Tú y tu casa

El cristiano en el hogar

La casa del creyente en el Antiguo Testamento

Noé y su casa

Cuando la iniquidad del mundo antediluviano había llegado a su colmo, y el Dios justo –quien estaba por devastar toda esta escena de corrupción con la recia corriente del juicio– tuvo que decidir el fin de toda carne, estas gratas palabras sonaron a oídos de Noé:

Entra tú y toda tu casa en el arca; porque a ti he visto justo delante de mí en esta generación
(Génesis 7:1).

Se dirá sin duda, y con razón, que Noé era un tipo de Cristo, la cabeza justa de toda la familia de salvados, salvados en virtud de su unión con Él. Lo admito plenamente. Pero ello no quita que vea, en la historia de Noé, algo más que un carácter típico; deduzco de ahí y de otros pasajes análogos un principio que, desde el comienzo mismo de este escrito, quisiera establecer con la mayor claridad, a saber: que la casa de cada siervo de Dios, en virtud de su relación con Él, es puesta en una posición de privilegio y, consiguientemente, de responsabilidad1 .

Este principio tiene infinitas consecuencias prácticas; y ello es lo que nos proponemos examinar en el presente escrito. Pero lo que debemos hacer en primer lugar es comprobar la veracidad de lo dicho por medio de la Palabra de Dios. Si fuésemos llevados a razonar simplemente por analogía, el principio en cuestión sería fácilmente demostrado; pues alguien que conoce el carácter y los caminos de Dios ¿podría creer que Dios atribuye una inmensa importancia a lo que concierne a Su propia casa, y que no atribuye ninguna, o casi, a la de su siervo? ¡Sería imposible! Ello no guardaría consonancia con Dios, quien sólo puede obrar de forma consecuente consigo mismo.

Pero no podemos limitarnos a tratar esta cuestión tan seria y práctica por pura analogía y meras deducciones. El pasaje recién citado es tan sólo el primero de una serie de varios textos que constituyen pruebas evidentes de lo que deseo dar a entender. En Génesis 7:1 hallamos las significativas palabras: “Tú y tu casa” inseparablemente unidas. Dios no reveló a Noé una salvación sin provecho para su casa. Jamás contempló tal cosa. La misma arca que fue abierta para él, fue abierta también para los suyos. ¿Por qué? ¿Porque tenían fe? No; sino porque Noé la tenía, y porque ellos estaban unidos a él. Dios le dio a Noé, por así decirlo, un salvoconducto que habría de servir para él y para su familia. Lo repito, esto no debilita en absoluto el carácter típico de Noé. Lo considero como tipo, pero veo también en él, como persona, este principio, a saber, que cualesquiera que sean las circunstancias, no podemos separar a un hombre de su casa. El hacerlo implicaría seguramente la más grande confusión y la más baja desmoralización. La casa de Dios es puesta en una posición de bendición y responsabilidad, porque ella está unida a Él; y la casa del siervo de Dios está, por la misma razón, es decir, por estar unida a él, en una posición de bendición y responsabilidad.

  • 1No se imagine el lector que con esto pretendo negar o debilitar la necesidad de la obra del Espíritu Santo para la regeneración de los hijos de padres cristianos. ¡Dios no lo permita! “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). Ésta es una verdad que se aplica tanto a un hijo de un cristiano como a cualquier otra persona. La gracia no es hereditaria. El resumen de lo que quiero decir a los padres cristianos es que la Escritura une inseparablemente a un hombre con su casa, que el padre cristiano puede contar con Dios para sus hijos y que es responsable de educarlos para Dios. ¿Cómo podría negarse esta verdad a la luz de Efesios 6:4?

Abraham y su casa

El segundo pasaje que quiero citar se refiere a la vida de Abraham.

Jehová dijo: ¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer…? Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él
(Génesis 18:17-19).

Aquí no se trata de una cuestión de salvación, sino de comunión con el pensamiento y los propósitos de Dios. Que el padre cristiano note y sopese solemnemente el hecho de que cuando Dios buscaba un hombre a quien pudiese revelar sus consejos secretos, escogió a aquel que mandaba “a sus hijos y a su casa” que guardasen el camino del Señor.

