La ley del leproso

Levítico 13

El leproso y su llaga

La Escritura, especialmente el Antiguo Testamento, abunda en figuras maravillosas de nuestro Señor Jesucristo y de las cosas que le conciernen. En el Nuevo Testamento estas figuras son llamadas sombras, como lo leemos en las epístolas a los Colosenses 2:17 y a los Hebreos 8:5; 10:1. Algunas de estas “sombras” son tan precisas y están descritas con tal riqueza de detalles que al leerlas detenidamente nos maravillamos de las enseñanzas que encierran, de su claridad y precisión. Entre todas, sería difícil encontrar una más conmovedora y expuesta con mayor esmero y con rasgos más claros a nuestro espíritu y corazón que «la Ley del leproso» de los capítulos 13 y 14 del Levítico.

La lepra siempre se consideró como la más repugnante de las enfermedades, la más terrible. No solamente porque el fin de ella es la muerte, sino porque cada parte del cuerpo afectado por ese mal muere realmente mientras el enfermo continúa viviendo. Es pues la lepra, más que cualquier otra enfermedad, una imagen de la muerte y su poder consumiendo la vida. Su comienzo se asemeja al del pecado: es pequeño, insidioso y no se nota ningún síntoma alarmante. La descripción bíblica es notable: aparece como una mancha blanca y brillante1 . Parece no haber motivo para inquietarse; muy al contrario. Al principio presenta cierto atractivo para aquel que está contaminado: «Una mancha blanca y brillante», cuando en realidad la muerte está allí, puesto que “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23), con la misma seguridad con que el fin de la lepra es la muerte.

La lepra puede declararse en cualquier parte del cuerpo, como también el pecado puede mostrarse bajo diferentes aspectos y en diversas situaciones en las que el pecador es revelado como tal. El individuo es leproso como el ser humano es pecador, con la diferencia agravante que este último nace heredando de sus padres la vieja naturaleza, la que sin remedio lo lleva a pecar. Así, por naturaleza, somos pecadores ante Dios –nuestros pecados lo manifiestan– y declarados tales por su Palabra:

Por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores
(Romanos 5:19).

Nótese, de paso, que no se trataba de que el leproso fuese curado sino de que fuese purificado, ya que la lepra es una notable imagen del pecado ante Dios. Por esta razón el enfermo no debía dirigirse a un médico sino al sacerdote –representante de Dios ante el pueblo– para su examen y purificación.

Como sabemos, el pecado del hombre y su purificación es el gran tema de la Escritura; el Nuevo Testamento lo considera en su realidad, mientras que el Antiguo lo hace por medio de figuras, y, entre éstas, ninguna con tanto poder y tal agudeza como la presentada en los capítulos 13 y 14 del Levítico. Nos sentimos constreñidos a inclinarnos con adoración ante Dios y a reconocer que ninguna mano, salvo la suya, podía pintar tal cuadro; que ningún amor, salvo el suyo, podía concebir semejante medio de purificación.

Podremos descubrir muchas enseñanzas espirituales en la ley del leproso si nos proponemos buscarlas con interés y sin olvidarnos de pedirle a Dios su ayuda para ello. Ante todo, no perdamos de vista que no es el hombre sino Dios mismo quien ha trazado esa maravillosa ilustración. La introducción al tema lo comprueba plenamente, al llevar su divino sello en el primer versículo del capítulo 13: “Habló Jehová a Moisés y a Aarón…”. Recordemos, pues, que aquí estamos oyendo las propias palabras del Dios vivo y verdadero.

  • 1Según original hebreo.

La llaga de lepra

Habló Jehová a Moisés y a Aarón, diciendo: Cuando el hombre tuviere en la piel de su cuerpo hinchazón, o erupción, o mancha blanca, y hubiere en la piel de su cuerpo como llaga de lepra, será traído a Aarón el sacerdote o a uno de sus hijos los sacerdotes
(Levítico 13:1-2).

Una hinchazón, una erupción, una mancha blanca, llaga de lepra… ¡Cuán significativo es esto! Una hinchazón, ¿no nos habla del orgullo que hincha el “yo”, quien con suficiencia dice de sí mismo: “Yo, y nadie más”? (Isaías 47:10). “Hemos oído la soberbia de Moab, que es muy soberbio, arrogante, orgulloso, altivo y altanero de corazón” (Jeremías 48:29). ¿No es el orgullo, la raíz y el asiento de tantos pecados y males? Aunque la serpiente anda arrastrándose, fue el medio utilizado por Satanás cuando dijo: “Seréis como Dios…” (Génesis 3:5). Observamos la misma ponzoña en los que edificaron la torre de Babel: “Vamos” –dijeron– “edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre” (Génesis 11:4). ¿No fue también el orgullo herido de Caín lo que le llevó a matar a Abel su hermano?

