La adoración
Al hablar de las reuniones de la asamblea hemos asociado el partimiento del pan y la adoración como una sola reunión de asamblea específica, porque de veras el recuerdo del Señor en su muerte produce en nosotros acciones de gracias y la adoración. La Cena del Señor es indiscutiblemente una fiesta de acción de gracias. El Señor mismo, cuando la estableció, le dio su carácter distinto, pues “tomó el pan y dio gracias”. La alabanza, la acción de gracias y la adoración son apropiadas al culto alrededor de la Mesa del Señor; en cambio, no es el momento adecuado para acudir con peticiones personales, colectivas o de otra clase. Es un momento, repetimos, que debe ser dedicado a la glorificación del Señor en vez de pedir beneficios de Él.
Pablo habla también de la copa de la Cena como “la copa de bendición que bendecimos” (1 Corintios 10:16). Es una copa de acción de gracias y una fiesta de gozo y alegría. Nos conduce a ofrecer siempre a Dios “sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15). Así la Cena del Señor y la adoración están ciertamente vinculadas. La Cena es el testimonio de su amor –amor que lo llevó hasta la muerte– y de su obra consumada por nosotros. En virtud de esta obra, pecadores como nosotros podemos acercarnos para adorar.
Si seguimos el ejemplo de la Iglesia primitiva, reuniéndonos cada primer día de la semana para el partimiento del pan, seguramente la Cena en memoria de Él será el centro de la reunión de adoración. Tal reunión ofrece a la Iglesia la gran oportunidad para adorar. La alabanza siempre debería subir de nuestro corazón al Señor, pero la ocasión especial para adorar y alabar es cuando nos reunimos ante los emblemas del amor de nuestro Salvador. El Espíritu de Dios produce entonces en nosotros ferviente alabanza y adoración.
¿Qué es la reunión de adoración?
Es necesario que entendamos esto claramente, porque «la reunión de adoración pública» para muchos incluye la oración, la alabanza y la predicación para la edificación de los santos o para la conversión de pecadores. Si uno lo piensa bien, verá que esto es incorrecto. Aun la oración –es decir, cuando pedimos a Dios lo que necesitamos– no es adoración. Predicar el Evangelio a los inconversos tampoco es adoración, aunque puede ser un medio para producirla en el corazón del oyente. Una predicación para la edificación de los creyentes tampoco es adoración, pero puede inclinar nuestro corazón a adorar.
Alguien ha dicho con acierto que «la adoración verdadera no es más que la respuesta a Dios de un corazón agradecido y gozoso, lleno del profundo sentimiento de las bendiciones que nos han sido comunicadas desde lo alto… Es el honor y la adoración dados a Dios por lo que Él es en sí mismo, así como por lo que Él es para los adoradores. La adoración es la actividad de los que están en el cielo, y es un privilegio bendito y precioso para nosotros que estamos en la tierra… Es un homenaje rendido en común, sea por los ángeles o por los hombres… Las alabanzas y las acciones de gracias, al igual que el hacer mención de los atributos de Dios y de sus obras constituyen lo que es, propiamente dicho, la adoración. Cuando adoramos, nos acercamos a Dios y nos dirigimos a Él» (J. N. Darby).
Esta es la verdadera adoración. El significado de la voz griega «proskun», la cual se usa en la mayor parte del Nuevo Testamento, es «hacer reverencia u homenaje mediante postración», es decir, inclinarse uno mismo en adoración.
La base de la adoración cristiana
La encontramos en Juan 4, donde tenemos la conversación del Señor con la mujer samaritana. En este capítulo tenemos lo que tal vez sea el mensaje más importante del Nuevo Testamento sobre la adoración durante esta época de la gracia. Allí habló el Señor de los verdaderos adoradores que adoran al Padre en espíritu y en verdad. Pero primeramente Él dijo a la mujer:
Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva (v. 10).
En este versículo maravilloso, el Señor nos muestra qué debe ser la base de la adoración cristiana. Las tres personas de la Trinidad están concernidas de una manera u otra.
1) Dios revelado en gracia es el gran dador, la fuente de todo.
