo que en su gracia nos dijo de su muy amado Hijo Jesús, ni de contemplar la perfección de su obra. Tampoco nos cansemos nosotros de meditar en ella. ¿Es por casualidad que dos largos capítulos de la Escritura hayan sido consagrados al asunto de la lepra y su purificación?
Los versículos 33 a 53 de nuestro capítulo nos hablan de la lepra que se declara en una casa y el modo de purificarla; este caso sólo podía suceder cuando los hijos de Israel estuviesen en el país de Canaán, ya que en el desierto vivían únicamente en tiendas. Por esta razón este pasaje ilustra lo que podría acontecer en la Iglesia, es decir, el pueblo de Dios en la actualidad, tal como nos lo muestra el caso de la asamblea en Corinto. El Espíritu de Dios nos presenta aquí uno de los más solemnes temas, al que todo verdadero cristiano debe prestar la atención que merece.
Pero este tema y el pasaje que lo desarrolla no está encuadrado en nuestras líneas. Sin embargo, queremos recomendar encarecidamente su lectura a todo creyente que toma a pechos los intereses y el bien del pueblo de Dios aquí en esta tierra.
¡Danos, Señor, mayor poder de tu Espíritu para alcanzar la profundidad y la plenitud de tu Palabra, para descubrir en ella nuevas bellezas…! Señor, “abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley” (Salmo 119:18).