La casa del creyente en el Nuevo Testamento
Tal vez se objete que todo lo que hemos dicho hasta ahora sobre este punto no respira más que la atmósfera del Antiguo Testamento, y que los principios y pruebas sólo han sido deducidos de allí. «Ahora, al contrario –se dirá–, Dios actúa hacia nosotros según el principio de la elección y de la gracia, el cual conduce al llamamiento individual de una persona, sin tener en cuenta ningún lazo ni ninguna relación doméstica, de modo que podemos hallar a un santo muy piadoso, devoto y consagrado a las cosas celestiales, a la cabeza de una familia impía, desordenada y mundana».
En oposición a esto, sostengo que los principios del gobierno moral de Dios son eternos y, por consiguiente, deberían ser los mismos y tener su aplicación en todas las épocas. Dios no puede enseñar, en un tiempo, que un hombre y su casa son uno y que la cabeza debe gobernarla convenientemente, y luego, en otro tiempo, enseñar que el padre y su familia no son uno y que el padre es libre de dirigirla como le plazca. Esto es imposible.
La aprobación o la desaprobación de Dios respecto a tal o cual cosa deriva de lo que Él es en sí mismo; y como Dios gobierna su casa según lo que él es en sí mismo, él encomienda a sus siervos que dirijan sus casas según el mismo principio. La época de la gracia o del cristianismo, ¿ha anulado acaso este bello orden moral? ¡Oh, no! Al contrario; ha agregado, si es posible, nuevos rasgos de belleza.
Si la casa de un judío era considerada como parte de sí mismo, la de un creyente ¿lo será tal vez menos? Por cierto que no. Sería hacer un triste abuso y una falsa aplicación de esa celestial palabra gracia, si se autorizara su uso para justificar el desorden y la desmoralización que prevalece en las casas de innumerables cristianos de nuestros días. ¿Es verdaderamente la gracia la que hace que un padre dé rienda suelta a la voluntad de sus hijos? ¿Es la gracia la que da libre curso a los caprichos, el mal genio, los apetitos y las pasiones de una naturaleza corrompida? ¡Ay, guardémonos de llamar a eso gracia, por miedo a perder la comprensión del verdadero sentido de esta palabra, y a llegar a imaginar que la gracia es el principio de todo este mal! Llamemos a esto por su propio nombre: un monstruoso abuso de la gracia; una negación de Dios, no solamente como Gobernador de su propia casa, sino también como Administrador moral del universo: una flagrante contradicción de todos los preceptos inspirados.
Ejemplos tomados del Nuevo Testamento
Ahora bien, dejando el Antiguo Testamento, veamos si no hallamos, en las sagradas páginas del Nuevo, amplias y numerosas pruebas en apoyo de nuestra tesis. En esta parte del Libro de Dios, ¿acaso el Espíritu Santo separa la familia de un hombre de los privilegios y responsabilidades que el Antiguo Testamento le confieren? Veremos muy claramente que él no hace nada de eso. Vayamos a las pruebas.
Cuando el Señor Jesús envió a sus apóstoles en misión, les dijo: “Mas en cualquier ciudad o aldea donde entréis, informaos quién en ella sea digno, y posad allí hasta que salgáis. Y al entrar en la casa, saludadla. Y si la casa (no solamente el jefe) fuere digna, vuestra paz vendrá sobre ella; mas si no fuere digna, vuestra paz se volverá a vosotros” (Mateo 10:11-13). Por otra parte, Jesús le dijo a Zaqueo:
Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido
(Lucas 19:9-10).
Asimismo en la casa de Cornelio: “Envía hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro; él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú y toda tu casa” (Hechos 11:13-14). Así fue dicho también al carcelero de Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hechos 16:31). Después vemos el resultado práctico: “Y llevándolos a su casa, les puso la mesa; y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios” (v. 34). En el mismo capítulo, Lidia, tras haber sido bautizada, así como su casa, dijo: “Si habéis juzgado que yo sea fiel al Señor, entrad en mi casa, y posad” (v. 15).
“Tenga el Señor misericordia de la casa de Onesíforo”; ¿por qué? ¿Acaso debido a las buenas acciones de esta casa hacia el apóstol? No –dijo Pablo–, sino porque él, Onesíforo, “me confortó, y no se avergonzó de mis cadenas” (2 Timoteo 1:16). “Es necesario que el obispo sea irreprensible… que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?)” (1 Timoteo 3:2, 4-5).
En todas estas citas, hallamos la misma gran verdad, a saber, que cuando Dios confiere bendiciones y responsabilidades a un hombre, esto incluye al mismo tiempo su casa. Recorremos toda la Escritura inspirada, desde el principio hasta el fin, y veremos este principio práctico cuidadosamente establecido y asentado. Es algo digno de Dios que lo demos a conocer; pero, ¡ay, amados hermanos en el Señor, cuán infieles hemos sido y cuánto perjuicio hemos ocasionado al testimonio dado al Hijo de Dios en estos últimos tiempos por nuestras faltas a este respecto y a tantos otros!
El mal se ha manifestado, es verdad, bajo diversas formas: orgullo, vanidad, mundanalidad, espíritu carnal, motivos tristemente mezclados, impío despliegue de una energía puramente carnal o intelectual, empleo de la preciosa Palabra de Dios como un pedestal para elevarnos a nosotros mismos, miserables pretensiones a una posición en la Iglesia o en el mundo, afán de dones, exposición desleal de principios que nunca han influenciado nuestras conciencias, presentación a los demás de una balanza en la que nosotros mismos nunca nos hemos pesado en presencia de Dios. Éste es el lamentable estado de una conciencia que, de haber estado en regla, nos habría conducido a ver la manifiesta inconsecuencia que existe entre los principios que declaramos y nuestra manera de actuar.
En todas estas cosas, como en muchas otras, se manifiesta una caída que ha contristado al Espíritu Santo de Dios con el cual estamos sellados, y que ha deshonrado el santo Nombre que es invocado sobre nosotros. El pensamiento de esta caída debería hacernos tomar el saco y las cenizas, cubrir el rostro de vergüenza y confusión, conducirnos a la humillación y a la confesión, no un momento, un día o una semana, sino hasta que Dios mismo nos levante. A veces hemos tenido algunas reuniones de oración y de humillación, pero, ¡ay, hermanos, no bien estamos fuera, probamos, por la detestable ligereza de nuestro espíritu y de nuestra manera de ser, cuán poco hemos realmente juzgado nuestro estado delante de Dios! De esta manera, ¿cómo podría alcanzarse la tan profunda y extendida raíz del mal de nuestros corazones? Nuestra conciencia tiene necesidad de ser profundamente trabajada, a fin de que la semilla de la verdad divina no haya sido sembrada en vano. El instrumento de que Dios se sirve para trabajar y sembrar a la vez, es la verdad. Por consiguiente, Él nos coloca bajo la acción de esta verdad, produciendo, bajo su influencia, un corazón honesto y sincero, una conciencia delicada y un espíritu recto. Ahora bien, si la verdad actúa sobre nosotros de esta manera, ¿qué nos revelará? ¿Cuál es nuestro estado? ¿Qué es lo que somos en medio de esta esfera, en la cual el Señor nos ha mandado “negociar entretanto que viene”?
¿A qué se debe que nuestras reuniones de culto, de edificación y de oración sean tan a menudo sin poder y sin eficacia? La promesa de Cristo es, por ende, siempre verdadera: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Ahora bien, allí donde se goza de su presencia, tiene que haber poder y bendición; pero Él no nos hace sentir su presencia a menos que nuestros corazones, verdaderos y rectos delante de él, lo busquen como el objeto especial de nuestra reunión. Si tenemos en vista otro objeto aparte de Él, no podemos decir más que estamos reunidos en su Nombre, y, en consecuencia, su presencia no será experimentada.
¡Cuántos cristianos asisten a las reuniones sin tener a Cristo como su primer y directo objeto! Unos van para oír los mensajes, a fin de ser edificados. Los reúne la edificación, no Cristo. Puede que haya piadosas emociones, santas aspiraciones, sentimientos religiosos, un vivo interés intelectual en ocuparse de la letra de las Escrituras o de ciertos puntos de la verdad; mas todo esto puede existir sin ser consciente de la santa y santificante presencia de Cristo, según la promesa hecha en Mateo 18:20.