Alguien ya ha hecho notar que la Escritura señala no menos de cuatro clases de orgullo de los que el mundo entero adolece:

1. El orgullo de la raza: “Judíos y samaritanos no se tratan entre sí” (Juan 4:9).

2. El orgullo de la posición social: “Si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y con ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso, y miráis con agrado al que trae la ropa espléndida y le decís: Siéntate tú aquí en buen lugar; y decís al pobre: Estate tú allí en pie…” (Santiago 2:2-3).

3. El orgullo de la belleza física: “Por cuanto las hijas de Sion se ensoberbecen, y andan con cuello erguido y con ojos desvergonzados; cuando andan van danzando, y haciendo son con los pies…”. ¡Cuántas cosas acompañan esta lepra!: “El atavío del calzado, las redecillas, las lunetas, los collares, los pendientes y los brazaletes, las cofias, los atavíos de las piernas, los partidores del pelo, los pomitos de olor y los zarcillos, los anillos y los joyeles de las narices, las ropas de gala, los mantoncillos, los velos, las bolsas, los espejos, el lino fino, las gasas y los tocados” (Isaías 3:16-22).

4. El orgullo religioso: “Dios, te doy gracias” –decía un fariseo– “porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano” (Lucas 18:9-14).

Vemos atacados por esta última clase de hinchazón a los fariseos mencionados en los evangelios; pero recordemos también que los creyentes de Corinto padecían el mismo tumor: “El conocimiento envanece…” –les escribe Pablo. “Y si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo” (1 Corintios 8:1-2). Había otra clase del mismo mal: se envanecían unos contra otros por causa de Pablo o de Apolos (cap. 4:6), destruyendo así el testimonio de la unidad de la Iglesia. Notemos todavía el orgullo de la incredulidad, el que ostenta Faraón, rey de Egipto: “¿Quién es Jehová” –decía– “para que yo oiga su voz?” (Éxodo 5:2); el de la satisfacción propia de Nabucodonosor: “¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué?” (Daniel 4:30); “¡Voz de Dios, y no de hombre!” (Hechos 12:22) aclama la muchedumbre exaltada al oír la arenga pronunciada por el rey Herodes. Reconocemos ese mismo veneno en todos los hombres, el cual se infiltró hasta dentro de la Iglesia, poniendo en peligro, principalmente, a los siervos de Dios: “No sea que envaneciéndose… caiga en descrédito y en lazo del diablo”, escribe el apóstol (1 Timoteo 3:6-7).

¡Una erupción! (o costra, escama). Este síntoma de la en­fermedad manifiesta un mal interior, profundo; muchos de entre nosotros la habrá sufrido. Alguien pudo habernos causado una ofensa, el asunto quedó en nuestro corazón y realmente no lo hemos perdonado nunca. Aunque hayamos tratado de disimular la herida, es cual “raíz de amargura” oculta, pronta a surgir para turbar y contaminar a muchos (Hebreos 12:15). Los hermanos de José, a causa de su envidia natural, tenían el corazón recubierto con una gruesa capa de esa costra, que había escondido una mentira durante muchos años (Génesis 37:31-35). Otra supuraba a menudo en el rey Saúl, quien escondió su odio contra David todos los días de su vida (1 Samuel 18:29). El orgullo de Absalón ocultó su odio contra su hermano Amnón, un llagado como él, hasta que lo hubo matado (2 Samuel 13:28). Herodías jamás le perdonó a Juan el Bautista el hecho de que éste hubiese manifestado el mal que ella tenía en su corazón: el adulterio (Mateo 14:3-5).

¡Una mancha blanca y brillante! Tal puede ser la figura de los “deleites temporales del pecado” a los que la epístola a los Hebreos 11:25 se refiere; Moisés, aunque criado en el palacio de Faraón, supo desecharlos. Así como estas manchas, el pecado ofrece sus placeres ostentando un aspecto brillante; mas, he aquí su verdadero carácter: es seductor, y con su brillo oculta a nuestros ojos su ponzoña satánica. Este lustre no faltaba en el festín del cumpleaños de Herodes, pero después del baile se pidió la cabeza del profeta de Dios. Tampoco faltaba en el gran banquete que hizo Belsasar cuando éste, con el gusto del vino, mandó que se trajesen los vasos que pertenecían al templo de Dios para que bebiesen en ellos el rey y sus príncipes idólatras, sus mujeres y sus concubinas. Bajo ese mismo brillo Babilonia –la falsa iglesia– esconde su fornicación: “La mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas, y tenía en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación” (Apocalipsis 17:4). El brillo del dinero llevó a Judas a vender a su Maestro; y también, en la antigüedad, Acán pereció por codiciar ese mismo brillo (Josué 7:21).