Esto no puede dejar de demostrar, a una conciencia delicada, un aguzado principio; pues si hay un punto respecto del cual los cristianos han faltado más que sobre cualquier otro, es en el deber de mandar a sus hijos y a su casa que sirvan al Señor. Ellos seguramente no han tenido a Dios ante sus ojos a este respecto; pues, al considerar todas las Escrituras referentes a los caminos de Dios respecto a Su casa, encuentro una característica invariable: Dios ejerce su poder según el principio de la justicia. Él ha establecido y mantenido firmemente su santa autoridad. No importa el aspecto o el carácter exterior de la casa de Dios, el principio esencial de sus tratos con ella es inmutable: “Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5). El siervo siempre debe tomar a su Maestro como modelo; y si Dios gobierna su casa con un poder ejercido en justicia, así debo yo gobernar la mía; pues si, en algún detalle, difiero de Dios en mi conducta, debo estar equivocado en ese detalle; esto está claro.

Pero Dios no solamente gobierna su casa de esta manera, sino que también ama, aprueba y honra con su confianza a aquellos que lo imitan. En el pasaje citado, lo oímos decir: «No puedo encubrir mis propósitos a Abraham». ¿Por qué? ¿A causa de un favor especial o de fe personal? No; simplemente porque “mandará a sus hijos y a su casa”. Un hombre que sabe mandar así a su casa, es digno de la confianza de Dios. Ésta es una asombrosa verdad, cuyo filo alcanzará, espero, la conciencia de los padres cristianos. La mayoría de nosotros, ¡ay!, al meditar Génesis 18:19, haríamos bien en prosternarnos delante de Aquel que pronunció y escribió esta palabra, y en exclamar: «¡Qué fracaso de mi parte, qué vergonzoso y humillante fracaso!».

¿A qué se debe? ¿A qué se debe que hemos faltado a la solemne responsabilidad que nos ha tocado con respecto al gobierno de nuestra casa? Creo que hay una sola respuesta a esta pregunta: la razón es que no hemos comprendido, por la fe, el privilegio conferido a esta casa, en virtud de su asociación con nosotros. Es notable que nuestros dos primeros pasajes nos presenten, con absoluta exactitud, las dos grandes divisiones de nuestro tema, a saber: el privilegio y la responsabilidad. En el caso de Noé, la palabra era: “Tú y tu casa”, en relación con la salvación. En el caso de Abraham, era: “Tú y tu casa” con relación al gobierno moral. La relación es a la vez notable y hermosa, y el hombre que falta en fe para apropiarse del privilegio, faltará en poder moral para llevar a cabo la responsabilidad.

Dios considera la casa de un hombre como parte de sí mismo, y el hombre no puede, en el más mínimo grado, ya en principio, ya en práctica, desconocer esta relación sin sufrir graves daños y sin causar perjuicios al testimonio.

Ahora bien, la pregunta para la conciencia de un padre cristiano es: «¿Cuento con Dios para mi casa; y gobierno mi casa para Dios?». Ésta es, seguramente, una pregunta solemne; sin embargo, es de temerse que muy pocos cristianos sienten su importancia y gravedad.

Puede que mi lector desee demandar un mayor número de pruebas bíblicas en cuanto a nuestro derecho de contar con Dios para nuestras casas. Voy, pues, a proseguir con las citas bíblicas.

Jacob y su casa

Leamos un pasaje con referencia a la historia de Jacob: “Dijo Dios a Jacob: Levántate y sube a Bet-el”. Estas palabras parecen haber sido dirigidas sólo a Jacob personalmente; pero él jamás pensó, ni por un momento, en desligarse de su familia, ni en cuanto al privilegio ni en cuanto a la responsabilidad; por eso se añade: “Jacob dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Bet-el” (Génesis 35:1-3). Aquí vemos que un llamado hecho a Jacob, pone toda su casa bajo una responsabilidad. Jacob fue llamado a subir a la casa de Dios, y la pregunta que se presenta de inmediato a su conciencia, es: «¿Está mi casa en un estado conveniente para responder a tal llamado?»

La casa del siervo de Dios en el libro del Éxodo

Nos remitimos ahora a los primeros capítulos del libro del Éxodo, donde vemos que una de las cuatro objeciones de Faraón a dejar que Israel fuese plenamente liberado, se refería específicamente a los niños (Éxodo 10:8-9):

Moisés y Aarón volvieron a ser llamados ante Faraón, el cual les dijo: Andad, servid a Jehová vuestro Dios. ¿Quiénes son los que han de ir? Moisés respondió: Hemos de ir con nuestros niños y con nuestros viejos, con nuestros hijos y con nuestras hijas; con nuestras ovejas y con nuestras vacas hemos de ir; porque es nuestra fiesta solemne para Jehová.