Otros van a la reunión con el corazón preocupado por lo que van a decir o hacer. Tienen un capítulo para leer, un himno para indicar, algunas observaciones que hacer, o tienen la intención de orar y esperan el momento favorable para adelantarse. ¡Ay, es perfectamente evidente que no es Cristo el objeto principal de estos cristianos, sino únicamente el yo, sus pobres actos y sus miserables palabras! Estas personas contribuyen a despojar a la asamblea de su carácter de santidad, poder y verdadera elevación, pues, a causa de ellas, no es Cristo el que preside, es la carne la que figura, y eso, además, en las más solemnes circunstancias. La carne puede desempeñar su rol en un teatro o en una tribuna política, pero, en una asamblea de santos, ella debería ser como si no existiera.
No estoy en absoluto autorizado a presentarme delante del Señor, en una reunión de hijos de Dios, con la premeditación de leer tal o cual capítulo, de indicar tal o cual himno, o con un discurso preparado. Debo acudir en medio de mis hermanos para colocarme en la presencia de Dios y someterme a su soberana dirección. En una palabra, si voy para congregarme con otros en el nombre de Jesús, él solo será mi objeto y olvidaré cualquier otra cosa. Eso no quiere decir que al tener a Jesús por objeto, no pueda comunicar ni recibir edificación. ¡Muy al contrario!; pues en tanto que el Señor esté puesto delante de mí, seré verdaderamente capaz de edificar y de ser edificado. Lo menor está siempre incluido en lo mayor. Si tengo a Cristo, no puede faltarme la edificación, pero si busco ésta en lugar de Cristo, si hago de ella mi objeto, pierdo las dos cosas.
¡Cuántos cristianos hay, además, que van para rendir culto y que no tienen la conciencia purificada, ni el corazón juzgado ni la carne mortificada! Ocupan su lugar en los bancos, pero son fríos y estériles, sin oraciones y sin fe, sin un objeto real. Asisten porque tienen el hábito de asistir, pero no los motiva un sincero deseo de encontrar al Señor. Para ellos, el congregarse no es más que una pura formalidad religiosa, y para los demás sólo son un obstáculo para la bendición.
Así pues, numerosas y diversas causas concurren para corromper las fuentes de la vida y del vigor en las asambleas, y ésa es la razón por qué el testimonio es, en general, tan pobre y tan débil en medio de nosotros. Sólo un profundo trabajo de conciencia sería capaz de examinar hasta el fondo esas causas funestas. ¡Ah!, “¿soy yo, Señor?”. Es absolutamente inútil esperar una bendición duradera o una verdadera restauración, en tanto no seamos seriamente llevados a una verdadera humillación, a un sincero juicio de nosotros mismos. Si somos llamados a dar testimonio de Cristo, es menester que este llamado nos encuentre a los pies de Jesús, habiendo aprendido allí lo que somos, y cuánto hemos faltado.
Nadie tiene el derecho de arrojar la piedra contra el otro. Todos nosotros hemos pecado; todos hemos sido infieles al testimonio del Hijo de Dios; todos hemos contribuido, en alguna medida, al humillante estado de cosas que nos rodea. No se trata aquí de una simple cuestión de iglesia, de una simple diferencia de juicio en cuanto a ciertos puntos de la verdad, por importantes que sean en sí mismos. No, hermanos, el mundo, la carne y el diablo están en el fondo de nuestro triste estado actual, y todas las advertencias del amor de Cristo se reúnen para invitarnos a que nos juzguemos a fondo en la presencia de Dios.
Ahora bien, estoy convencido de que si este juicio tuviera lugar y todo fuese puesto en la luz, se vería que una de las mayores causas de tanto mal, de tanta debilidad y de tan grande caída, consiste en la negligencia de lo que implica la expresión: “Tú y tu casa”. Para los observadores, los hijos constituyen la piedra de toque de lo que son los padres; y la casa revela el estado moral de su jefe.
Nunca puedo formarme una idea exacta de lo que es un hombre, tan sólo por lo que veo u oigo de él en una asamblea. Allí él puede parecer muy espiritual, y enseñar cosas muy bellas y verdaderas; pero, para juzgar sanamente acerca de su persona, déjenme entrar en su casa, y allí podría conocer de él. Él bien puede hablar como un ángel del cielo, pero si su casa no es gobernada según Dios, no puede ser un fiel testigo de Cristo.
El significado de la expresión “casa”
La expresión “casa” abarca tres cosas: la casa misma, los hijos y, dado el caso, los empleados domésticos. Estas tres cosas, ya sea que las tomemos juntas o por separado, deben llevar el sello de lo que pertenece a Dios. La casa de un hombre de Dios debe ser gobernada por Dios, para su gloria y en su nombre. El jefe de una casa cristiana es el representante de Dios. Ya como padre o como amo, él es, para todos aquellos que están bajo su techo, el depositario de la autoridad de Dios, y tiene el deber de actuar según la comprensión y el desarrollo práctico de este hecho. Según este principio debe dirigir su casa y proveer para la misma. Por eso está escrito:
Si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo
(1 Timoteo 5:8).
Al descuidar la esfera en la que Dios lo ha establecido, el jefe de familia evidencia conocer poco a Aquel a quien es llamado a representar y, por consecuencia, se asemeja poco a Él. Esto es muy simple. Si yo deseo saber qué cuidado debo tener de aquellos que están bajo mi responsabilidad y cómo debo gobernar mi casa, sólo tengo que indagar cuidadosamente la manera en que Dios cuida de los suyos y en la cual gobierna su casa. Ésta es la verdadera manera de aprender. No se trata aquí de saber si todas las personas que constituyen la casa son o no convertidas. Lo que deseo poner en la conciencia de todos los cristianos jefes de familia, es que todo lo que ellos hacen, de un extremo a otro de su marcha, debería llevar muy visiblemente el sello de la presencia de Dios y de su autoridad; que haya un claro reconocimiento de Dios de parte de cada integrante de la casa. La influencia del padre de familia debería ser tal que cada uno fuese llevado a decir o pensar: Dios está allí; y esto, no para que el jefe de la casa sea elogiado a causa de su influencia moral y de su juiciosa administración, sino simplemente para que Dios sea glorificado. Éste no es un objetivo demasiado alto, y nunca deberíamos estar satisfechos con algo inferior a él.
La casa de todo cristiano debería ser una representación en miniatura de la Casa de Dios, no tanto en cuanto a la condición real de cada integrante en particular, sino en cuanto al orden moral y a la divina disposición del conjunto. Algunos podrían sacudir la cabeza y decir: «Todo esto es muy bello, pero ¿dónde lo hallamos?». Me limito a preguntar: ¿La Palabra de Dios enseña y prescribe al cristiano a gobernar su casa de esta manera? Si es así, ¡pobre de mí si rehusara obedecer o faltara en fidelidad a la obediencia! Toda persona honesta y de recta conciencia reconocerá que existe una gran deficiencia en cuanto a la dirección de nuestras casas; pero nada es más vergonzoso que ver a un hombre que a sabiendas se sienta tranquilamente y está muy satisfecho ante el desorden y la indisciplina que reinan en su casa, por parecerle imposible alcanzar la regla perfecta que Dios le ha propuesto.
Todo lo que tengo que hacer es seguir las directivas de la Escritura, y la bendición seguirá seguramente tarde o temprano, pues Dios no puede negarse a sí mismo. Pero si, por la incredulidad de mi corazón, me persuado de que me es imposible alcanzar la bendición, de seguro que jamás la tendré. Todo privilegio o toda bendición que Dios pone delante de nosotros, exige una energía de fe para su consecución. Es como Canaán para los hijos de Israel: el país estaba delante de ellos, pero ellos debían entrar y tomar posesión de él, pues Dios había dicho: “Yo os he entregado todo lugar que pisare la planta de vuestro pie” (Josué 1:3). Así ocurre siempre: la fe toma posesión de lo que Dios da.