Recordemos cómo entró en el mundo el primer pecado. Satanás lo presentó a Eva como una mancha lustrosa: el árbol de la ciencia del bien y del mal atrajo su atención, vio que era bueno para comer, agradable a los ojos y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría (Génesis 3:6). ¡Poderosos atractivos! Eva fue tentada y sucumbió. Los corintios se dejaban engañar por esas mismas manchas lustrosas; el apóstol tuvo que escribirles: “Temo que como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo” (2 Corintios 11:3). “¿Dónde está el sabio?… ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?… el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría” (1 Corintios 1:20, 21). Eran las mismas manchas lustrosas que el apóstol señalaba a los colosenses: “Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas” (Colosenses 2:8). Desde el día en que Satanás consiguió producir esas manchas lustrosas, se encarnizó con la Iglesia intentando plagarla con las mismas. El apóstol Juan pone en guardia nuestro corazón contra ellas: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo… Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Juan 2:15-16). En 2 Timoteo 4:10, Pablo expresa su tristeza por Demas, quien “amando este mundo”, le había dejado.

En presencia del sacerdote

“Cuando el hombre tuviere en la piel de su cuerpo hinchazón, o erupción, o mancha blanca… será traído a Aarón el sacerdote”. Quisiera llamar la atención sobre la orden dada en este texto: “Será traído a Aarón el sacerdote”. Es terminante y formal; la encontramos nuevamente en el capítulo 14:2. Cuando se trata de determinar si un hombre está o no atacado de lepra, o si está o no en estado de ser purificado de ella, todo depende del veredicto sacerdotal.

En este asunto, el enfermo y sus amigos no tienen ninguna autoridad. El atacado con hinchazón, erupción, o mancha blanca podía haber dicho: «Creo que estos síntomas no tienen ninguna importancia… según mi parecer y el de los médicos que he consultado no significan nada». Empero, la primera cosa que ese enfermo debe saber es que su opinión o la de tal o cual persona, excepto la del sacerdote, no tiene valor, ni importancia, ni el menor interés. La cuestión reside en esto: ¿qué dice el sacerdote? En nuestro caso sería: ¿qué dice la Palabra de Dios? Tal vez el enfermo no habría querido presentarse allí, sino definir por sí mismo en qué consistía su mal; por eso no está escrito que debía presentarse por sí mismo. La Palabra de Dios ordena terminantemente: “Será traído al sacerdote”.

Lector, ¿ha sido usted llevado alguna vez al sumo Sacerdote, el Señor Jesucristo? ¿Fue llevado ante Él como el paralítico del evangelio, a quien cuatro hombres traían en su lecho para ponerlo delante de Jesús? (Lucas 5:18-19). ¿Ha puesto alguna vez su vida bajo la mirada de Aquel cuyos ojos son como llama de fuego? (Apocalipsis 1:14). ¿Hay en su vida cosas que no son loables? ¿Las ha mirado de cerca el sumo Sacerdote? Usted sabe bien que Él las debe declarar impuras. Por medio de sus oraciones sus amigos quizás le hayan llevado varias veces al Señor Jesús. Pero si usted todavía no fue llevado a este Sacerdote, quiera Dios que estas líneas sean el medio que le conduzcan a Él.

Tal vez responda usted: «¡Ah, estas manchas no tienen importancia, es algo pasajero y tengo tiempo para ocuparme de ello…!». ¿Quién se lo asegura? ¿No será el pecado la misma raíz de ese mal? Sólo el sumo Sacerdote lo puede decir. Vaya a Él, amigo, sin tardar, mientras se le puede hallar, porque llegará el día en que ya no se podrá acudir a Él. Así nos insta el profeta:

Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano
(Isaías 55:6).

Dios insiste para que usted conozca la verdad ahora. No la ignore. No espere hasta ser echado en el infierno por la eternidad, para comprobar que es demasiado tarde para cambiar de camino. Ya sabe usted que en la presencia de Dios no puede entrar ninguna cosa inmunda (Apocalipsis 21:27).

No tenga usted ningún temor de encontrar al Sacerdote; él no le tratará con dureza ni impaciencia. Al contrario, experimentará que está lleno de amor y de simpatía. Mirará los tumores, las hinchazones, las erupciones que encubren algún antiguo mal; puede ser envidia, soberbia, fornicación. Él verá “la mancha blanca”, ese brillo de la sabiduría humana, o el de la codicia, que usted mira con complacencia; le mostrará que el pecado está escondido detrás de todo esto. Él no hará este examen superficialmente; además sus ojos no se equivocan jamás. Todos los que estuvieron en su presencia quedaron convencidos de que el veredicto era acertado: fariseos, publicanos, mujeres de mala vida, el apóstol Pedro, Zaqueo, la samaritana, etc.; su presencia era la luz que penetraba hasta lo más íntimo de cada uno de ellos. Y si el Sacerdote abrigase alguna duda en cuanto a los síntomas, encerrará al enfermo durante siete días; y si éstos no bastasen, lo volverá a hacer durante un segundo período (véase v. 4-6).

