La Asamblea de Dios

La plena suficiencia del Nombre de Jesús

Hay una Asamblea de Dios en la tierra

Primeramente, pues, veamos el hecho. Hay algo en la tierra que se llama y es la Asamblea de Dios. Este es un hecho importantísimo, por cierto: Dios tiene una Asamblea en la tierra. Lo que entiendo por tal no se relaciona con ninguna organización puramente humana –tal como la iglesia Griega, la iglesia de Roma, la iglesia Anglicana, la iglesia de Escocia– ni con ninguno de los varios sistemas salidos de ellas, formados y elaborados por la mano del hombre y mantenidos con los recursos del hombre. Me refiero simplemente a la Asamblea reunida por el Espíritu Santo alrededor de la persona del Hijo de Dios para adorar a Dios el Padre y tener comunión con él. Nuestra capacidad para reconocer y apreciar esta Asamblea es un asunto totalmente diferente, el que dependerá de nuestra espiritualidad, del despojamiento de nuestro yo, del quebrantamiento de nuestra voluntad, de nuestra infantil sumisión a la autoridad de las Santas Escrituras. Si comenzamos nuestra investigación acerca de la Asamblea de Dios, o de lo que puede ser su expresión, con nuestra mente llena de prejuicios, ideas preconcebidas o predilecciones personales; o si, en nuestras investigaciones, recurrimos a la vacilante luz de los dogmas, de las opiniones y de las tradiciones de los hombres, podemos estar perfectamente seguros de que no arribaremos a la verdad. Para reconocer a la Asamblea de Dios, debemos ser enseñados exclusivamente por la Palabra de Dios y guiados por su Espíritu; porque de la Asamblea de Dios, lo mismo que de los hijos de Dios, se puede decir: “El mundo no la conoce”.

De ahí que, si de alguna manera somos gobernados por el espíritu del mundo; si deseamos exaltar al hombre; si procuramos hacer valer nuestros méritos ante los hombres; si nuestro objetivo es lograr lo que nos parece más atrayente, a saber, una posición honorable que, sin embargo, sea una trampa para nuestras almas, desde ya podemos abandonar nuestra investigación sobre la Asamblea de Dios y refugiarnos en la de las formas de la organización humana, la cual se acomoda mejor a nuestros pensamientos o a nuestra íntimas convicciones.

Además, si nuestro objetivo es encontrar una asociación religiosa en la cual se lea la Palabra de Dios, o donde se halle pueblo de Dios, en seguida podremos ver satisfecho ese propósito, pues sería difícil, por cierto, encontrar una sección del cuerpo profesante en la cual no se vea realizada una de esas condiciones (o ambas).

Por último, si meramente pretendemos hacer lo mejor que podamos, sin examinar cómo lo hacemos; si nuestro lema es “Per fas aut nefas”1 en cualquier cosa que emprendamos; si estamos dispuestos a trastrocar aquellas serias palabras de Samuel y decir que «el sacrificio es mejor que la obediencia y la grosura de los carneros que el prestar atención», entonces es inútil que prosigamos nuestra investigación sobre la Asamblea de Dios, tanto más cuanto esta Asamblea solo puede ser descubierta y aprobada por alguien que haya aprendido a huir de las diez mil sendas floridas de la conveniencia humana y a someter su conciencia, su corazón, su inteligencia, todo su ser moral a la suprema autoridad de “Así dice el Señor”. En una palabra, pues, el discípulo obediente sabe que existe una Asamblea de Dios, y él también estará capacitado, por gracia, para encontrarla y para reconocer que su propio lugar está allí. Quien estudia con inteligencia la Escritura, advierte muy bien la diferencia que hay entre un sistema fundado, formado y gobernado por la sabiduría y la voluntad del hombre y la Asamblea que se reúne alrededor de Cristo el Señor y que es gobernada por Él. ¡Cuán vasta es la diferencia! Es justamente la que existe entre Dios y el hombre.

Pero se nos puede pedir que presentemos las pruebas bíblicas de que hay en esta tierra una Asamblea de Dios, por lo cual procederemos de inmediato a proporcionarlas; pero antes permítasenos decir que, sin la autoridad de la Palabra, todas las afirmaciones sobre puntos como este carecen totalmente de valor. Por lo tanto, “¿qué dice la Escritura?” (Romanos 4:3).