Nuestro único objetivo, en todo lo que hagamos, debería ser glorificar a Aquel que ha hecho de nosotros todo lo que somos y lo que seremos por la eternidad; y ¿qué puede ser más contrario a este objetivo, y más deshonroso para Dios, que cuando la casa de un siervo de Dios es justamente lo contrario a lo que Él desea que sea? ¿Cómo los ojos de Dios deben considerar tal o cual cosa, si nuestros ojos humanos se escandalizan de ello? Sin embargo, según parece, los cristianos opinan que no existe la menor relación entre la conducta de su casa y su testimonio. Es humillante encontrarse con aquellos que, en su aspecto personal, parecen excelentes cristianos, pero que fallan por completo en el gobierno de sus casas. Ellos hablan de la separación respecto del mundo, pero sus casas presentan la más penosa mundanalidad. Dicen que el mundo es crucificado para ellos y que ellos son crucificados respecto del mundo, y, sin embargo, el sello del mundo puede observarse en su misma casa por doquier. Todo el mobiliario parece destinado a servir a “los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16). Altos e imponentes espejos de pared que reflejan la carne misma; suntuosas alfombras y espléndidos muebles y sofás destinados a la comodidad de la carne; aparatosas y brillantes luces que ponen al descubierto el orgullo y la vanidad de la carne. Se nos dirá que es pueril e inútil mencionar a estos detalles. A ello contesto que las hijas de Sion habrían podido decir exactamente lo mismo acerca de estas palabras que el Señor les dirige en Isaías 3:18-23: “Aquel día quitará el Señor el atavío del calzado, las redecillas, las lunetas, los collares, los pendientes y los brazaletes, las cofias, los atavíos de las piernas, los partidores del pelo, los pomitos de olor y los zarcillos, los anillos, y los joyeles de las narices, las ropas de gala, los mantoncillos, los velos, las bolsas, los espejos, el lino fino, las gasas y los tocados”. ¿No era eso ir a detalles insignificantes? Lo mismo encontramos en este pasaje de Amós 6:1-6: “¡Ay de los reposados en Sion…! que duermen en camas de marfil, y reposan sobre sus lechos; y comen los corderos del rebaño, y los novillos de en medio del engordadero; gorjean al son de la flauta, e inventan instrumentos musicales, como David”. Sí, el Espíritu de Dios puede descender a los detalles, cuando la ocasión así lo requiere.
Pero algunos todavía pueden decir: «Nuestras casas deben estar en armonía con el rango que ocupamos en la sociedad, y amuebladas en consecuencia». Tal objeción no hace más que revelar muy abiertamente el verdadero estado de alma de aquel que la esgrime: un estado mundano, sin duda. «¡Nuestro rango en la sociedad!». Este terreno, sin duda, es el mundo. ¿Qué quiere decir realmente esta expresión, cuando se aplica a aquellos que declaran que están muertos al mundo? Hablar de nuestro rango en la sociedad, de nuestra «posición social», es negar los mismos elementos del cristianismo. Si tenemos un rango según el mundo, se deduce que debemos vivir como hombres en la carne, o como hombres naturales, y entonces la ley tiene todo su imperio contra nosotros, pues “la ley se enseñorea del hombre entretanto que este vive” (Romanos 7:1). Este rango en la vida, esta posición social, viene a ser, pues, un asunto muy serio.
Permítanme preguntarles: ¿Cómo se obtuvo ese rango social? o ¿en qué vida se lo encuentra? Si es en esta vida, mentimos si decimos que hemos sido “crucificados con Cristo” (Gálatas 2:20), “muertos con Cristo” (Colosenses 2:20), “sepultados con Cristo” (Romanos 6:4), “resucitados con Cristo” (Colosenses 3:1), que hemos “salido fuera del campamento hacia Cristo” (Hebreos 13:13), que no estamos “en la carne”, que no somos “del mundo que pasa” (1 Juan 2:17). Todas estas palabras son, pues, algunas de las tantas brillantes mentiras en la boca de aquellos que poseen –o pretenden poseer– un rango en esta vida. Ésta es la verdad sobre esta cuestión; ¡dejemos que la verdad alcance nuestras conciencias y actúe en ellas, a fin de que ejerza su influencia sobre nuestra vida práctica!
¿Cuál es, pues, la única vida en que tenemos un rango?: La vida de resurrección de Cristo. Ésta es la vida en la cual el amor redentor nos ha dado un rango. Y seguramente, sabemos muy bien que los mobiliarios mundanos, las vestimentas costosas, la ostentación y el lujo, no tienen nada que ver con el rango en esta vida. ¡Oh, no! Lo que está en armonía con la vida celestial que Jesús ha adquirido para nosotros y nos ha comunicado, es la santidad de carácter, la pureza de vida, el poder espiritual, una profunda humildad, la caridad, la separación de todo lo que tiene relación con el mundo y la carne; estos son los verdaderos adornos que armonizan con nuestro rango celestial. Aquellos que hablan acerca de su rango en esta vida, “en sus corazones, se volvieron a Egipto” (Hechos 7:39). Y ¿cuál será su fin de acuerdo con lo que Dios dice? “Os transportaré, pues, más allá de Babilonia” (Hechos 7:43). Es de temerse sobremanera que la “gran piedra de molino” de Apocalipsis 18 nos presente un cuadro demasiado fidedigno del fin de muchos de los elementos enfermizos, espurios y vacíos del cristianismo de nuestros días.
Sin embargo, alguien puede alegar todavía que el cristianismo no aprueba el desorden y la suciedad de las casas, a lo que diría que eso es perfectamente cierto. Conozco pocas cosas que sean más penosas y deshonrosas que ver la casa de un cristiano caracterizada por la suciedad y el desorden. Tales cosas no deben encontrarse en relación con una mente verdaderamente espiritual o incluso bien ordenada. Donde tales cosas existen, podemos suponer que ellas son la consecuencia de algún mal moral. Aquí todavía la casa de Dios se nos presenta de forma especial como un bendito modelo. Sobre la puerta de esta casa puede verse inscrita esta preciosa divisa:
Hágase todo decentemente y con orden
(1 Corintios 14:40).
En consecuencia, todos los que aman a Dios y a Su casa, desearán ver este principio aplicado en sus propios hogares.
La educación de los hijos
Aparte de la casa propiamente dicha, lo que veo incluido en la expresión “Tú y tu casa” es la educación de los hijos. ¡Ah, éste es un asunto doloroso y profundamente humillante para muchos de nosotros, puesto que revela un cúmulo de tristes fracasos! El estado de los hijos tiende a manifestar, más que toda otra cosa, el estado moral de los padres. La medida real de mi renunciamiento a mí mismo y al mundo, se mostrará constantemente en los pensamientos que tengo acerca de mis hijos y en la manera en que trato con ellos y los dirijo. Yo declaro haber renunciado al mundo en cuanto a mí personalmente; pero, ¿he renunciado también al mundo para mis hijos? Algunos exclamarán: «Pero ¿cómo podría hacerlo? Mis hijos no son convertidos y, por consiguiente, son del mundo». Aquí de nuevo se revela el verdadero estado moral del corazón de aquel que habla así. Él mismo no ha renunciado al mundo verdaderamente, y sus hijos le sirven de pretexto para echar mano nuevamente de las cosas a las que había declarado renunciar, pero que en realidad guardaba en el corazón. Sus hijos ¿son parte de él o no? Seguramente que sí. Pues bien, si él reconoce haber dejado el mundo para sí mismo (Gálatas 6:14), y aun así lo busca para ellos, ¿no se parece a un hombre que está mitad en Egipto y mitad en Canaán? Bien sabemos dónde está realmente este hombre en su totalidad: el tal está, de hecho y de corazón, enteramente en Egipto.