Prueba de lepra

Busquemos el sentido espiritual de este notable aspecto del diagnóstico sacerdotal y de la duda que podría surgir en cuanto a los síntomas de la enfermedad. ¿No puso Dios al hombre bajo vigilancia? ¿No le ha dado toda posibilidad de demostrar que no estaba atacado de “lepra”? La misma Escritura responde.

Después de la primera manifestación del pecado en el jardín de Edén, lo que trajo la muerte a toda la raza humana, Dios puso al hombre a prueba, proveyéndole entonces de una conciencia para guiarle; ésta no impidió que Caín matase a su hermano Abel. Transcurrió el tiempo, Dios miró a la tierra; no había cosa ilesa en ella: “Toda carne había corrompido su camino sobre la tierra” (Génesis 6:12), y no hubo otra alternativa que destruir el mal por medio del diluvio. Una sola familia fue salvada: Noé y los suyos, pero ella no era inmune. Empezó otra prueba, apareció una nueva clase de lepra que no tardó en cubrir la tierra: la idolatría; detrás de los ídolos, Satanás se hacía adorar. Entonces Dios llamó a Abraham y a sus descendientes, los apartó de las naciones idólatras; pero ¡ah!… apareció la misma mancha. Raquel, la esposa de Jacob, la tenía escondida (Génesis 31:32-35). Se extendió más y más (Génesis 35:2-4) y, finalmente, invadió a todo el pueblo de Israel: “Escogeos hoy a quién sirváis” –dice Josué–; “si a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres, cuando estuvieron al otro lado del río, o a los dioses de los amorreos en cuya tierra habitáis… Quitad, pues, ahora los dioses ajenos que están entre vosotros” (Josué 24:15-23).

Dios hizo otra prueba más, y para que el hombre tratara de mejorarse le dio la Ley; sin embargo, ésta no pudo socorrerle. “Jehová miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han corrompido” (Salmo 14:2-3).

Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga; no están curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite
(Isaías 1:6).

La Ley no tenía los recursos para sanar las heridas: sacerdotes y levitas pasaron de largo delante del herido (Lucas 10:31-32), como tampoco tenía el poder de cambiar el corazón del pecador; por la Ley el pecado fue hecho “sobremanera pecaminoso” (Romanos 7:13).

Una vez más, y por último, Dios probó al hombre enviando a su Hijo muy amado. Pero –¿quién lo hubiera creído?– apareció entonces la “lepra” más horrible que jamás hubo: el hombre dio muerte al Señor. Desde entonces, ¿qué dice Dios? Que las pruebas han concluido, pues los resultados son terminantes; es inútil probar al hombre por más tiempo. En la inocencia, con su conciencia, con las promesas de Dios, con la Ley, con la presencia de Cristo en el mundo, con la gracia actual o con la gloria milenial futura, bajo esta séptupla prueba, el hombre en Adán no puede sanar su “lepra” ni cambiar su naturaleza: es pecador, sentenciado a muerte, desechado. No hay nada más que decir: el sumo Sacerdote ha declarado inmundo a todos los miembros de la raza humana, por lo tanto… a usted también.

Sí, el Sumo Sacerdote nos mira y nos declara pecadores perdidos. No podemos replicar nada sino reconocer nuestro estado pecaminoso. Hemos sido llevados ante la mirada de Dios; Él vio que la llaga de nuestro cuerpo era lepra, y también que el pelo que brota se había “vuelto blanco” (v. 4). ¿Qué significa esto? Es una señal de corrupción y de muerte, a la que seguirá el juicio y, después de éste, la muerte segunda (Apocalipsis 20:14).

Gravedad del mal

“Si… pareciere la llaga más profunda que la piel de la carne…” (Levítico 13:3). No es, pues, solamente un mal superficial el que ha atacado. Es mucho más hondo: su raíz está en nuestro corazón. Y a ese corazón el Sumo Sacerdote lo ha declarado: “Engañoso… más que todas las cosas, y perverso”; (Jeremías 17:9). Dios sabe que no estamos dispuestos a creer que nuestro caso es tan desesperado; no podemos comprender ni admitir que nuestra lepra esté tan avanzada, que es incurable; sin embargo, tal es nuestra condición. ¿Permitiremos que la Palabra de Dios nos convenza? Veamos, a continuación, algunas referencias bíblicas que muestran otras tantas actitudes de personas convencidas de pecado:

–El gobernador romano Félix, con Drusila su mujer, al oír disertar a Pablo acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero, espantado, le dice: “Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré” (Hechos 24:25).

–“Si alguno es oidor de la Palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural… y se va, y luego olvida cómo era” (Santiago 1:23-24).

–“El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella… Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros” (Juan 8:7, 9).

Y ahora la que debemos elegir si somos conscientes de nuestro estado irremediablemente perdido:

–“Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lucas 5:8).