La razón por la cual debían tomar a los niños y a todos los que estaban con ellos, era que tenían que celebrar una fiesta solemne a Jehová. La naturaleza podía decir: «¿Qué es lo que estas criaturas pueden comprender de tal fiesta? ¿No debe temerse que se vuelvan formalistas?». La respuesta de Moisés es simple y decisiva: Hemos de ir con nuestros niños, etc. (v. 9) porque es nuestra fiesta solemne para Jehová.

Los padres israelitas no tenían la idea de que debían buscar una cosa para sí mismos y otra para sus hijos. No suspiraban por Canaán para sí y por Egipto para sus hijos. ¿Cómo habrían podido nutrirse del maná del desierto o del fruto del país de la promesa, entretanto sus hijos se estuviesen alimentando de los puerros, las cebollas y los ajos de Egipto (Números 11:5)? ¡Imposible! Ni Moisés ni Aarón enfocaban tal manera de actuar. Ellos sentían que un llamado de Dios dirigido a ellos, era un llamado dirigido a sus hijos. Además, si no hubieran estado plenamente convencidos de ello, tan pronto como habrían salido de Egipto por un camino, sus hijos los habrían hecho regresar por otro. Que tal habría sido el caso, Satanás bien lo sabía; por eso puso en boca de Faraón esta objeción: “No será así; id ahora vosotros los varones, y servid a Jehová” (Éxodo 10:11). Esto es precisamente lo que muchos cristianos profesantes1 hacen o más bien tratan de hacer en la actualidad. Declaran que salen de Egipto para servir al Señor, pero dejan allí a sus niños. Dicen que recorrieron el “camino de tres días” por el desierto; en otras palabras, declaran haber dejado el mundo, estar muertos al mundo, y resucitados con Cristo, como quienes poseen una vida celestial, y como herederos de una gloria celestial, la cual constituye su esperanza. Pero dejan a sus hijos atrás, en manos de Faraón, o más bien de Satanás2 . Han renunciado al mundo para sí mismos, pero no pueden hacerlo para sus hijos. Por eso, el domingo, día del Señor, ellos se ponen la ropa de extranjeros y peregrinos; cantan himnos, pronuncian oraciones y enseñan principios, dando muestras de ser personas muy avanzadas en la vida celestial que, por su experiencia real, tocan las fronteras de Canaán (en espíritu, naturalmente, ya están allí); pero ¡ay, desde el lunes por la mañana, cada uno de sus actos, cada uno de sus hábitos, cada uno de sus objetivos contradice su actitud de la víspera! Sus hijos son formados para el mundo. El alcance, el objeto y el tipo de educación3 que reciben, así como la elección de su carrera, es de carácter totalmente mundano, en el sentido más cierto y estricto del término. Moisés y Aarón no habrían podido admitir tal manera de actuar, como tampoco un corazón sincero y una mente recta podrían enfocarlo.

Yo no debería tener para mis hijos ningún otro principio, ninguna otra porción ni ninguna otra perspectiva que la que tengo para mí mismo; ni tampoco debería formarlos con vistas a otra cosa. Si Cristo y la gloria celestial son suficientes para mí, también lo son para ellos; pero la prueba de que Cristo es suficiente para mí debiera ser inequívoca. El carácter de un padre o de una madre cristianos debería ser tal que no diera lugar a la menor sombra de duda en cuanto al verdadero propósito que abriga en su alma o al claro objeto de su corazón. ¿Qué pensaría mi hijo si le dijera que mi deseo ardiente es que sea partícipe de Cristo y del cielo, cuando, al mismo tiempo, lo educo para el mundo? ¿Qué creerá? ¿Qué es lo que ejercerá la más poderosa influencia en su corazón y en su vida: mis palabras o mis actos? Que la conciencia responda y que su respuesta sea recta y franca; que proceda de las más íntimas profundidades del alma, y que demuestre incontestablemente que la cuestión ha sido comprendida en toda su fuerza y gravedad. Creo verdaderamente que ha venido el tiempo para que los cristianos busquen actuar en conformidad con la Palabra.