Hermanos, en esto debemos juzgarnos a nosotros mismos. La manera cómo conducimos a nuestros hijos testifica contra nosotros. Supongamos que les damos a nuestros hijos maestros de música y danza: éstos no son seguramente los agentes que el Espíritu Santo elegiría para llevarlos a Cristo, ni tampoco ello guarda ninguna armonía con el elevado y santo nazareato al que somos llamados. Si yo los educo para el mundo antes que para el testimonio de Cristo, ello demuestra que Cristo no es la porción que mi alma ha elegido como plenamente suficiente para mí y como la más apreciada. Pues en fin, lo que estimo suficiente para mí, lo estimo suficiente para mis hijos, los cuales son parte de mí; y ¿sería tan insensato como para educarlos para este mundo y para Satanás, que es su príncipe? ¿Los alimentaría con aquellas cosas que para mí son muertas? ¡Qué grave error! Y tarde o temprano veremos las tristes consecuencias. Si dejo a mis hijos en Egipto, significa que yo mismo estoy allí todavía. Si los dejo gozar de Babilonia, ello indica que yo mismo amo todavía sus falsos deleites. Si mis hijos pertenecen a un sistema religioso corrupto y mundano, es porque, en principio, yo mismo pertenezco a él. “Tú y tu casa” son uno; Dios los ha hecho uno, y “lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mateo 19:6).
Ésta es una verdad solemne a la luz de la cual podemos ver qué malo es dejar que nuestros hijos sigan una senda respecto de la cual hemos declarado haber vuelto la espalda para siempre, por creer firmemente que ella desemboca en el infierno. Estimamos como “estiércol” y “escoria” (Filipenses 3:8), la literatura, los honores, las riquezas, las distinciones y los placeres del mundo; pues bien, las mismas cosas que hemos declarado ser sólo obstáculos para nuestra carrera cristiana, y que hemos desechado para nosotros mismos, ¿las recomendaríamos diligentemente a nuestros hijos como esenciales para su progreso? Actuar así sería olvidar completamente que las cosas que son obstáculos para nosotros, no pueden absolutamente ser una ayuda para nuestros hijos, si queremos que ellos logren el mismo objetivo que nosotros1 . Sería infinitamente mejor y más sincero quitarnos la máscara de nuestra propia mundanalidad y declarar francamente que no hemos abandonado en absoluto el mundo; pues nada pone esto de manifiesto mejor que nuestros hijos.
Yo creo que, a través del estado de nuestras familias, el justo juicio del Señor muestra cuál es el estado real del testimonio entre nosotros. En un gran número de casos, los hijos de los cristianos son conocidos como los más salvajes e impíos del vecindario. ¿Debe de ser así? ¿Tendrá Dios por aceptable el testimonio de padres de tales hijos? ¿Estos hijos serían así, si los padres anduvieran fielmente delante de Dios en cuanto a sus casas? A todas estas preguntas uno necesariamente tiene que responder: no. Si los padres cristianos tan sólo hubiesen mantenido firmemente en su conciencia este principio: “Tú y tu casa”, habrían comprendido que podían contar con Dios y clamar a él, tanto para el testimonio de su casa como para el suyo propio, los cuales, en realidad, no pueden ser separados, por más que se lo intente.
¡Cuán a menudo uno se sintió acongojado al oír palabras como éstas: «Este es un muy querido hermano, piadoso y devoto; pero es una lástima que tenga los hijos más descarados y salvajes del vecindario, y que su casa presente tan triste mezcla de indisciplina y confusión»! Pregunto qué valor tiene el testimonio de tal hombre delante de Dios. ¡Ay, muy poco por cierto! Él puede ser salvo, pero la salvación ¿será todo lo que hemos de desear? ¿Acaso no hemos de dar ningún testimonio? Y si lo hay, ¿cuál es? y ¿dónde debe darse? ¿Habrá de estar limitado a los bancos de un salón de reunión, o ha de ser visto también en nuestras casas? ¡Que el corazón responda!
Uno podrá decir: «Nuestros niños tendrán necesidad de algunas cosas del mundo, y no podemos rehusarles todo; no podemos poner viejas cabezas sobre jóvenes hombros». A ello respondo: Nuestros corazones también con frecuencia anhelan gozar de varias cosas del mundo; ¿satisfacemos todos sus deseos? No –espero–, sino que los juzgamos. Entonces hagamos exactamente lo mismo con los deseos de nuestros niños. Si veo que mis hijos suspiran por el mundo, debo inmediatamente juzgarme y disciplinarme a mí mismo delante de Dios, clamándole a él que me dé la capacidad necesaria para reprimir estos pensamientos mundanos, de modo que el testimonio no sufra. Estoy convencido de que si el corazón de los padres está, del centro a la circunferencia, purificado del mundo, de sus principios y de sus deseos, ello ejercerá una poderosa influencia sobre toda su casa.
Esto es lo que hace esta cuestión tan seria e importante en la práctica. ¿Es mi casa un criterio exacto que permite juzgar mi real estado moral? Yo creo que toda la enseñanza de la Escritura lo confirma, y esto vuelve nuestro tema particularmente solemne. ¿Cómo ando como jefe de familia? Mi carácter y mi conducta, ¿son lo suficientemente inequívocos, de modo que a todos resulta evidente que mi supremo y único objeto es Cristo? ¿Estoy tan poco dispuesto a educar a mis hijos para el mundo y a desear el mundo para ellos, como estuviera dispuesto a abrir ante ellos, si pudiera, las puertas del infierno y dejar que entren? Siento que esto calará hondo en nosotros y nos sobrecogerá de temor; no obstante, pienso que no debemos evitar este interrogante.
¿De dónde proviene, en muchos de los casos, esta terrible profanación, esa disposición a burlarse de las cosas sagradas, esa absoluta aversión por las Escrituras y por las reuniones en donde se abre la Palabra de Dios, y ese espíritu escéptico e incrédulo, tan deplorablemente manifiesto en los hijos de cristianos profesantes? (nota 2). ¿Osará alguno decir que los padres de tales hijos no tienen nada que ver con esto? ¿No se debe más bien, en gran parte, a la triste incongruencia que existe entre los principios declarados y la conducta de los padres? Yo creo que sí.
Los niños son perspicaces observadores, y muy pronto descubren lo que son realmente sus padres. Ellos sacan sus conclusiones, no tanto de las oraciones y las palabras de sus padres, sino, de una manera mucho más rápida y exacta, de los actos de aquéllos, de donde disciernen en seguida los principios y los motivos. Y aunque los padres les enseñen que el mundo y los caminos del mundo son malos, aunque oren para que todos los miembros de su familia conozcan y sirvan al Señor, no obstante, si los educan para el mundo, si con afán procuran que progresen en él, que se agarren fuertemente de él y logren tener éxito en él mediante toda oportunidad que se presente, felicitándose cuando han logrado que sus hijos se establezcan en el mundo, todas las demás enseñanzas y todas las oraciones se tornarán ineficaces. Los hijos comenzarán a decir en sus corazones: «¡Ah, después de todo, el mundo es un buen lugar, pues nuestros padres dan gracias a Dios por habernos dado un destino en este mundo, que consideran como un significativo favor de la Providencia divina. Todo lo que ellos dicen, pues, acerca de estar muertos al mundo y resucitados con Cristo, cuando declaran que el mundo está bajo juicio y que nosotros somos extranjeros y peregrinos en él, todos esos dichos peculiares de ellos deben ser considerados como cosas sin sentido o, de lo contrario, los cristianos –así llamados– no son más que unos embusteros!». ¿Quién podría dudar de que razonamientos como éstos se le hayan cruzado por la mente a muchos hijos de padres inconstantes? La gracia de Dios, sin duda, es soberana, y puede triunfar sobre todos nuestros errores y fracasos; pero ¡pensemos en el testimonio, y velemos por que nuestras casas sean realmente administradas para Dios y no para Satanás!2 .
Pero puede que se diga: «¿Cómo se las arreglarán nuestros hijos para salir adelante y satisfacer sus necesidades? ¿No es necesario que progresen en la vida? ¿No es necesario que estén en condiciones de ganarse el pan?». Sin duda que sí. Dios nos ha hecho para trabajar. El hecho mismo de que él nos haya dado dos manos prueba que no debemos ser ociosos. Pero yo no veo la necesidad de conducir a mis hijos dentro de un mundo que yo mismo he abandonado, con el objeto de darles un «buen» trabajo. El Dios Altísimo, el Poseedor de los cielos y de la tierra, tuvo un Hijo, su único Hijo, el heredero de todas las cosas, por quien asimismo hizo el universo; y cuando envió a su Hijo al mundo, no le aseguró ninguna profesión erudita, sino que fue conocido como “el carpintero” (Marcos 6:3). Eso ¿no nos dice nada? ¿No nos enseña nada?