Hace algunos años mientras cenaba con un médico que era una eminencia en la materia, me contó que un joven había ido a consultarle unos días antes y le había mostrado en su mano una llaguita que no cicatrizaba. El doctor le interrogó, le examinó la mano y comprobó que era una llaga de lepra. Erguido y aparentemente en buena salud, casado y con hijos pequeños, el joven estaba a cien leguas de sospecharse leproso. Todavía veo correr las lágrimas del médico mientras me contaba este caso que le hacía sentir tan intensa pena por el desdichado joven a quien debió declarar leproso… Cuánto mayor fue el dolor del divino Médico al ver al ser humano, su criatura, sumida en la esclavitud de la muerte como consecuencia del pecado. Él no se contentó con derramar lágrimas, sino que “tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias” (Mateo 8:17; Juan 11:33-35).

Nuestro sumo Sacerdote nos ha declarado inmundos. Él no se equivoca, y además nos ama demasiado para pronunciar tan terrible veredicto si nuestro estado no lo corroborara. Su diagnóstico es la pura verdad; no cambiará hasta que él mismo nos haya purificado. Uno puede haber dicho: «No tengo la menor idea de estar tan arruinado, ignoro que voy camino al infierno, tengo tiempo de arreglar todos estos asuntos». Tal vez algunos de nosotros hayan leído la historia del hermano P. Damien. Durante largos años se dedicó a atender a los leprosos de Molokai en las islas Hawaii. Pero una noche, mientras tomaba un baño de pies, le cayó agua hirviendo sobre los dedos y no sintió ningún dolor. Vio, sin embargo, que no tardaron en aparecer ampollas. Comprendió inmediatamente que había contraído lepra; sabía que uno de los primeros síntomas es la pérdida de sensibilidad de las partes afectadas. Unos años más tarde murió el hermano Damien totalmente cubierto de ese mal incurable.

Se puede clavar una aguja en la parte afectada por la lepra sin que el enfermo sienta algo. La lepra le privó de toda sensibilidad, tal como el ser humano puede continuar en el pecado sin saber que es pecador, “teniendo cauterizada la conciencia” (1 Timoteo 4:2). Además, después de perder “toda sensibilidad”, se entrega “a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza” (Efesios 4:19). En una predicación del Evangelio al aire libre en la esquina de una calle, se trataba de convencer de pecado a los oyentes; cuando un alocado joven interrumpió al predicador: –¿Del fardo del pecado habla usted? Pues yo no lo siento… Y burlonamente agregó: –¿Cuánto pesa el pecado? ¿Diez kilos, cien kilos?… Con calma y sabiduría el predicador contestó: –Oiga joven, si usted colocara diez o cien kilos sobre el pecho de un muerto, ¿lo sentiría él? –No, porque está muerto –contestó. –Pues, es usted un muerto –prosiguió el predicador–; el que no siente el fardo de sus pecados está moralmente muerto.

El leproso sabe que es inmundo porque el sacerdote se lo dijo; así también el ser humano sabe que es pecador porque la Palabra de Dios se lo declara. Toda opinión propia o la de un amigo en cuanto al asunto se deja a un lado.

Cuando las autoridades locales de las islas Hawaii decidieron apartar a los leprosos a un terreno montañoso conocido con el nombre de Kalawao en la isla de Molokai –donde trabajaba el hermano Damien– se promulgó un edicto para que, de oficio, toda persona en quien se descubriera el más pequeño rasgo de lepra, joven o anciana, rica o pobre, de elevado rango o de clase humilde, fuese deportada. La ley se aplicó con el mayor rigor en todas las islas del archipiélago hawaiano; todos los leprosos y aun los sospechosos de serlo fueron capturados: los hijos fueron arrancados de sus padres y los padres de sus hijos; maridos y mujeres fueron separados para siempre. No hubo excepciones para nadie; ni siquiera para un pariente cercano de la reina de Hawaii, el que fue uno de los primeros en ser tomado y deportado.

Dios no es menos santo; he aquí precisamente lo que exige su santidad si el pecado no es quitado: maridos y mujeres, padres e hijos, amigos muy queridos, serán separados para siempre; “Jehová habló a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que echen del campamento a todo leproso… así a hombres como a mujeres echaréis; fuera del campamento los echaréis… Y lo hicieron así los hijos de Israel, y los echaron fuera del campamento; como Jehová dijo a Moisés…” (Números 5:1-4). Lucas 17:34-36 nos dice:

Estarán dos en una cama; el uno será tomado, y el otro será dejado. Dos mujeres estarán moliendo juntas; la una será tomada, y la otra dejada. Dos estarán en el campo; el uno será tomado, y el otro dejado…

“Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira” (Apocalipsis 22:15). ¿En qué situación se encuentra usted, lector?

Llaga en la cabeza

Detengámonos un momento en los versículos 29-30 y 43-44 de nuestro capítulo. Son extremadamente solemnes y deberían hablar elocuentemente en los tiempos en que vivimos: “Y al hombre o mujer que le saliere llaga en la cabeza, o en la barba, el sacerdote mirará la llaga; y si pareciere ser más profunda que la piel, y el pelo de ella fuere amarillento y delgado, entonces el sacerdote le declarará inmundo; es tiña; es lepra de la cabeza o de la barba”.