Debe ser evidente para todo hombre de oración que observa con atención el estado actual del mundo cristianizado, que éste presenta un aspecto muy enfermizo; que su tono está miserablemente bajo; en una palabra, que debe tener en sí algo radicalmente malo. En cuanto al testimonio relativo al Hijo de Dios, ¡ay, es algo que muy raramente se tiene en cuenta! La salvación personal parece constituir, para el noventa y nueve por ciento de los cristianos profesantes (nota 2), el todo de lo que les interesa, como si fuésemos dejados en la tierra para ser salvos, y no, como salvos, para glorificar a Cristo.

Ahora bien, con afecto quisiera preguntar a mis lectores si gran parte del fracaso en el testimonio práctico para Cristo no se podría atribuir justamente al descuido del principio implicado en estas palabras: “Tú y tu casa”. Estoy convencido de que este descuido tiene mucho que ver con eso. Una cosa es cierta: mucha mundanalidad, confusión y el mal moral se ha deslizado en medio de nosotros, porque nuestros hijos han sido dejados en Egipto. Muchos que, diez, quince o veinte años atrás, tomaron en la Iglesia una posición eminente de testimonio y de servicio, y que parecían estar de todo corazón dedicados a la obra del Señor, ahora han vuelto atrás de una manera tan lamentable que no tienen la fuerza para mantener sus cabezas arriba del agua, y menos todavía para ayudar a otros a mantenerse en pie. Todo esto advierte con fuerte voz a los padres cristianos que formaron una familia: Guárdense de dejar a sus hijos en Egipto. Más de un corazón de padre quebrantado, en este presente tiempo, ha quedado sumido en llantos y gemidos por no haber sido fiel en el gobierno de su casa. El tal dejó a sus niños en Egipto, en un tiempo malo y por un engaño total; y ahora que con una real sinceridad y mucho cariño intenta deslizar unas palabras en los oídos de aquellos que han crecido a su alrededor, él no encuentra sino corazones indiferentes que hacen oídos sordos a sus advertencias. Ellos se aferran con decisión y vigor a ese Egipto en el cual el padre los dejó por su incredulidad e inconsecuencia. Éste es un hecho duro, cuya sola mención podría atormentar a más de un corazón; mas la verdad debe ser declarada; pues aunque pudiera herir a algunos, bien podría ser una saludable advertencia para otros4 .

  • 1La profesión cristiana abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», sean verdaderos creyentes –salvos por la obra de Cristo– sean personas aún perdidas, las que se llaman a sí mismas cristianas. Cuando utilizamos el término de cristiano profesante, hablamos de una persona que sólo tiene la apariencia del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación.
  • 2Tal vez se diga que no puede haber ninguna analogía entre el traslado real de personas de un país a otro y la educación de nuestros hijos. A ello respondo que la comparación sólo se aplica en el principio. Es perfectamente evidente que no podemos llevar a nuestros hijos al cielo en el sentido en que los israelitas llevaron a los suyos a Canaán. Solamente Dios puede hacer aptos para el cielo a nuestros hijos, implantando en ellos la vida de su propio Hijo; y solamente Él puede llevarlos al cielo a su debido tiempo. Pero si bien no podemos hacer a nuestros hijos aptos para el cielo ni tampoco llevarlos allí, sí podemos, por la fe, educarlos para el cielo; y ello no es sólo nuestro deber, sino nuestro elevado y santo privilegio. En consecuencia, si los principios según los cuales educamos a nuestros hijos, así como la meta de su educación son manifiestamente mundanos, por lo que dependa de nosotros, los dejamos en el mundo. Por otro lado, si nuestros principios y nuestra meta son inequívocamente celestiales, por lo que de nosotros dependa, los educamos para el cielo. Esto es lo que se quiere decir en el presente artículo en cuanto a dejar a nuestros hijos en Egipto o llevarlos a Canaán. Somos responsables de educar a nuestros hijos, aunque no podamos convertirlos, y Dios seguramente bendecirá la fiel educación de aquellos a quienes Él nos ha dado en su gracia.
  • 3A lo largo de la presente obra a menudo aparece la palabra educación o educar con relación a los hijos de los creyentes. Este término proviene de la palabra inglesa «training», y su significado adquiere muchos matices en español que no son abarcados por el simple vocablo educación, y cuyo repaso nos ayudará a ampliar el concepto. «Training», en su acepción más genérica, significa aprendizaje, sobre todo el aprendizaje de artes u oficios, en un sentido más bien práctico que teórico. También significa adiestramiento y entrenamiento, como cuando uno es adiestrado para la guerra o entrenado para la práctica de un deporte. También se puede traducir por formación, haciendo referencia, por ejemplo, a una formación vocacional o profesional, aplicándose al aprendizaje de un arte u oficio, es decir, las enseñanzas que incluyen práctica y teoría. «Training» también puede traducirse: preparación, como cuando uno se prepara mediante ejercicios para una prueba o fin determinado; y, por último, comprende los conceptos de educación, instrucción y enseñanza (por ejemplo, la «instrucción militar»), y puede referirse a una instrucción formal (adquirida en una institución docente), como también a la educación recibida por los niños en el hogar de parte de sus padres. En este último sentido recae el énfasis del autor: al niño se lo educa o se lo forma mediante «disciplina e instrucción, y se le enseña a fin de hacerlo apto, idóneo o proficiente» (Webster). Pues bien, hay una «preparación» que los padres del mundo no pueden dar a sus hijos, y que sí lo pudo hacer, por ejemplo, la madre de Timoteo. El apóstol Pablo dice de Timoteo, “desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:15-6; véase también 1:5).
  • 4Debo decir que hay una grave inconsecuencia en la conducta de ciertos padres cristianos, quienes dejan que sus hijos lean cualquier libro. Un libro es como un profesor silencioso; ejerce una influencia sobre el espíritu, el corazón y el carácter del lector.