Ahora, Cristo ha ascendido a lo alto y se sentó a la diestra de Dios. Así resucitado, es nuestra Cabeza, nuestro Representante y nuestro Modelo; pero nos ha dejado un ejemplo, para que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21). ¿Seguimos Sus pisadas al procurar que nuestros hijos progresen y se destaquen en este mismo mundo que crucificó a Jesús? Seguramente que no; más bien hacemos lo contrario, y el resultado no tardará en manifestarse, pues está escrito:
No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará
(Gálatas 6:7).
Si con respecto a nuestros hijos sembramos para la carne y para el mundo, podemos saber lo que cosecharemos. Pero no quisiera que de ninguna manera se me malinterprete: no estoy diciendo que un padre cristiano debería colocar a su hijo por debajo del nivel en que el Señor lo ha puesto a él mismo. No creo que estuviera bien hacerlo. Si mi llamamiento fue según Dios, ello será lo apropiado para mi hijo, así como lo es para mí. Todos no pueden ser carpinteros, es cierto; sin embargo, uno siente que, en un tiempo de progreso como el presente, donde la gran divisa parece ser: «Adelante y arriba en el mundo», hay una profundidad moral para el corazón, en el hecho de que el Hijo de Dios –el Creador y Sustentador del universo– haya sido conocido entre los hombres como “el carpintero”. Esto seguramente nos enseña que los cristianos no deberíamos estar procurando «grandes cosas» para nuestros hijos.
No solamente con respecto al objeto de la educación de nuestros hijos hemos faltado y arruinado el testimonio, sino que hemos pecado también al no haberlos mantenido, en general, en sujeción a la autoridad paterna. A este respecto, hay una gran falta de parte de los padres cristianos. El espíritu del presente siglo es un espíritu de independencia y de insubordinación. “Desobedientes a los padres”, constituye uno de los rasgos de la apostasía de los últimos días (2 Timoteo 3:2), y nosotros hemos contribuido personalmente a su desarrollo mediante una falsa aplicación del principio de la gracia, como también por no ver que la autoridad dada por Dios a los padres debe ejercerse en justicia, sin lo cual nuestras casas presentarían un triste espectáculo de anarquía y confusión. No es gracia el hecho de mimar y consentir una voluntad no santificada. Nos afligimos por no tener una voluntad quebrantada y sumisa, y, al mismo tiempo, nos esmeramos en fortalecer la voluntad propia de nuestros hijos. ¡Qué incongruencia!
A mi juicio, siempre es una prueba de debilidad en el ejercicio de la autoridad paterna, así como de ignorancia respecto a la manera en que el siervo de Dios debe gobernar su casa, el hecho de que un padre o una madre le diga a su hijo: «¿Quieres hacer esto o aquello?». Esta pregunta, por insignificante que parezca, tiende directamente a crear o alimentar lo que deberíamos reprimir y someter por todos los medios a nuestro alcance, es decir, el ejercicio de la voluntad propia en el niño. Por eso, en vez de decirle al niño: «¿Quieres hacer tal cosa?», digámosle simplemente lo que él debe hacer, y no permitamos que se le cruce por la cabeza la idea de poner en duda nuestra autoridad. La voluntad de los padres debe ser considerada como suprema por su hijo, porque los padres están para él en el lugar de Dios. Todo poder pertenece a Dios, y Él ha investido de poder a Su siervo, ya sea como padre o como señor. Si, pues, el hijo o el empleado resisten a este poder, resisten a Dios3 .
En cuanto a los empleados, se dice: “Todos los que están bajo el yugo de esclavitud, tengan a sus amos por dignos de todo honor, para que no sea blasfemado el nombre de Dios y la doctrina” (1 Timoteo 6:1). Nótese que se dice: “Dios y la doctrina”. ¿Por qué? Porque se trata de una cuestión de poder. El nombre de Cristo y Su doctrina ponen al amo y al siervo en un mismo nivel, como miembros del mismo cuerpo (en Cristo Jesús no hay diferencia, Gálatas 3:28); pero cuando salgo de allí y me adentro en las relaciones de aquí en la tierra, me encuentro con el gobierno moral de Dios que hace a uno amo y a otro siervo; y toda infracción cometida contra el orden establecido por este gobierno atraerá un juicio infalible.
- 1Es posible que algunos padres cristianos pregunten: «¿Qué debemos enseñarle a nuestro hijo?» La respuesta es muy sencilla: Hay que enseñarle aquellas cosas que resulten útiles para el servicio de Cristo. No le enseñen nada que sepan que vaya a ser una fuente de contaminación o de debilidad para él. Son raras las veces que no sabemos qué tipo de alimentos hemos de darles a nuestros hijos. Por lo general sabemos perfectamente lo que será bueno y nutritivo para ellos y las cosas que no les caerán bien. Ahora bien, si los instintos de la nueva naturaleza en nosotros fuesen tan enérgicos y reales como los de la vieja naturaleza, estoy persuadido de que no vacilaríamos más respecto a las cosas que debemos enseñar a nuestros hijos. Con referencia a esto, así como a todas las demás cosas, puede decirse que “si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:22; V. M.). Si tenemos un sentimiento profundo de la gloria de Cristo, y un sincero deseo de promoverla, no seremos dejados en perplejidad; pero si nuestro cuerpo no está “lleno de luz”, estemos seguros de que nuestro “ojo” no es “sencillo”.
- 2Quisiera, no obstante, recordar a los hijos de padres cristianos que ellos mismos tienen la solemne responsabilidad de prestar oídos a la santa Palabra de Dios, independientemente de la conducta de sus padres. La verdad de Dios no se ve afectada por las acciones de los hombres; y dondequiera que uno haya oído el testimonio del amor de Dios, revelado en la muerte y resurrección de Cristo, es responsable de creer en él, aun cuando no haya visto su poder y sagrada influencia manifestados en la vida de sus padres. Quisiera llamar seriamente la atención de todos los hijos de padres cristianos respecto a ello.
- 3La exhortación dirigida a los padres subsiste sin embargo: “Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4). Existe el peligro de que provoquemos a ira a nuestros hijos por un excesivo rigor y por tratos arbitrarios. Tendemos a formar y moldear a nuestros hijos conforme a nuestros propios gustos y particularidades, más bien que a educarlos “en disciplina y amonestación del Señor”, es decir, según la manera en que el Señor corrige y enseña a sus hijos. Eso es un grave error, que seguramente terminará en confusión y fracaso. No ganaremos nada, en relación con el testimonio para Cristo, amoldando la vieja naturaleza en los mejores moldes. Además, la cultura y la instrucción de la naturaleza no requieren fe; pero sí se necesita la fe para educar a los niños en disciplina y amonestación del Señor. Puede que alguno diga que el apóstol, en este pasaje, se refiere a niños convertidos. A ello respondo que nada se dice aquí acerca de la conversión. No está escrito: «Criad a vuestros hijos convertidos…», etc., lo cual, de ser así, resolvería la cuestión. Pero se dice simplemente “vuestros hijos”, lo que seguramente quiere decir todos vuestros hijos. Ahora bien, si yo debo educar a todos mis hijos en la disciplina y amonestación del Señor, ¿cuándo debo comenzar a hacerlo? ¿Debo esperar a que crezcan y casi sean hombres o mujeres, o debo comenzar, como toda gente razonable comienza su obra, desde el principio? ¿Los dejaría abandonados a su locura y desatinos naturales durante el período más importante de su carrera, sin intentar poner su conciencia en presencia de Dios, en cuanto a sus solemnes responsabilidades? ¿Los dejaría derrochar, en una total insensatez, ese período de la vida en el que se forman los elementos de su futuro carácter? Eso sería el colmo de la crueldad. ¿Qué diríamos de un jardinero que permitiera que las ramas de sus árboles frutales tomaran todo tipo de formas torcidas y extravagantes, en lugar de comenzar a tiempo a emplear métodos propios para enderezarlos? Lo tildaríamos seguramente de loco e insensato. Sin embargo, él sería sabio en comparación con padres que aplazarían la disciplina y amonestación del Señor hasta el tiempo en que sus hijos hayan hecho manifiestos progresos en la disciplina y admonición del enemigo. Mas puede que se diga todavía que debemos esperar pruebas de conversión. A esto respondo que la fe nunca espera pruebas, sino que ella actúa conforme a la Palabra de Dios, y que las pruebas seguirán indefectiblemente. Siempre es una manifiesta prueba de incredulidad el esperar señales cuando Dios ha dado un mandamiento. Si los hijos de Israel hubiesen esperado una señal cuando Dios dijo: “Que marchen”, ello hubiera sido una clara desobediencia. Si el hombre de la mano seca hubiese esperado que alguna fuerza se manifestara en él cuando Jesús le mandó extender la mano, habría llevado su mano seca hasta la tumba con él. Lo mismo puede decirse de los padres. Si ellos esperan señales y pruebas antes de obedecer la Palabra de Dios en Efesios 6:4, es cierto que no andan por fe, sino por vista. Además, si hemos de comenzar desde el principio a educar a nuestros hijos, resulta evidente que debemos comenzar antes de que ellos sean capaces de ofrecer alguna prueba de conversión. En esto, como en todas las cosas, nuestro deber es obedecer, y dejar en manos de Dios los resultados. El estado moral del alma puede ser puesto a prueba por el mandamiento; pero cuando estamos dispuestos a obedecer, la buena costumbre acompañará seguramente el mandamiento, y los frutos de la obediencia seguirán “a su tiempo… si no desmayamos”.