Podemos hallar un llamativo ejemplo de lepra de la cabeza en la persona del rey Uzías. Llevado por el orgullo tumefacto de su corazón, quiso ocupar el lugar que sólo pertenecía a los sacerdotes.

Su corazón se enalteció para su ruina; porque se rebeló contra Jehová su Dios, entrando en el templo de Jehová para quemar incienso en el altar del incienso… y en su ira contra los sacerdotes, la lepra le brotó en la frente…
(2 Crónicas 26:16-20).

El orgullo y sobre todo el de la inteligencia es uno de los motivos de la lepra en la cabeza. Una falsa doctrina, predicada muy sinceramente, hasta con apariencia de humildad, es la “lepra” que muchos presentan hoy día; dichos “enfermos” tienen su opinión propia, ignoran voluntariamente la Palabra de Dios o la interpretan a su modo de ver fiándose en su propia capacidad intelectual; están muy lejos de creer que son “ciertamente inmundos”. Sin embargo, tal es la expresión que el Espíritu Santo emplea aquí.

Entre los ejemplos de “lepra” que las epístolas a los Corintios mencionan, además de la hinchazón y la mancha blanca, encontramos también la que brotó en la cabeza. Se había infiltrado entre ellos una falsa doctrina: “Si se predica de Cristo que resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?” (1 Corintios 15:12). Otro ejemplo de la misma “lepra” es notado en la segunda epístola a Timoteo, capítulo 2: “Evita profanas y vanas palabrerías; porque conducirán más y más a la impiedad; y su palabra carcomerá como gangrena; de los cuales son Himeneo y Fileto, que se desviaron de la verdad, diciendo que la resurrección ya se efectuó…” (v. 16-18). “Y de la manera que Janes y Jambres resistieron a Moisés, así también éstos resisten a la verdad; hombres corruptos de entendimiento…” (2 Timoteo 3:8). Tal es la “lepra” de la cabeza; ¡cuántos casos han surgido desde entonces! A nosotros nos toca discernirlos: “No creáis a todo espíritu” –advierte el apóstol Juan– “sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1; véase 2 Pedro 2:1).

¡Inmundo, inmundo!

Y el leproso en quien hubiere llaga llevará vestidos rasgados y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada (v. 45-46).

Estas palabras desgarradoras expresan la realidad en la que se encuentra el pecador. Es posible que hasta aquí él haya podido ocultar la lepra encubriéndola con su ropa; pero ahora esos vestidos deben ser rasgados, nada puede disimular su mal: “Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:13). Cuando Adán vio por primera vez su “mancha de lepra” y se dio cuenta de su impureza, trató de cubrirla con hojas de higuera; pero ¡qué inútil fue! Ante Dios –quien había venido a buscarle– se ve obligado a confesar: “Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí” (Génesis 3:10). ¡Cuán desgraciado es el pecador que como Caín intente responder a Dios con una mentira! Acababa de matar a Abel cuando Dios le preguntó: “¿Dónde está Abel tu hermano? Y él respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Génesis 4:9).

¡Pobre pecador! sus vestidos están deshechos, todas sus justicias, sus buenas obras son como trapos de inmundicia ante Dios (Isaías 64:6). Cada mancha de pecado, aun la más pequeña, queda expuesta enteramente a la mirada divina. Dios mismo había ordenado, si un marido sospechaba que su mujer le era infiel, que la llevase al sacerdote; luego éste tenía que descubrirle la cabeza. Entonces quitándole el velo, no quedaba nada debajo de lo cual ella podía ocultar su mancha. “Hará el sacerdote estar en pie a la mujer delante de Jehová, y descubrirá la cabeza de la mujer…” (Números 5:14-18). Estos ejemplos nos revelan la posición más espantosa en la que el ser humano se halla ante Dios; entre él y los cielos no hay ningún abrigo; toda la ira de un Dios que odia el pecado está sobre su cabeza desnuda (Juan 3:36). Mientras que un feliz rescatado puede exclamar: “Tu pusiste a cubierto mi cabeza…” (Salmo 140:7), el leproso, por su parte, debe despojarse de todo lo que puede ocultarlo. Amado lector, ¿está usted al abrigo de la ira de Dios? Si no es así, entonces deja expuestas ante el ojo divino todas las manchas que Su santidad debe castigar.

“Y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡inmundo!…” (v. 45). La cabeza del leproso debe permanecer desnuda; pero, en cambio, él tiene que taparse la boca, pues hasta el mismo aliento del enfermo puede contaminar a su semejante: “Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura” (Romanos 3:13-14). No hay ni la menor insinuación de que, por sus propios esfuerzos, el leproso pueda volverse apto para estar en la presencia de Dios. No, hasta para los que gozan de buena salud su compañía es intolerable. Hay solamente un grito, grito triste y doloroso que emite en forma de advertencia: ¡Inmundo! ¡inmundo! Y ¡qué loca la pretensión del pecador que quiera ostentar santidad, cuando de su propio aliento no sale otra cosa que corrupción! Esto es ser “semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27), “… muertos en delitos y pecados” (Efesios 2:1). Tal es la verdad: “Hiede ya, porque es de cuatro días” (Juan 11:39).