Nuestra primera cita será ese famoso pasaje de Mateo 16: “Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista, otros Elías; y otros Jeremías, o alguno de los profetas. Él les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi asamblea (ekklesia)2 y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (v. 13-18).

Aquí nuestro bendito Señor anuncia su propósito de edificar una asamblea, y revela el verdadero fundamento de ella, a saber:

Cristo, el Hijo del Dios viviente.

Este es un punto sumamente importante en nuestro tema. El edificio está fundado sobre la Roca, y esa Roca no es el pobre Pedro, quien puede fallar, tropezar, errar, sino Cristo, el eterno Hijo del Dios viviente; y cada piedra de ese edificio participa de la Roca viviente, la cual, al ser victoriosa sobre todo el poder del enemigo, es indestructible3 .

Además, un poco más adelante en el evangelio de Mateo llegamos a un pasaje igualmente familiar. “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, vé y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aun contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no lo oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano. De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo. Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (cap. 18:15-20).

Tendremos ocasión de referirnos nuevamente a este pasaje en la segunda división de nuestro tema. Lo introducimos aquí meramente como un eslabón en la cadena de evidencias bíblicas acerca del hecho de que existe una asamblea de Dios en la tierra. Esta asamblea no es un nombre, una forma, una pretensión o una suposición. Es una realidad divina, una institución de Dios que posee Su sello y aprobación. Es algo a lo cual debe apelarse en todos los casos de ofensas y disputas personales que no pueden ser arregladas por las partes involucradas. Esta asamblea puede consistir solo de “dos o tres” personas, la menor pluralidad, para decirlo así; pero ahí está, reconocida por Dios y sus decisiones ratificadas en el cielo.

Ahora bien, no tenemos que dejarnos espantar y desviar de la verdad sobre este tema por el hecho de que la iglesia de Roma haya intentado basar sus monstruosas pretensiones en los dos pasajes que acabamos de citar. Esa iglesia no es la Asamblea de Dios, edificada sobre Cristo –la Roca– y reunida al nombre de Jesús, sino una apostasía humana, fundada sobre un frágil mortal y gobernada por las tradiciones y doctrinas de los hombres. Por consiguiente, no debemos tolerar que seamos privados de la realidad de Dios por causa de la impostura de Satanás. Dios tiene su Asamblea en la tierra y nosotros somos responsables de reconocerla y de encontrar nuestro lugar en ella. Esto puede ser dificultoso en un tiempo de confusión como el actual. Ello demandará un ojo sencillo, una voluntad sumisa, un espíritu humillado. Pero el lector esté seguro de que es su privilegio poseer tanto una seguridad divina con relación a su lugar en la Asamblea de Dios como con respecto a la verdad de su propia salvación por medio de la sangre del Cordero; y no debería estar satisfecho sin esto. Yo no estaría contento de vivir una hora sin la seguridad de que estoy asociado, en espíritu y en principio, a la Asamblea de Dios. Digo en espíritu y en principio porque puede ocurrir que me halle en un lugar donde no exista ninguna expresión local de la Asamblea, en cuyo caso debo contentarme con tener comunión, en espíritu, con todos aquellos que se encuentran en el terreno de la Asamblea de Dios, y esperar que Él me franquee el camino, de manera que yo pueda gozar del privilegio real de estar presente, en persona, con su pueblo para gustar las bendiciones de su Asamblea, como así también para compartir las santas obligaciones de ella.

Esto simplifica admirablemente el asunto. Si no puedo tener la Asamblea de Dios, no tendré nada a ese respecto. No me basta concurrir a una comunidad religiosa en la que hay algunos cristianos, en la que se predica el Evangelio y se administran las ordenanzas. Debo estar convencido, por la autoridad de la Palabra y por el Espíritu de Dios, que aquella está verdaderamente congregada sobre el principio de la Asamblea de Dios y que posee todas las características de ella; de otro modo, no puedo reconocerla. Puedo reconocer a los hijos de Dios que están allí, si me permiten hacerlo fuera de los límites de su sistema religioso; pero no puedo reconocer ni aprobar ese sistema en modo alguno. Si lo hiciera, solo sería como si afirmara que es totalmente indiferente que yo tome mi lugar en la Asamblea de Dios o en los sistemas del hombre, que reconozca el Señorío de Cristo o la autoridad del hombre, que reverencie a la Palabra de Dios o a las opiniones del hombre.