2) El Hijo presente en humillación entre los hombres en la tierra.
3) El Hijo da a las almas sedientas el agua viva, el Espíritu Santo.
Todo esto es necesario para el verdadero carácter y el objetivo de la adoración cristiana. Dios tiene que ser conocido como el que se manifestó en la cruz en santidad y gracia. Es necesario conocer al Hijo como el que bajó hacia el hombre, con gracia y amor, para morir por los pecadores. También implica que el corazón haya sido despertado en cuanto a sus verdaderas necesidades y que, habiéndolas expuesto delante del Señor, haya recibido de Él el agua viva, el Espíritu Santo, como una fuente refrescante para su interior. Esto quiere decir que uno tiene que haber recibido a Cristo como su Salvador y, por lo tanto, ser nacido de Dios. El Espíritu Santo debe morar en su corazón para que pueda adorar como un verdadero cristiano. El hombre natural, no regenerado, es incapaz de adorar a Dios. No tiene la capacidad para adorarlo porque es necesario que adore “en espíritu y en verdad” (Juan 4:24). Solo los que son lavados en la sangre de Cristo y han recibido al Espíritu Santo pueden acercarse y entrar en la presencia de Dios para adorarle. Nadie puede presentarse delante de Dios si no tiene la certidumbre del perdón de sus pecados.
El Espíritu Santo es quien da al creyente la plena certidumbre de la eficacia de la obra de Cristo a nuestro favor. También nos muestra que somos aceptados delante de Dios en Cristo. Por el Espíritu Santo el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. Por el mismo Espíritu podemos llamar Padre nuestro a Dios y acercarnos a su presencia en el Lugar Santísimo como sus hijos redimidos y adorar al Padre sin temor ni temblor (Efesios 1:3-7; Romanos 5:5; Gálatas 4:6; Hebreos 10:19-22). El Espíritu Santo es el que origina en nosotros todos los pensamientos, afectos y sentimientos de amor y alabanza que proceden de nuestro corazón en respuesta al amor del Padre y del Hijo. Es el poder para la adoración cristiana. Por esta razón, nadie puede ofrecer tal adoración a Dios si el Espíritu Santo no mora en él.
El carácter de la adoración
Como hemos considerado la base de la adoración cristiana, podemos hablar ahora del carácter de la adoración. Si volvemos a Juan 4, leemos las palabras del Señor a la mujer samaritana: “Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos” (v. 22). Qué verdadero es esto hoy para muchos que pretenden adorar a Dios: “Vosotros adoráis lo que no sabéis”. Para que haya adoración verdadera se precisa la inteligencia en cuanto a Dios y su salvación, como está revelada en Cristo Jesús. “Nosotros adoramos lo que sabemos”. Este es uno de los primeros caracteres de la adoración cristiana; se recibe la inteligencia para conocer a Aquel que es adorado.
El Señor continuó su explicación a la mujer samaritana: “La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:23-24).
Este es el carácter pleno y distintivo de la adoración cristiana. Dios es revelado como un Padre que busca hijos y que los hace aptos para que le adoren. Es un carácter de adoración enteramente nuevo en contraste directo con la antigua adoración del judaísmo, el que dejaba al adorador lejos de Dios con temor y temblor. En el cristianismo, el Padre sale con amor en busca de adoradores. Se presenta a ellos bajo el tierno nombre de Padre y los pone en una posición de proximidad y libertad delante de Él como hijos de su amor. Esto lo lleva a cabo por el Hijo y mediante la energía del Espíritu Santo.
En este período de la gracia, Dios es conocido por sus hijos bajo el carácter tierno y amante de un Padre, y como tal es adorado. Esta es la posición del creyente más débil, y todo hijo de Dios es perfectamente competente para adorarle en espíritu y en verdad. El unigénito Hijo, el cual mora en el seno del Padre, es quien nos revela al Padre como Él mismo lo ha conocido. El Espíritu Santo derrama el amor de Dios en nuestros corazones. Por consiguiente, adoramos a nuestro Padre tal como el Hijo lo ha revelado y según el poder y los afectos inspirados dentro de nosotros por el Espíritu Santo.