La casa del siervo de Dios en el libro de los Números

Pero debo proseguir con las pruebas bíblicas. En el libro de los Números, los “niños” también nos son presentados. Ya hemos visto que el verdadero propósito de un creyente en comunión con Dios es salir con sus hijos de Egipto. Ellos deben ser sacados de allí a toda costa; pero ni la fe ni la fidelidad de los padres cristianos se contentan con eso. Debemos contar con Dios no solamente para sacarlos de Egipto, sino también para introducirlos en Canaán. A este respecto, Israel falló de una manera notable, pues, cuando los espías volvieron de Canaán, el pueblo, al oír su desalentador informe, pronunció estas tristes palabras:

¿Por qué nos trae Jehová a esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros niños sean por presa? ¿No nos sería mejor volvernos a Egipto?
(Números 14:3).

Terribles palabras eran éstas. De hecho, no hacían sino comprobar lo que tan astuta y ruinmente el Faraón había predicho respecto de esos mismos niños: “¿Cómo os voy a dejar ir a vosotros y a vuestros niños? ¡Mirad cómo el mal está delante de vuestro rostro!” (Éxodo 10:10).

La incredulidad justifica siempre a Satanás y hace a Dios mentiroso, en tanto que la fe, por el contrario, justifica siempre a Dios y hace a Satanás mentiroso; y así como es invariablemente cierto que conforme a nuestra fe nos será hecho, también es igualmente cierto que la incredulidad cosechará lo que sembró. Así ocurrió con Israel, desdichado, a causa de su incredulidad. “Vivo yo, dice Jehová, que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos; todo el número de los que fueron contados de entre vosotros, de veinte años arriba, los cuales han murmurado contra mí. Vosotros a la verdad no entraréis en la tierra, por la cual alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella; exceptuando a Caleb hijo de Jefone, y a Josué hijo de Nun. Pero a vuestros niños, de los cuales dijisteis que serían por presa, yo los introduciré, y ellos conocerán la tierra que vosotros despreciasteis. En cuanto a vosotros, vuestros cuerpos caerán en este desierto” (v. 28-32). “Limitaron al Santo de Israel” en cuanto a sus niños (Salmo 78:41; V. M.). Era un grave pecado, y ha sido mencionado para nuestra instrucción.

Cuán a menudo el corazón de los padres cristianos razona sobre la manera de tratar con sus hijos, en lugar de colocarlos simplemente en el terreno de Dios. Puede argüirse que «no podemos hacer de nuestros niños unos cristianos». Pero no se trata de eso. No somos llamados a hacer algo de ellos; ésta es la obra de Dios y de Dios solamente; pero si Él nos dice: «Lleven a sus niños con ustedes», ¿rehusaríamos obedecerle? O se dice todavía: «Yo no querría hacer de mi hijo un formalista, y no podría hacer de él un verdadero cristiano»; mas si Dios, en su infinita gracia, me dice: «Yo considero tu casa como parte de ti mismo y, al bendecirte, la bendigo a ella», ¿debería yo, por incredulidad de corazón, rechazar esta bendición, bajo el pretexto del temor al formalismo o de mi imposibilidad de comunicar la verdad? ¡Dios nos guarde de semejante extravío!