Sin duda, estas afirmaciones chocarán a muchos. Se hablará de santurronería, prejuicio, estrechez de miras, intolerancia y cosas similares. Pero esto no debe apenarnos mucho. Todo lo que tenemos que hacer es cerciorarnos de la verdad respecto a la Asamblea de Dios y adherirnos a ella con el corazón y enérgicamente, a toda costa. Si Dios tiene una Asamblea –y la Escritura dice que la tiene–, entonces debo estar allí y no en otra parte. Es evidente –y cada uno debe convenir en ello– que, donde hay varios sistemas antagónicos, no todos pueden ser divinos. ¿Qué debo hacer? ¿Debo contentarme con elegir el menor de los dos males? Por cierto que no. ¿Qué, entonces? La respuesta es clara, enfática y directa: la Asamblea de Dios o nada. Si donde Ud. vive hay una expresión local de esa Asamblea, bien; esté allí en persona. Si no, conténtese con tener comunión espiritual con todos aquellos que, humilde y fielmente, reconocen y ocupan esta santa posición.

Se puede tomar por liberalismo la disposición a aprobarlo todo e ir con todo y con todos. Puede parecer muy fácil y placentero estar en un lugar «donde se da rienda suelta a la voluntad de todos y donde no es ejercitada la conciencia de ninguno», donde podemos sostener y decir lo que nos gusta, hacer lo que nos agrada e ir adonde nos plazca. Todo esto puede parecer muy deleitoso, muy plausible, muy popular, muy atractivo; pero será estéril y amargo al final; y, en el día del Señor, con toda seguridad que todo ello será consumido por completo como tanta madera, heno y hojarasca que no podrá resistir la acción de Su juicio.

Pero prosigamos con nuestras pruebas bíblicas. En los Hechos de los Apóstoles, o más bien los Hechos del Espíritu Santo, encontramos la Asamblea formalmente establecida. Un pasaje o dos serán suficientes:

Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos
(Hechos 2:46-47).

Tal era el sencillo orden apostólico del principio. Cuando una persona se convertía, tomaba su lugar en la Asamblea; no había dificultad para admitirla, no había sectas ni partidos que reclamaran para sí el derecho a ser considerados una iglesia, como si tuvieran una causa propia o un interés particular. Solo había una cosa: la Asamblea de Dios, donde él moraba, actuaba y gobernaba. No era un sistema formado según la voluntad, el juicio o incluso la conciencia del hombre. El hombre aún no había emprendido la tarea de hacer una iglesia. Ese era trabajo de Dios. Era solo incumbencia y prerrogativa de Dios tanto reunir a los salvos como salvar a los dispersos4 .

¿Por qué –podemos preguntar con razón– esto debe ser diferente ahora? ¿Por qué el regenerado debe buscar algo que esté más allá, o algo que sea diferente a la Asamblea de Dios? ¿No es suficiente estar en la Asamblea de Dios? El lugar donde Él mora, actúa y gobierna, ¿no es, acaso, el único lugar donde todos los suyos deberían estar? Sin duda que sí. ¿Deberían contentarse con alguna otra cosa? Seguro que no. Reiteramos enfáticamente: o eso o nada.