Encontramos otra característica en cuanto a la adoración cristiana. Es necesario que adoremos a Dios “en espíritu y en verdad” porque Él es Espíritu. «Adorar en espíritu es adorar según la verdadera naturaleza de Dios y por el poder de aquella comunión, el cual nos es dado por el Espíritu de Dios. La adoración espiritual está, por lo tanto, en contraste con las formas y ceremonias y toda la religiosidad de que la carne es capaz. Adorar “en verdad” es adorarle según la revelación que Él ha dado de sí mismo» (J. N. Darby).
Siendo que Dios es Espíritu, lo único que Él acepta es una adoración espiritual. Es necesario que sus adoradores le adoren en espíritu y en verdad (Juan 4:24). Es una necesidad moral que brota de su naturaleza. Él nos ha provisto abundantemente de esta capacidad, puesto que la vida nueva de la que gozamos es por el Espíritu; por lo tanto, es una vida espiritual y no de la carne. Vivimos por el Espíritu, andamos por el Espíritu y “adoramos a Dios en espíritu, y nos gloriamos en Cristo Jesús, y no ponemos confianza alguna en la carne” (Filipenses 3:3, V. M.). Así la adoración cristiana es la expresión de la nueva vida interior, la que encuentra su energía y poder en el Espíritu Santo. Esto desecha todas las fórmulas humanas establecidas, así como las ceremonias espectaculares y los ritos. Adorar en espíritu y en verdad excluye todo esto. La carne y la voluntad humana son las que originan tales cosas, pero la energía de la carne no tiene ningún lugar en la adoración dispensada a Dios.
El lugar de adoración
El lugar de adoración del creyente está indicado claramente en la epístola a los Hebreos. En el capítulo 10:19-22 leemos:
Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos….
Aquí vemos que por la sangre de Jesús, estando el velo rasgado y teniendo el gran Sacerdote sobre la casa de Dios, tenemos la libertad y confianza para entrar en el Lugar Santísimo a fin de ofrecer nuestra adoración. Nuestro lugar de adoración, por lo tanto, está en la presencia inmediata de Dios, sentado en su trono. Nos ha dado el derecho de entrar en su presencia en todo tiempo, gracias a la preciosa sangre de Cristo. Este es nuestro santuario, al cual nos acercamos juntamente con otros, cuando nos reunimos alrededor del Señor para adorar y alabar.
Debemos añadir que el Hijo, nuestro Señor Jesucristo, es, al igual que el Padre, el objeto de la adoración, porque todos los hombres tendrían que honrar al Hijo “como honran al Padre. El que no honra al hijo, no honra al Padre que le envió” (Juan 5:23).
Las siguientes palabras nos dan una buena imagen de la adoración cristiana: «En una palabra, podemos decir que la adoración cristiana tiene seis características notables:
1) Su fuente: una redención consumada;
2) Su objeto: Dios el Padre y Dios el Hijo;
3) Su lugar: la presencia de Dios;
4) Su poder: el Espíritu Santo;
5) Su material: las verdades plenamente reveladas en la Palabra de Dios;
6) Su duración: la eternidad». (S. Ridout, adaptado)
Todos los creyentes son sacerdotes
Quizás sea necesario que reafirmemos aquí lo antes mencionado, es decir, que todos los creyentes son sacerdotes y tienen privilegios iguales y el mismo acceso a Dios “para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5, 9). Entonces, para la adoración verdadera debemos reunirnos sencillamente como creyentes, sabiendo que todos somos sacerdotes competentes para ofrecer adoración. Debemos dar libertad al Espíritu de Dios para que Él use a quien desee para alzar las alabanzas de la asamblea reunida. Puede ser que use a un hermano, o seis o doce para expresar alabanzas de conformidad con sus pensamientos.