Regocijémonos, más bien, con un gozo vivo y sincero, porque Dios nos ha bendecido con una bendición tan rica y abundante que no sólo se extiende a nosotros, sino que alcanza a todos aquellos que nos pertenecen; y, puesto que la gracia nos ha concedido esta bendición, dejemos que la fe eche mano de ella para el beneficio de nuestra familia.

Muchos se consuelan de lo que son sus hijos por la seguridad de que tarde o temprano se habrán de convertir. Pero ello no significa asentarlos desde ahora en el terreno de Dios. Si estamos seguros de que nuestros hijos llegarán a ser hijos de Dios, ¿por qué no actuamos conforme a esa seguridad? Si esperamos ver ciertas pruebas de conversión en ellos antes de actuar tal como la Escritura ordena, resulta claro entonces que estamos mirando fuera de la promesa de Dios. Esto no es fe. El cristiano tiene el privilegio de considerar a sus hijos desde ahora como perteneciendo al Señor. Tiene que educarlos en consecuencia, esperando en Dios el resultado, con plena seguridad. Si antes de actuar así, espero ver frutos, ello no es fe. Y durante este tiempo mis hijos podrán vagabundear por ahí, por decirlo así, lejos de los caminos del Señor, deshonrando tristemente el nombre y el Evangelio de Cristo. ¿Me bastará con decirme: «Sé que más tarde se van a convertir»? No; mis hijos deberían ser desde ahora un testimonio para Dios; y ello no será posible a menos que elija para ellos, desde ahora, el terreno de Dios y que ande con Él.

Recordemos que el medio de probar que gozamos de una bendición es cumplir con la responsabilidad que ella impone. Decir que cuento con Dios para llevar a mis hijos a Canaán y, al mismo tiempo, educarlos para Egipto, es un pernicioso engaño. Mi conducta pone de manifiesto que mi declaración es una mentira, y no debería asombrarme si, en sus justos tratos, Dios permite que coseche los frutos amargos de mis caminos.

La conducta es la mejor prueba de la realidad de nuestras convicciones, y, en esto, así como en todas las cosas, esta Palabra del Señor es solemnemente verdadera: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (Juan 7:17). Pero a menudo queremos conocer la doctrina antes de querer hacer Su voluntad, y la consecuencia de ello es que somos dejados en la más profunda ignorancia. Hacer la voluntad de Dios respecto a nuestros hijos, es considerarlos tal como Dios lo hace: como parte de nosotros mismos, y educarlos en consecuencia. No es simplemente esperar que ellos más tarde se manifiesten como hijos de Dios, sino considerarlos como aquellos que ya han sido introducidos en una posición de privilegio, y tratar con ellos según este principio, con respecto a todo.

Se podría concluir de los pensamientos y actos de muchos padres cristianos que, a sus ojos, sus hijos no son más que paganos que no tienen, para el presente, ningún interés en Cristo ni ninguna relación con Dios en absoluto. Esto, seguramente, es errar terriblemente el blanco divino. No se trata aquí de la tan a menudo debatida cuestión del bautismo de los niños o de los adultos. No; se trata simple y únicamente de una cuestión de fe en el poder y en el alcance de esta palabra tan particularmente llena de gracia: “Tú y tu casa”; una palabra cuya fuerza y belleza se harán cada vez más evidentes a nosotros a medida que avancemos en este breve escrito.

En el capítulo 16 del libro de Números, v. 26-27, vemos todavía a los niños considerados como inseparablemente unidos a sus padres, y eso en una circunstancia de la más trágica. Moisés “habló a la congregación, diciendo: Apartaos ahora de las tiendas de estos hombres impíos, y no toquéis ninguna cosa suya, para que no perezcáis en todos sus pecados. Y se apartaron de las tiendas de Coré, de Datán y de Abiram en derredor; y Datán y Abiram salieron y se pusieron a las puertas de sus tiendas, con sus mujeres, sus hijos y sus pequeñuelos”. Todos estos niños descendieron vivos al abismo y los tragó la tierra, no por haberse asociados personalmente a la rebelión, sino a causa de su identidad con sus padres rebeldes. Ya en bendición, ya en juicio, Dios trata a los hijos como siendo uno con sus padres. Se podría preguntar: ¿Por qué? Y Dios responde en Éxodo 34:6-7: “Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación”.