Lamentablemente, es cierto que la caída, la ruina y la apostasía han entrado. Ha crecido la vigorosa corriente del error y ha arrasado muchos de los antiguos hitos de la Asamblea. La sabiduría del hombre y su voluntad, o, si se lo prefiere, su razón, su juicio y su conciencia han puesto manos a la obra en asuntos eclesiásticos, y el resultado aparece ante nosotros en las casi innumerables y desconocidas sectas y partidos de la actualidad. No obstante, nos atrevemos a decir que la Asamblea es siempre la Asamblea, a pesar de toda la decadencia, el error y la consecuente confusión que le sobrevino. La dificultad para llegar al conocimiento de la Asamblea puede ser grande, pero, una vez logrado, su realidad es inalterada e inalterable. En los tiempos apostólicos, la Asamblea surge intrépidamente, dejando tras sí la tenebrosa región del judaísmo, por un lado, y del paganismo, por el otro. Era imposible confundirse; ella estaba allí como una gran realidad, una compañía de hombres vivientes reunidos, habitados, gobernados y dirigidos por el Espíritu Santo, de modo que el indocto o el incrédulo, cuando entraban, eran convencidos por todos e impulsados a reconocer que Dios estaba allí (véase cuidadosamente 1 Corintios 12 al 14).

De manera que, en el Evangelio, nuestro bendito Señor revela su propósito de edificar una Asamblea; esta Asamblea nos es presentada históricamente en los Hechos de los Apóstoles; luego, cuando nos dirigimos a las epístolas de Pablo, le vemos dirigirse a la asamblea de siete lugares diferentes, a saber, Roma, Corinto, Galacia, Éfeso, Filipos, Colosas y Tesalónica; y, finalmente, al principio del libro del Apocalipsis tenemos cartas dirigidas a siete iglesias distintas. Ahora bien, en todos estos lugares, la Asamblea de Dios era algo evidente, real, palpable, establecido y mantenido por Dios mismo. No era una organización humana, sino una institución divina, un testimonio, un candelero para Dios en cada lugar.

Muchas son, pues, las pruebas bíblicas del hecho de que Dios tiene una Asamblea en la tierra, reunida, habitada y gobernada por el Espíritu Santo, quien es el único y verdadero Vicario de Cristo en la tierra. El Evangelio anuncia proféticamente a la Asamblea, los Hechos la presentan históricamente y las epístolas se dirigen formalmente a ella. Todo esto es claro. Y nótese con cuidado que, sobre este tema, no deseamos prestar oídos más que a la voz de la Santa Escritura. Que no hable la razón, porque no la reconoceremos. Que la tradición no alce la voz, porque no le haremos caso. Que la conveniencia o lo que parece oportuno no espere que le prestemos atención. Nosotros creemos en la suficiencia absoluta de la Santa Escritura, la que basta para equipar por completo al hombre de Dios, a fin de prepararlo de un modo perfecto para toda buena obra (2 Timoteo 3:16-17). La Palabra de Dios o es suficiente, o no lo es. Nosotros creemos que ella es ampliamente suficiente para todo lo que le es necesario a la Asamblea de Dios. No puede ser de otro modo, ya que Dios es su Autor. Debemos o bien negar la divinidad de la Biblia, o bien admitir su suficiencia. No hay término medio, pues es imposible que Dios haya escrito un libro imperfecto o insuficiente.