En 1 Corintios 14:15-19, 24 tenemos una expresión completa de lo que Dios desea en lo concerniente a la adoración y a las reuniones de Asamblea. Este pasaje nos exhorta a orar con el espíritu y con el entendimiento; a cantar con el espíritu y con el entendimiento; a bendecir con el espíritu; a dar las gracias, profetizar y hablar en la Iglesia. Tales eran las actividades en las cuales el Espíritu Santo dirigía a los primeros cristianos cuando se reunían. De igual forma nos dirigirá hoy en día. Hará que alabemos el nombre de Dios “con cántico” y que lo exaltemos “con alabanza” (Salmo 69:30).
La música instrumental
Nótese que ni aquí, en esta descripción inspirada de una congregación cristiana (1 Corintios 14), ni en los Hechos, ni en las epístolas, leemos algo sobre el hecho de tocar un instrumento como parte del servicio de adoración. La música instrumental está fuera de lugar en tal reunión y es contraria al espíritu y al carácter de la asamblea así reunida. Nuestro propósito durante esos momentos no es satisfacer nuestros sentidos o alentar nuestra naturaleza caída; ni es complacer a los de fuera con sonidos amenos, sino presentar a Dios lo que a Él le agrada, lo que fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Estos son aceptables y agradables a Dios: los salmos, los himnos y los cánticos espirituales.
Cantando y alabando al Señor en vuestros corazones
(Efesios 5:19).
Y, como se expresa en Colosenses 3:16, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor… Después de todo, «ningún instrumento puede igualar en efecto a la voz humana», dijo Haydn, un célebre compositor. En Israel, pueblo terrenal, el uso de la música instrumental tenía su lugar apropiado. En cambio, en la Iglesia, Cuerpo celestial, todo ha de ser acorde con la voluntad del Espíritu Santo.
La reverencia
Es evidente que la reverencia debe acompañar a un verdadero espíritu de adoración. Como entramos en el Lugar Santísimo, nuestra alma debería estar llena de reverencia y santo temor, como corresponde a la presencia de Dios. Si consideramos en las Escrituras los ejemplos de adoradores, encontramos que los santos de todas las edades tuvieron el cuidado de demostrar reverencia delante de Dios, aun en su postura, cuando adoraban y oraban. Abraham se postró sobre su rostro delante del Señor (Génesis 17:3). Moisés bajó la cabeza hacia el suelo y adoró (Éxodo 34:8). Los levitas llamaron al pueblo:
Levantaos, bendecid a Jehová vuestro Dios
(Nehemías 9:5).
Los magos se postraron y adoraron al niño Jesús, y el leproso, a quien el Señor había sanado, “se postró rostro en tierra a sus pies” (Lucas 17:16). Tomar una postura de descanso corporal e indiferencia durante la alabanza o la oración (a menos que una limitación física impida tomar una postura correcta) ciertamente no expresa reverencia delante del Señor.
La ofrenda de nuestros bienes
Deseamos llamar la atención sobre el hecho de que la ofrenda se relaciona con el sacrificio de alabanza en Hebreos 13:15-16.
De tales sacrificios se agrada Dios.
Así también en Deuteronomio 26:1-2, 10 vemos que la ofrenda del diezmo de parte del pueblo judío se menciona en relación con la canasta de primicias que se llevaba al Señor como adoración. En 1 Corintios 16:1-2 el apóstol nos dice, tocante a la ofrenda para los santos, que “cada primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado”. A la luz de este versículo parece conveniente que en la reunión de adoración traigamos nuestras ofrendas materiales para la obra del Señor. Esta ocasión es la más adecuada para hacer la colecta destinada a la obra del Señor, las necesidades de los pobres, etc. Así, en su Mesa tenemos el privilegio de ofrecerle sacrificios de alabanza y sacrificios de nuestros bienes materiales, todo con espíritu de adoración.
Que nuestro corazón sea afinado para cantar Sus alabanzas y para ofrecer una verdadera adoración cristiana en espíritu y en verdad. Que andemos con el Señor durante la semana, de tal manera que nuestra canasta esté llena de alabanzas al reunirnos el primer día de la semana; que nuestro corazón rebose con adoración en Su presencia; que podamos decir, como la novia en el Cantar de los Cantares: “A nuestras puertas hay toda suerte de dulces frutas, nuevas y añejas, que para ti, oh amado mío, he guardado” (Cantares 7:13).