El gobierno moral de Dios
Es de inmensa importancia tener un claro entendimiento de la doctrina del gobierno moral de Dios. Ello resolvería muchas dificultades y zanjaría un sinnúmero de cuestiones. Este gobierno se ejerce con una decisión y una justicia particularmente solemnes. Si buscamos en la Escritura todo lo relativo a este tema, hallaremos que, en cada caso en que ha tenido lugar un error o un pecado, este mal ha producido indefectiblemente sus frutos. Adán tomó del fruto prohibido y, al instante, fue expulsado del huerto a un mundo gimiente bajo el peso de la maldición causada por su pecado. Nunca fue reemplazado en el paraíso. La gracia intervino, es verdad, y le hizo la promesa de un Libertador (Génesis 3:15); además, ella cubrió su desnudez (Génesis 3:21). Sin embargo, su pecado produjo su resultado. Adán tropezó, y nunca recobró lo que había perdido.
Moisés, junto a las aguas de Meriba, abrió su boca con ligereza y, de inmediato, el Dios justo le prohibió la entrada en Canaán. En este caso también la gracia intervino, y aportó algo mejor que lo que había sido perdido: pues era mucho mejor contemplar, desde la cumbre del Nebo, las llanuras de Palestina en compañía de Dios, que habitarlas con Israel (Deuteronomio 34:1-5).
En el caso de David, hallamos también el mal seguido por su consecuencia. David cometió adulterio, y esta sentencia solemne fue inmediatamente pronunciada: “No se apartará jamás de tu casa la espada” (2 Samuel 12:10). Aquí también la gracia abundó, y David se gozó de ello, con un profundo sentimiento de la gracia, cuando ascendía la cuesta de los Olivos con los pies descalzos y la cabeza cubierta, como jamás lo había disfrutado en medio de los esplendores del trono (2 Samuel 15:30). Sin embargo, su pecado produjo sus resultados. David cometió una falta, y nunca recobró lo que perdió.
De ninguna manera este principio –que el pecado lleva su fruto– se limita meramente a los tiempos del Antiguo Testamento. También tenemos varios ejemplos en el Nuevo Testamento. Vemos a Bernabé, por ejemplo, expresar su deseo –aparentemente muy conveniente– de seguir estar acompañado por su sobrino Marcos (Hechos 15:37). Desde ese momento, Bernabé pierde el honorable lugar que tenía en el historial de los hechos del Espíritu Santo, quien no hace ninguna mención más de él. Su lugar fue luego ocupado por un corazón más dedicado, más libre de los afectos puramente naturales1 .
El gobierno moral de Dios es una verdad de la mayor importancia; es tal, que aquel que obra mal, cosechará indefectiblemente el fruto de su mal, independientemente de que sea creyente o incrédulo, santo o pecador. La gracia de Dios puede perdonar al pecador, y lo hará, seguramente, todas las veces que el pecado sea juzgado y confesado; pero como el pecado asesta un golpe a los principios del gobierno moral de Dios, es menester que el ofensor sea llevado a sentir su falta. Él cometió un error, y necesariamente deberá sufrir las consecuencias. Ésta es una verdad muy solemne, pero saludable, cuyo efecto ha sido miserablemente entorpecido por falsas nociones acerca de la gracia. Dios nunca permite que su gracia estorbe su gobierno moral. No podría hacerlo, porque ello causaría confusión, y “Dios no es Dios de confusión” (1 Corintios 14:33).
- 1Era la naturaleza, en Bernabé, lo que lo llevaba a desear la compañía de aquel “que se había apartado de ellos desde Panfilia, y no había ido con ellos a la obra” (Hechos 15:38). Era una naturaleza amable, pero era la naturaleza, y ella triunfó en Bernabé, pues él tomó a Marcos consigo y navegó a Chipre, la tierra natal de Bernabé, donde, en el tiempo del primer amor, había vendido su propiedad a fin de poder seguir más libremente a Aquel que no tuvo ningún lugar donde reposar su cabeza (véase Hechos 4:36-37). Éste no es un caso nada raro. Muchos manifiestan haber renunciado a las cosas de la tierra y la naturaleza y a todos sus respectivos reclamos. Las flores del árbol de la vida cristiana, en la primavera se ven bellas y abundantes, y exhalan un grato perfume; pero a menudo, ¡son pocos los frutos sabrosos en el otoño! La influencia de los lazos naturales y terrenales sopla con fuerza en el alma y hace caer sus hermosas flores; todo termina, no en esos frutos esperados, sino en esterilidad y frustración. Esto es algo muy triste y del peor efecto moral sobre el testimonio. No se trata aquí en absoluto de dejar de ser una persona salva. Bernabé era salvo, sin duda. La influencia que ejercían sobre él tanto Marcos como Chipre –su patria natal–, no podía borrar su nombre del libro de la vida del Cordero, pero sí borró su nombre del registro del testimonio y del servicio. Y ¿no era esto algo que lamentar? ¿Acaso no tenemos nada que temer o deplorar sino la pérdida de la salvación personal? ¡Sería mostrarnos muy egoístas e indiferentes a la gloria de Dios! ¿Con qué propósito el Dios bendito sufre tantas penas y aflicciones para conservar a su Iglesia en la tierra? ¿Para que los creyentes sean salvos y preparados para la gloria? De ninguna manera. Ellos ya son salvos por la perfecta redención de Cristo y, por consiguiente, preparados para la gloria. No hay ningún paso intermedio entre la justificación y la gloria, pues “a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:30). ¿Por qué, pues, Dios nos deja aquí en la tierra? Para que seamos un testimonio para Cristo. Si ése no fuera el fin, lo mismo hubiésemos podido ser elevados al cielo inmediatamente después de nuestra conversión. ¡Que nos sea dada la gracia para comprender esta verdad en toda su plenitud y fuerza práctica!
El gobierno de la casa y las consecuencias
Con respecto a esto ha habido muchos fracasos en el gobierno de nuestras casas. Hemos olvidado el principio del justo gobierno que Dios ha puesto ante nosotros, y que Él nos ha dado un ejemplo al ejercerlo.
El lector no debe confundir el principio del gobierno de Dios con Su carácter1 . El primero es justicia, el segundo es gracia; pero lo que quiero hacer resaltar ahora es el hecho de que la relación de padre y de madre implica un principio de justicia, y que si este principio no recibe su debido lugar en el gobierno de la familia, habrá confusión. Si veo a un niño desconocido haciendo algo malo, no tengo ninguna autoridad de parte de Dios para ejercer una justa disciplina respecto de él; pero no bien veo a mi propio hijo haciendo cosas malas, deberé disciplinarlo, simplemente porque soy su padre.