Este es un principio muy solemne en relación con nuestro tema. Muchos escritores protestantes han mantenido, en su ataque contra el catolicismo, la suficiencia y la autoridad de la Biblia; pero nos parece muy claro que ellos siempre están en falta cuando sus oponentes contestan el ataque pidiéndoles pruebas bíblicas que apoyen muchas cosas aprobadas y adoptadas por las congregaciones protestantes. Hay, en la iglesia del Estado y en las otras comunidades protestantes, muchas cosas admitidas y practicadas que no tienen aprobación en la Palabra; y cuando los inteligentes y sagaces defensores del catolicismo llamaron la atención sobre estas cosas y preguntaron sobre qué autoridad bíblica se fundaban, la debilidad del Protestantismo se manifestó de manera sorprendente. Si admitimos por un momento que, sobre algún punto, debemos recurrir a la tradición y a la conveniencia ¿quién se encargará entonces de determinar su límite? Si es permisible apartarse de las Escrituras siquiera en algo, ¿hasta dónde podemos ir en tal dirección? Si se admite en alguna medida la autoridad de la tradición, ¿quién deberá fijar su extensión? Si abandonamos la bien definida y estrecha senda de la revelación divina y entramos en el vasto y enmarañado campo de la tradición humana, ¿no tiene un hombre tanto derecho como otro de elegir en él lo que desea? En resumen, es obviamente imposible enfrentar a los adherentes del catolicismo romano en cualquier otro terreno que no sea aquel en el cual la Asamblea de Dios toma posición, a saber, la suficiencia absoluta de la Palabra de Dios, del nombre de Jesús y del poder del Espíritu Santo. Tal es –bendito sea Dios– la invencible posición ocupada por su Asamblea; y, por más débil y despreciable que pueda ser esta Asamblea a los ojos del mundo, sabemos, porque Cristo lo dijo, que “las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”. Esas puertas prevalecerán, sin duda, contra todo sistema humano, contra todas esas corporaciones y asociaciones que los hombres han erigido. Y nunca hasta ahora ese triunfo del Hades ha sido manifiesto más terriblemente que en el caso de la propia iglesia de Roma, aunque ella haya pretendido arrogantemente hacer de esta misma declaración de nuestro Señor el baluarte de su poder. Nada puede resistir el poder de las puertas del Hades, salvo esta Asamblea edificada sobre la «Piedra viviente»; y la expresión local de esta Asamblea puede estar constituida por esos “dos o tres reunidos en el nombre de Jesús”, un pobre, débil y miserable puñado, la basura del mundo, los peores de todos.

Es bueno ser claros y decididos en cuanto a esto. La promesa de Cristo nunca puede fallar. Él –bendito sea su nombre– descendió hasta el punto más bajo posible al cual su Asamblea puede ser reducida, aun a “dos”. ¡Qué misericordioso! ¡Qué compasivo! ¡Qué considerado! ¿Quién como él? Él vincula toda la divinidad, todo el valor, toda la eficacia de su propio e inmortal Nombre divino a un oscuro y reducido número reunido alrededor de él. Debe ser muy evidente para la mente espiritual que el Señor Jesús, al hablar de los “dos o tres”, no pensaba en aquellos vastos sistemas que surgieron en tiempos antiguos, en la Edad Media y en la Moderna, en Oriente y en Occidente, que contaban sus adherentes y promotores no por “dos o tres”, sino por reinos, provincias y parroquias. Es evidente que un reino de bautizados y “dos o tres” almas vivientes, reunidas en el Nombre de Jesús, no significan ni pueden significar lo mismo. La cristiandad bautizada es una cosa y la Asamblea de Dios es otra. Pronto veremos lo que es esta última, pero ya ahora afirmamos que ellas no son ni pueden ser la misma cosa. Se las confunde constantemente, pese a que no existen dos cosas que puedan ser más distintas5 .

Si deseamos saber bajo qué figura presenta Cristo al mundo bautizado, solo tenemos que mirar la “levadura” y el “grano de mostaza... que se hace árbol”, de Mateo 13. La primera representa el carácter interno y el segundo el carácter externo del “reino de los cielos”, de aquello que había sido originalmente establecido en la verdad y la pureza como una cosa real, aunque pequeña, la cual, por la pérfida acción de Satanás, vino a ser interiormente una masa corrompida, si bien exteriormente resultó algo popular, de gran apariencia y muy extendido en la tierra, reuniendo toda clase de gente bajo la sombra de su patrocinio. Tal es la lección –la sencilla aunque profundamente solemne lección– a extraer, por la mente espiritual, de la “levadura” y del “árbol de mostaza” de Mateo 13. Y podemos agregar que, de esta lección bien comprendida, resultaría la capacidad para distinguir entre el “reino de los cielos” y la Asamblea de Dios. El primero se puede comparar con una vasta ciénaga y la última con un arroyo que corre a través de la ciénaga y que está en constante peligro de perder su carácter distintivo, así como su propia dirección, por entremezclarse con las aguas circundantes. Confundir las dos cosas es dar el golpe mortal a toda disciplina piadosa y, consecuentemente, a la pureza en la Asamblea de Dios. Si el reino y la Asamblea significan la misma cosa, entonces ¿cómo actuaríamos en el caso de “esa persona perversa” de 1 Corintios 5? El apóstol nos dice que la “quitemos fuera”. ¿Dónde debemos ponerla? Nuestro Señor mismo nos dice positivamente que “el campo es el mundo”; y también, en Juan 17, nos dice que los suyos no son del mundo. Esto hace que todo sea bastante claro. Pero los hombres nos dicen, pese a la declaración del propio Señor, que el campo es la Iglesia, y que la cizaña y el trigo –los impíos y los piadosos– tienen que crecer juntos y que de ninguna manera tienen que ser separados. Así, la clara y positiva enseñanza del Espíritu Santo en 1 Corintios 5 es puesta en abierta oposición a la igualmente clara y positiva enseñanza de nuestro Señor en Mateo 13; y todo esto surge del esfuerzo por confundir dos cosas distintas, a saber, el “reino de los cielos” y la “Asamblea de Dios”.