Algunas personas podrían encontrar difícil el hecho de conciliar este pasaje con el de Ezequiel 18:20, donde se dice: “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él”. En este último versículo, el padre y el hijo son considerados en su propia capacidad individual y, en consecuencia, son juzgados según el estado moral de cada uno individualmente. Aquí se trata de una cuestión absolutamente personal.

La casa del siervo de Dios en el libro del Deuteronomio

A lo largo de todo el libro de Deuteronomio, los israelitas son una y otra vez enseñados por Dios a poner los mandamientos, los estatutos, los juicios y los preceptos de la ley delante de sus niños; y en muchas circunstancias se ve a estos mismos niños inquiriendo en la naturaleza y el propósito de diversas ordenanzas e instituciones. Si el lector quiere, puede leer fácilmente los diversos pasajes.

Josué y su casa

Quiero pasar ahora a considerar esa tan bella declaración de Josué: “Escogeos hoy a quién sirváis… pero yo y mi casa serviremos a Jehová” (Josué 24:15). Notemos que él no dijo solamente “yo”, sino “yo y mi casa”. Josué comprendía que no era suficiente que él mismo fuese personalmente puro de todo contacto con las contaminaciones y abominaciones de la idolatría; sentía que tenía que velar sobre el carácter moral y sobre la condición práctica de su casa. Aunque Josué no quería adorar a los ídolos, ciertamente habría sido culpable si sus hijos los hubiesen servido. Además, el testimonio de la verdad habría sido así realmente manchado tanto por la idolatría de la casa de Josué como por la idolatría de Josué mismo; y el juicio, en consecuencia, no podría haber sido evitado.

Elí y su casa

El comienzo del primer libro de Samuel proporciona una muy solemne prueba de esta verdad: “Y Jehová dijo a Samuel: He aquí haré yo una cosa en Israel, que a quien la oyere, le retiñirán ambos oídos. Aquel día yo cumpliré contra Elí todas las cosas que he dicho sobre su casa, desde el principio hasta el fin. Y le mostraré que yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los ha estorbado” (1 Samuel 3:11-13).

En este ejemplo vemos que cualquiera sea el carácter personal del siervo de Dios, el Señor no lo tendrá por inocente si no pone en orden su casa como corresponde. Elí debía haber reprimido a sus hijos. Era su privilegio, como lo es el nuestro, poder contar con el poder de Dios actuando con él para someter todo elemento que, en su casa, comprometería el testimonio que debía a Dios. Pero él no actuó en este sentido ni supo valerse de este poder para vencer el mal en los suyos; así pues, el fin de Elí fue un terrible juicio: porque su corazón no había sido quebrantado con motivo de su casa, su nuca fue quebrantada con motivo de la casa de Dios. Si Elí hubiera contado con Dios y actuado fielmente con Él para reprimir a sus hijos culpables, según la santa responsabilidad que recaía sobre él, la casa de Dios nunca habría sido profanada, y el arca de Dios no habría sido tomada. En una palabra, si Elí hubiese considerado a su familia como parte de sí mismo, y hubiese hecho de ella lo que debía ser, no habría atraído sobre sí el terrible juicio de Aquel que tiene por principio no separar jamás estas palabras: “Tú y tu casa”.

¡Ay, después de este evento, cuántos padres han seguido las pisadas de Elí! ¿Cuántos padres hay que se hacen una idea totalmente falsa de la base y del carácter de su relación con sus hijos, y actúan hacia ellos según el principio de una indulgencia ilimitada, dejándoles hacer su propia voluntad en todo el período que va desde la infancia, pasando por la adolescencia, hasta la edad adulta? Tales padres no tienen fe para colocarlos en el terreno divino, y les ha faltado hasta la fuerza moral necesaria para ponerse en el terreno humano para hacer que sus hijos los respeten y los obedezcan; y el resultado de todo esto es el más triste espectáculo de insubordinación y confusión.

El primer objeto que debe proponerse el siervo de Dios en el gobierno de su casa es que en ella se dé un testimonio a la gloria de Aquel a cuya casa él mismo pertenece. Éste es el verdadero principio que debe actuar ante todo en el corazón y en la conducta de un padre cristiano. Yo no debo procurar mantener a mis hijos en la disciplina para que me causen menos molestia o por una cuestión de conveniencia para mí, sino porque la gloria de Dios está interesada en el buen orden de las casas de todos aquellos que forman parte de la casa de Dios.