Puede ser que uno diga que la relación de los padres con sus hijos es una relación de amor. Es verdad; está fundada en el amor, como está escrito: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seáis llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1). Pero aunque esta relación esté fundada en el amor, ella es ejercida en justicia, pues está escrito también:
Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios
(1 Pedro 4:17).
También Hebreos 12 nos enseña que el hecho mismo de ser hijos legítimos nos coloca bajo la justa disciplina de la mano del Padre. Y en Juan 17, la Iglesia es encomendada a los cuidados del Padre santo para que la guarde en su nombre.
Ahora bien, todas las veces que los padres cristianos pierden de vista esta gran verdad, sus casas caen en el desorden. Si ellos no gobiernan a sus hijos, con el tiempo sus hijos los dirigen a ellos, pues es menester que el gobierno esté en alguna parte; y si aquellos en cuyas manos Dios puso las riendas no las tienen como deberían, ellas caerán pronto en malas manos. ¿Habrá algo más triste y vergonzoso que ver a los padres gobernados por sus hijos? No dudo de que, a los ojos de Dios, ello presenta una terrible mancha moral, que seguramente atraerá tarde o temprano Su juicio. Un padre que deja deslizar de sus manos las riendas del gobierno, o que no las retiene tenazmente, falta gravemente a su santa y elevada responsabilidad de ser, para su familia, el representante de Dios y el depositario de Su poder. Yo no creo que tal hombre pueda recuperar completamente su posición, ni ser, en su tiempo y generación, un fiel testigo de Dios. Puede ser un objeto de la gracia; pero un objeto de la gracia y un testigo para Dios son dos cosas completamente diferentes. ¡Cuán lamentable es el estado de muchos hermanos! Ellos han faltado totalmente a su deber de gobernar sus casas según el Señor, y por eso han perdido su verdadera posición y su influencia moral; de ahí que su energía se vea paralizada, sus bocas cerradas, su testimonio anulado; y si alguno de ellos quisiera alzar su voz débilmente, el dedo del escarnio señalará de inmediato a su familia, trayendo rubor a sus mejillas y remordimientos a su conciencia.
No todos los padres buscan las causas del fracaso en sus fuentes legítimas. Muchos se apresuran demasiado a considerar como algo natural e inevitable el hecho de que sus hijos crezcan en la desobediencia y la mundanalidad. Dicen: «Todo lo que ustedes afirman es acertado, mientras los niños son chicos; pero esperen a que sean más grandes, y verán que estarán obligados a dejarlos irse al mundo». Ahora bien, me pregunto: ¿Es según el pensamiento de Dios que los hijos de Sus siervos hayan de crecer necesariamente en la mundanalidad y la insubordinación? No lo creo. Entonces, puesto que no es el pensamiento de Dios que los niños crezcan así; puesto que Dios, en su misericordia, ha abierto a los niños de Sus santos los mismos senderos que a estos últimos; puesto que Él permite a los padres cristianos elegir para su familia la misma parte que, por Su gracia, han elegido para sí mismos; si, después de todo esto, los hijos crecen en la mundanalidad, haciendo su propia voluntad, ¿qué conclusión puede sacarse, sino que los padres han faltado gravemente en el ejercicio de su relación y de su responsabilidad, para perjuicio de los hijos y para la deshonra del Señor? ¿O deben ellos establecer como principio general el resultado de su infidelidad, y declarar que todos los hijos de cristianos deben crecer como los de ellos? ¿Harán bien en desalentar a los padres jóvenes, quienes eligen el terreno de Dios para sus hijos, proponiéndoles sus tristes fracasos, en vez de alentarlos con el recuerdo de la infalible fidelidad de Dios hacia todos aquellos que le buscan en el camino de Sus mandamientos? Actuar así sería imitar al viejo profeta de Betel que, por hallarse él mismo en el mal, procuró arrastrar también a su hermano, contribuyendo a que fuese matado por un león a causa de su desobediencia a la Palabra del Señor (1 Reyes 13).
Para resumir, la propia voluntad de mis hijos revela la voluntad propia de mi corazón, y el Dios justo se sirve de ellos para castigarme a mí, por cuanto no supe juzgarme a mí mismo. Ver el asunto desde este ángulo es particularmente solemne, y demanda un profundo escudriñamiento del corazón. Para ahorrar disgustos, tal vez he dejado que el mal siga su curso en mi familia, y ahora mis hijos han crecido alrededor de mí y son como espinas en mi costado, porque no los he educado para Dios. Tal es la historia de miles de familias. No perdamos de vista el hecho de que nuestros hijos, así como nosotros, deberían servir para “la defensa y confirmación del evangelio” (Filipenses 1:7).
Estoy convencido de que si aprendiésemos a considerar nuestras casas como un testimonio para Dios, ello produciría una profunda reforma en nuestra manera de gobernarlas. Buscaríamos entonces establecer un orden moral más elevado, no con el objeto de evitarnos disgustos o enfados, sino más bien para que el testimonio no sufra a causa del desorden de nuestras casas. Pero no olvidemos que, para poder subyugar la naturaleza en nuestros niños, es menester subyugarla primeramente en nosotros mismos. Jamás podremos vencer a la carne mediante la carne. Sólo cuando la hayamos quebrantado en nosotros mismos, estaremos en condiciones de avasallarla en nuestros hijos.
- 1Las epístolas de Pedro desarrollan la doctrina del gobierno moral de Dios. Allí hallamos esta pregunta: “¿Quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien?” (1 Pedro 3:13). Algunos encuentran difícil conciliar esta pregunta con la declaración de Pablo: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). Huelga decir que las dos ideas están en una hermosa y perfecta armonía. El Señor Jesús mismo, quien fue el único perfecto y constante seguidor del bien, Aquel que, desde el principio hasta el fin de su carrera en la tierra, “anduvo haciendo bienes”, halló finalmente la cruz, y el sepulcro. El apóstol Pablo, quien, más que ningún otro hombre, siguió muy de cerca a ese gran Modelo que estaba continuamente delante de él, fue llamado a sufrir terribles privaciones y persecuciones. Y hoy en día, cuanto más un santo se asemeje a Cristo y más esté consagrado a Él, tanto más habrá de soportar privaciones y persecuciones. Si alguien, impulsado por una verdadera devoción a Cristo y por amor a las almas, se estableciera públicamente en ciertos lugares y predicara allí a Cristo, su vida podría verse expuesta a un inminente peligro. ¿Acaso todos estos hechos están en oposición con la pregunta de Pedro? De ninguna manera. La tendencia directa del gobierno moral de Dios es proteger de males a todos los que “siguen el bien”, e infringir castigos a todos aquellos que hacen lo contrario; pero nunca está en conflicto con la senda más elevada del discipulado ardiente, ni tampoco priva a nadie del privilegio y el honor de ser tan semejante a Cristo como se desee, “porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él, teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís que hay en mí” (Filipenses 1:29-30). Aquí se nos enseña que es un verdadero don que nos es otorgado, el ser llamados a padecer por Cristo, y eso en medio de una escena en la cual, sobre la base del gobierno moral de Dios, puede decirse: “¿Quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien?”. Reconocer el gobierno de Dios y someternos a él, es una cosa; ser seguidores o imitadores de un Cristo rechazado y crucificado, es otra totalmente distinta. Aun en esta epístola de Pedro que, como lo hemos hecho notar, tiene por tema especial la doctrina del gobierno de Dios, leemos: “Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (cap. 2:20-21). Y también: “Si alguno padece como cristiano [es decir, por ser moralmente semejante a Cristo], no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello” (cap. 4:16).
La unidad de los esposos en el gobierno del hogar
Para ello, además, hace falta una perfecta comprensión y una plena armonía entre el padre y la madre. El lenguaje de ambos, su voluntad, su influencia, deben ser una en el más estricto sentido del término. Al ser ambos “ya no más dos, sino una sola carne”, deberían siempre aparecer ante sus hijos en la belleza y el poder de esta unidad.