Totalmente cubierto

“Mas si brotare la lepra cundiendo por la piel, de modo que cubriere toda la piel del llagado desde la cabeza hasta sus pies, hasta donde pueda ver el sacerdote, entonces éste le reconocerá; y si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará limpio al llagado; toda ella se ha vuelto blanca, y él es limpio” (v. 12-13).

Nos hallamos aquí ante una de las más extraordinarias declaraciones. Algunos meses o años atrás, el enfermo que sólo tenía una pequeña hinchazón, una erupción o una mancha blanca, había sido llevado al sacerdote. Éste lo había declarado inmundo, y el leproso había tenido que salir fuera del campamento. Pero ahora que se halla totalmente cubierto de lepra, el sacerdote le declara limpio. ¡Qué extraño es esto! ¿verdad? ¿Qué significa?

Pues bien, nos habla del pobre pecador que ¡nada puede alegar en favor suyo! Gracias a Dios, en su Palabra son muchos los ejemplos de “leprosos” enteramente cubiertos de lepra.

Sucedió que estando él en una de las ciudades, se presentó un hombre lleno de lepra, el cual, viendo a Jesús, se postró con el rostro en tierra y le rogó, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Entonces, extendiendo él la mano, le tocó, diciendo: Quiero, sé limpio. Y al instante la lepra se fue de él
(Lucas 5:12-13).

Ninguna persona que esté llena de lepra, o llena de pecado, necesita esperar más tiempo para ser limpiada. El Señor está aquí para remediar dicha condición. Véase otro ejemplo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” exclama Simón Pedro al descubrir, en presencia del Señor, que es enteramente pecador (Lucas 5:8). Así como no se puede añadir nada más a un recipiente que desborda, de la misma manera, nada bueno cabe en un hombre lleno de pecado. El pecador consciente de serlo descubre la diferencia que existe entre él y el Dios santo. Escuchemos a uno de los malhechores crucificado al lado de Jesús; considera a Cristo de igual a igual: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros”. ¡Tremenda injuria! Oigamos ahora a su compañero: “¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo” (Lucas 23:39-43). He aquí la confesión de un pecador perdido. Se reconoce enteramente cubierto de “lepra’’ y discierne la diferencia entre él y Cristo.

“¡He pecado contra el cielo y contra ti!” exclama el hijo pródigo en presencia de su padre… Pero en casa, en la mesa, aprende algo más todavía sobre su condición anterior; de los labios mismos de su padre puede oír estas palabras: “Este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lucas 15:18-24).

“Sé propicio a mí, pecador…” exclama el publicano en presencia de Dios (Lucas 18:13). Por consiguiente vuelve a su casa justificado.

“Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume… Él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vé en paz” (Lucas 7:37-50).

“He aquí que yo soy vil; ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca”. Más tarde añade: “Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 40:4; 42:6). Al instante fue justificado.

A este mismo tenor, tenemos la notable experiencia de Isaías: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”. Inmediatamente se oye la respuesta del ángel: “Es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (Isaías 6:5 y 7).

Incluso David pasó por semejante experiencia:

Yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí… Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve
(Salmo 51:3-7).

Todos estos ejemplos son idénticos y concluyentes: Pedro, Pablo, David, Isaías, Job, etc., todos siguieron el mismo camino, todos descubrieron que eran “leprosos”, llenos de lepra, desde la cabeza hasta la planta de sus pies; por consiguiente, ninguno de ellos estará en el cielo mediante sus buenas obras. Pues bien, lector, ¿podría usted hallar éxito donde todos fracasaron? Todos estaban perdidos, en camino al infierno, condenados; pero, vencidos, tomaron el lugar que el hombre debe ocupar ante Dios para obtener el perdón y la salvación. Únicamente al tomar ese mismo lugar hallará usted la limpieza de sus pecados: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien… ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Romanos 7:18, 24). Feliz el pecador que puede exclamar: “Él mira sobre los hombres; y al que dijere: Pequé, y pervertí lo recto, y no me ha aprovechado, Dios redimirá su alma para que no pase al sepulcro, y su vida se verá en luz” (Job 33:27-28).

Entre la falange de rescatados que entrará en el cielo, será imposible hallar una sola persona que pueda decir: «Me limpié por mis propios medios… he venido aquí por mis buenas obras». El cántico allá arriba, sólo exaltará la inmensa gracia de Dios que por la obra redentora cumplida en la cruz, abrió la fuente que limpió nuestra lepra.