El objetivo que me propuse no me permite dedicarme más al interesante tema del “reino”. Bastante se ha dicho si con ello el lector ha sido convencido de la inmensa importancia de distinguir debidamente entre aquel reino y la Asamblea. Vamos ahora a examinar lo que es esta última. ¡Que el Espíritu Santo sea nuestro Maestro!

  • 1Nota del traductor (N. del T.): Expresión latina castellanizada «por fas o por nefas», que significa «justa o injustamente», «por una cosa o por otra».
  • 2Nota del autor (N. del A.): Las palabras «iglesia» y «asamblea» provienen del mismo término griego: ekklesia. «Asamblea» transmite el verdadero significado.
  • 3N. del A.: Es de suma importancia distinguir entre lo que Cristo edifica y lo que edifica el hombre. Seguramente “las puertas del Hades” prevalecerán contra todo lo que es del hombre. Por eso sería un gravísimo error aplicar a la edificación puramente humana, palabras que solo pueden aplicarse a lo que Cristo edifica. El hombre puede edificar con “madera, heno u hojarasca” (1 Corintios 3:12); y ¿quién puede dudar –y lo decimos con dolor– de que esto es así? Pero todo lo que nuestro Señor Jesucristo edifica permanecerá para siempre. Cada obra de Sus manos lleva el sello de la eternidad. ¡Alabemos Su glorioso nombre!
  • 4N. del A.: En ninguna parte de las Escrituras se encuentra la idea de ser miembro de una iglesia. Todo creyente verdadero es miembro de la Iglesia de Dios, del cuerpo de Cristo, y, por consiguiente, no puede ser más, propiamente hablando, un miembro de otra cosa, así como mi brazo no lo puede ser de otro cuerpo. El único terreno verdadero en el cual los creyentes pueden reunirse es aquel expuesto en esa magnífica declaración: “(Hay) un cuerpo, y un Espíritu”. Y, también, “siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo” (Efesios 4:4; 1 Corintios 10:17). Si Dios declara que no hay sino “un cuerpo”, debe ser contrario a su pensamiento que haya muchos cuerpos, sectas o denominaciones. Ahora bien, aunque es cierto que ningún número dado de creyentes, en ningún lugar, puede ser llamado “el cuerpo de Cristo”, o “la Asamblea de Dios”, ellos deberían reunirse sobre el fundamento de ese Cuerpo y de esa Asamblea, y sobre ningún otro. Llamamos la atención especial del lector sobre este principio, el cual permanece en todo tiempo, lugar y circunstancia. El hecho de la ruina de la iglesia profesante no lo altera. Ha sido cierto desde el día de Pentecostés; es verdadero en la actualidad; y lo será hasta que la Iglesia sea arrebatada al encuentro de su Jefe y Señor en la nube: “Hay un solo cuerpo”. Todos los creyentes pertenecen a ese cuerpo; y deberían reunirse solo sobre ese fundamento.
  • 5N. del A.: Es menester que el lector sopese la diferencia que existe entre la Iglesia considerada como “el cuerpo de Cristo” y la Iglesia considerada como “la casa de Dios”. Puede estudiar Efesios 1:22 y 1 Corintios 12 con relación al primer aspecto, y Efesios 2:21, 1 Corintios 3 y 1 Timoteo 3 en relación con el segundo aspecto. Esta distinción es tan interesante como importante.