Para lograr este objetivo, los padres tienen que esperar en Dios juntos, mantenerse mucho en Su presencia, abrirle todo su corazón y presentarle juntos todas sus necesidades. Los padres y madres cristianos faltan a menudo en sus deberes mutuos a este respecto. Ocurre a veces que uno de los dos desea realmente renunciar al mundo y subyugar la carne a un grado al que el otro no ha llegado o para el cual no está preparado, y esto produce tristes resultados. Esto conduce a menudo a actuar o hablar en secreto, a obrar de forma desleal o arbitraria, a un antagonismo en los criterios y principios del marido y la mujer, de modo que no puede decirse de ellos que estén unidos en el Señor. El efecto de todo esto sobre los niños que crecen, es sumamente pernicioso, y su funesta influencia sobre toda la casa es incalculable. Lo que el padre manda, la madre lo discute; lo que uno prohíbe, el otro lo permite; lo que el padre edifica, la madre lo destruye. El padre es representado como rígido, severo, arbitrario y exigente. La influencia materna actúa independientemente de la del padre y fuera de su ámbito; a veces hasta llega a ponerla de lado completamente, de manera que la posición del padre viene a ser penosa en extremo, y toda la familia presenta un aspecto impío y desordenado1 . Esto es algo terrible. Los hijos nunca podrían ser bien educados en tales circunstancias; y el solo pensamiento de ello, con relación al testimonio para Cristo, es aterrador. Allí donde prevalece semejante estado de cosas, debería haber la más profunda contrición de corazón delante del Señor. Su misericordia es inagotable y sus tiernas compasiones no faltan nunca; y si hay verdadera humillación y una sincera confesión, podemos esperar con total seguridad que Dios intervendrá en gracia para sanar y restaurar.
Una cosa es cierta: no deberíamos estar contentos de seguir nuestra marcha en medio de semejante desorden; por lo tanto, todos aquellos que sienten aflicción en su corazón deben clamar con fuerza al Señor día y noche, –clamar a Él, fundados en su verdad y en su Nombre, que han sido blasfemados por tales pecados–, y pueden estar seguros de que Dios oirá y responderá. Sin embargo, toda esta cuestión debe ser encarada a la luz de las Escrituras. Por este testimonio somos dejados en la tierra. Seguramente, no somos dejados aquí sólo para criar a hijos, sino más bien para educarlos para Dios, con Dios, por Dios y delante de Él. Para alcanzar este elevado objetivo, es menester estar mucho en la presencia del Señor.
Un padre cristiano debe tener mucho cuidado de no castigar ni lastimar a sus hijos meramente para satisfacer sus caprichos, o porque está de mal humor. Debe representar a Dios en medio de su familia. Una vez que esto se haya comprendido verdaderamente, todo quedará en orden. El padre es el administrador de Dios; por lo que, para desempeñar correcta e inteligentemente sus funciones, deberá mantener una comunión íntima con su Señor. Deberá acudir continuamente a Sus pies, a fin de aprender lo que debe hacer y cómo debe hacerlo. De esta manera, su deber se volverá fácil y valioso.
- 1Nada es más doloroso que oír a una madre decir a su hijo: «Tu padre no debe saber tal o cual cosa». Allí donde existe la costumbre de actuar en secreto, con disimulación y con doblez, debe haber algo radicalmente malo; es moralmente imposible que reine el orden divino o que se ejerce una recta disciplina. O bien el padre, por una severidad insensata o un excesivo rigor, debe de “provocar a ira a sus hijos”, o bien la madre debe de consentir la voluntad propia de su hijo a costa de la autoridad del padre. En cualquiera de los casos, hay una evidente barrera al testimonio, que termina provocando graves daños a los hijos. Los padres cristianos deberían, pues, velar con cuidado para aparecer siempre, delante de sus hijos y de sus empleados (de hogar), en el poder de esa unidad que resulta de su perfecta unión en el Señor. Y si, por desgracia, surgiese alguna sombra de desacuerdo con respecto a tal o cual punto del gobierno doméstico, que lo conversen en privado, con oración y juicio propio, en la presencia de Dios; pero nunca sus divergencias de opinión deben quedar expuestas a la vista de aquellos que están bajo sus órdenes, pues estos últimos menospreciarían su autoridad.
Algunas consideraciones finales
A menudo uno quisiera tener una regla general para cada uno de los diversos detalles de la administración doméstica. Alguien puede preguntar, por ejemplo, qué tipo de castigos, qué tipo de recompensas y qué tipo de entretenimientos debería adoptar un padre cristiano. En cuanto a los castigos, creo que serán raramente necesarios, si los divinos principios del gobierno y de la educación de los niños son puestos en práctica desde la más tierna infancia. En cuanto a las recompensas, me parece que deberían esencialmente consistir en expresiones de amor y de aprobación. Un niño debe ser obediente –obediente en todo y de inmediato–, no para obtener una recompensa, la cual sirve para nutrir y desarrollar la emulación que es un fruto de la carne, sino porque Dios lo quiere así. Luego, me parece conveniente que los padres de vez en cuando manifiesten su aprobación mediante algún pequeño presente.
En cuanto a los entretenimientos o pasatiempos que deseamos proporcionar a nuestros niños, que tengan siempre, en lo posible, el carácter de alguna ocupación útil. Esto es muy saludable para el espíritu. No es nada bueno alimentar en un niño la idea de que los juguetes de colores y el baratillo dorado le brindarán placer. He visto a menudo a niños tener un placer mucho más real, y ciertamente mucho más simple, con papel y lápiz o con alguna otra cosa hecha por sí mismos, que con los juguetes más caros. En fin, en todas las situaciones, castigos, recompensas o juegos, fijemos los ojos en Jesús y esforcémonos en discernir la acción de la carne bajo cualquier apariencia o forma en que se presente. Entonces nuestras casas serán un testimonio para Dios, y todos los que entren en ellas se verán constreñidos a decir: ¡Dios está aquí! (1 Corintios 14:25).
En lo que respecta al gobierno de los empleados en una casa cristiana, el principio es igualmente simple. El patrón, en su calidad de cabeza de la casa, es la expresión del poder de Dios y, como tal, debe insistir en la sujeción y la obediencia. Que los empleados sean cristianos o no, éste es el orden que siempre ha de ser mantenido en un hogar cristiano. Aquí también debemos guardarnos de dar rienda suelta a nuestro propio carácter arbitrario. Debemos recordar que tenemos un Amo en los cielos que nos enseñó a hacer “lo que es justo y recto con nuestros siervos” (Colosenses 4:1). Si tenemos sólo al Señor delante de nosotros cada día, y buscamos manifestarle a Él en todos nuestros tratos con nuestros empleados, seremos guardados de cometer errores en todo respecto.
Ahora debo concluir. Dios lo sabe, no escribí con la intención de herir a nadie. Siento con fuerza la importancia, la verdad y la profunda solemnidad del tema y, al mismo tiempo, mi incapacidad para presentarlo con la suficiente claridad y eficacia. Sin embargo, confío en Dios que estos pensamientos surtirán efectos, ya que, cuando él actúa, el más débil instrumento puede responder a Su objetivo. A Él encomiendo ahora estas páginas que fueron iniciadas, continuadas y terminadas en Su santa presencia. Un pensamiento me ha confortado sobremanera: en el momento mismo en que sentí en mi conciencia la necesidad de escribir este artículo, cierto número de amados hermanos estaban congregados en una reunión de humillación, de confesión y de oración con motivo del testimonio dado al Hijo de Dios en estos últimos días. No dudo de que uno de los principales puntos de la confesión se haya referido al fracaso en el gobierno de la familia; y si estas páginas fuesen utilizadas por el Espíritu de Dios para producir, aunque sea en una sola conciencia, un profundo sentimiento de esta caída y un sincero deseo de reparar esta brecha según los pensamientos de Dios, me regocijaré al ver que no he escrito en vano.
¡Quiera el Dios todopoderoso, según las riquezas de su gracia, producir, por su Santo Espíritu, en el corazón de todos sus amados, un más ardiente deseo de dar, en esta última hora, un testimonio para Cristo más completo, más brillante, más pujante y más decidido, a fin de que, cuando la voz del arcángel y la trompeta de Dios resuenen, se halle en la tierra un pueblo preparado para salir con gozo al encuentro del Esposo celestial!