¡Venga usted ahora, tal como es, ante el Sacerdote lleno de gracia!… Él le espera; más aún, Él le llama: “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18). Dios sabe que usted está lleno de lepra, pero a usted le corresponde reconocerlo y tomar el lugar de un pecador perdido…

Nueva aparición

Todavía una palabra más mientras consideramos al leproso totalmente cubierto de su mal. Leemos: “Mas el día que apareciere en él la carne viva, será inmundo. Y el sacerdote mirará la carne viva, y lo declarará inmundo. Es inmunda la carne viva; es lepra” (v. 14-15).

Esta nueva aparición de la carne viva en el leproso representa el caso de un individuo que reconociéndose pecador continúa viviendo en el pecado; está todo cubierto de lepra, pero la “carne viva”, es decir el pecado, está en actividad en él. Sorprende hallar en las Escrituras tales casos. Hombres que se saben pecadores, que incluso dicen: “He pecado” y, sin embargo, no son perdonados. Al lado de los que tomaron sinceramente el lugar de pecadores delante de Dios, beneficiándose así de los efectos de una amplia gracia, hallamos quienes dicen, como Faraón, el rey de Egipto: “He pecado esta vez; Jehová es justo, yo y mi pueblo impíos” (Éxodo 9:27; 10:16); o como Balaam: “He pecado, porque no sabía que tú te ponías delante de mí en el camino” (Números 22:34); o Acán: “Verdaderamente yo he pecado…” (Josué 7:20); o Saúl: “Yo he pecado; pues he quebrantado el mandamiento de Jehová” (1 Samuel 15:24). Éstos, a pesar de haber reconocido su pecado, cayeron bajo el castigo de Dios; admitieron que eran pecadores, pero su “carne” continuaba viva, el pecado seguía activo en ellos. No demostraban odio contra él ni deseaban abandonarlo; por lo que no estaban verdaderamente arrepentidos. Son los que menciona el Nuevo Testamento como aquellos que pisotean “al Hijo de Dios”, teniendo “por inmunda la sangre del pacto en la cual fueron santificados”, haciendo “afrenta al Espíritu de gracia” (Hebreos 10:29). “Su postrer estado viene a ser peor que el primero” (2 Pedro 2:20-21); “el espíritu inmundo” los dejó por un tiempo, pero vuelve con siete espíritus peores que él (Lucas 11:24, 26).

Es solemnemente instructivo comprobar las alternativas de odio y remordimiento que sentía el rey Saúl; pero remordimiento no es arrepentimiento, el cual siempre va aparejado con la fe. El arrepentimiento aparta del pecado y la fe se vuelve hacia Dios. Si conozco la maravillosa gracia de Dios que me tomó a mí, pobre pecador, y que me sacó de mi triste condición, me purificó, me perdonó y me llevó hacia él, esta gracia produce en mí un deseo ardiente de vivir en una santa conducta en la cual el pecado no tenga más dominio sobre mí. “El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). Tengo el poder que me da la Gracia, y no el débil instrumento que me presta la Ley. Pero si dejo que el pecado actúe libremente en mí, demuestro que soy extraño a la gracia de Dios que me purificó y perdonó, porque “el que practica el pecado es del diablo” (1 Juan 3:8).

Esto no significa que después de haber sido salvos no pecaremos más. El mismo apóstol nos previene:

Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros
(1 Juan 1:8).

Observemos que no engañamos a Dios –Él sabe perfectamente que tenemos pecado–, ni a nuestros semejantes –ellos también lo ven–, sino solamente a nosotros mismos. Por otra parte la “carne viva” que aparece no significa que si pecamos es prueba de que nunca fuimos salvos. ¡Cuántas veces el diablo atormenta a jóvenes cristianos con esa clase de temor! Sucede que una oveja puede caer en un foso y ensuciarse mucho, pero no por esto deja de ser una oveja. Será una oveja desgraciada hasta que salga y limpie su vellón. En cambio, una cerda se deleitará en el sucio barro del foso; a ésta le gusta la suciedad, mientras que la oveja le tiene aversión.

La diferencia proviene de dos naturalezas distintas que no pueden cambiar ni mezclarse jamás, y que tenemos en nosotros: la vieja, adámica, que por la cruz podemos tener por muerta al pecado (Romanos 6:11); y la nueva, que es Cristo en nosotros: “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:12-13). Todo aquel que ha nacido de nuevo está limpio desde adentro: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (Juan 15:3); “mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Corintios 6:11). Dios nos ha comunicado una nueva naturaleza, pura y santa, que tiene horror al pecado y lo rechaza. El apóstol Juan escribe: “Amados, ahora somos hijos de Dios…” –ésta es nuestra nueva naturaleza– “y aun no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:2-3). Si el que ha nacido de nuevo, el cual tiene esta esperanza, ha caído en un pecado, no se sentirá feliz hasta que haya sido limpiado y restaurado. David, después de su caída, exclama: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones”.

Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad
(Salmo 51:1; 1 Juan 1:9).