Reuniones para el partimiento del pan
Hemos visto que la asamblea original formada en Jerusalén perseveraba “en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hechos 2:42). Aparte de la comunión, la cual tiene que ver con todas las reuniones y a la vida entera de los creyentes, tenemos aquí tres características especiales que distinguieron la vida de la asamblea de estos santos: la enseñanza, el partimiento del pan y la oración. Al principio, es probable que estos tres elementos hayan aparecido en cada reunión. Más tarde, a medida que la Iglesia iba separándose del judaísmo, encontramos reuniones regulares para propósitos especiales.
En Hechos 20:6-7 vemos que una reunión regular se celebraba el primer día de la semana con el propósito de partir el pan. Leemos que Pablo y sus compañeros llegaron a Troas y permanecieron allí por siete días.
El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan, Pablo les enseñaba.
Aquí, en un tiempo fijo (el primer día de la semana, el día del Señor), en un lugar determinado, los discípulos se reunieron con un propósito definido: para partir el pan. La expresión usada aquí da a entender que esta era su costumbre semanal y regular.
No se reunieron para encontrarse con el apóstol ni para oírle predicar, sino para partir el pan el primer día de la semana, el día de la resurrección, el día que habla del poder de una vida nueva. Esta era su costumbre, y tanto Pablo como los hermanos que estaban con él esperaron siete días para gozar del privilegio de partir el pan con los discípulos de Troas.
Estando los discípulos reunidos con este propósito, Pablo aprovechó la oportunidad para dirigir un discurso a los santos, porque iba a partir al día siguiente. Pero el primer propósito de la reunión fue el de recordar al Señor en su muerte. Este era el punto central de su adoración y volvía a realizarse cada día del Señor, o sea, el primer día de la semana.
Así que, a través de Hechos 2 y 20, sabemos que una de las reuniones principales de las iglesias apostólicas era la realizada para partir el pan. Esta reunión se celebraba como respuesta a la recomendación hecha por el Señor la noche que fue entregado. Sabemos que al principio se congregaron en Jerusalén todos los días para partir el pan. Más tarde, parece que en las asambleas establecidas en otras partes se hizo costumbre reunirse cada primer día de la semana para celebrar la Cena del Señor. El Señor había dicho a través de la pluma de Pablo: “Todas las veces que comiereis este pan y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:26). Estos primeros cristianos, que se hallaban en la frescura de su primer amor, tenían la constante costumbre de partir el pan en afectuosa memoria de su Señor. Estaban tan llenos del Espíritu Santo que Cristo se hallaba siempre presente en sus corazones. Gozaban de celebrar esa fiesta preciosa que era, según su palabra expresada, un conmovedor memorial de Él mismo en su muerte.
Obsérvese que no se congregaban el primer día del Señor de cada mes, ni el primer domingo del trimestre o del año, sino el primer día de la semana, con obediencia a la petición de su Señor y Salvador. No partían el pan alguna que otra vez, como es la costumbre de muchos cristianos hoy día. Lo partían con regularidad cada día del Señor. Así deberíamos hacerlo también, si queremos actuar de acuerdo al ejemplo de las Escrituras.
Los primeros cristianos amaban tanto a su Señor que no desatendieron el precioso memorial de su amor que Él instituyó la noche que fue entregado. Observándolos, podemos decir que en la proporción en que los santos aman a Cristo y a su Palabra y son llenos del Espíritu Santo, en igual proporción se deleitan en recordarle en su Mesa, anunciando así la muerte del Señor hasta que Él venga. Él mismo dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).
El propósito de la Cena
Hemos visto que la iglesia primitiva se reunía regularmente el primer día de la semana para partir el pan, y que esta era la principal reunión de la iglesia, la única reunión claramente especificada. Por tales razones consideraremos el significado y propósito de la Cena. Vemos la institución de este recordatorio en los evangelios, su celebración en los Hechos y su explicación en 1 Corintios.
En el evangelio según Lucas leemos: “Cuando era la hora, se sentó a la mesa, y con él los apóstoles. Y les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!”. Luego Él comió la pascua con ellos. Y tomó el pan, dio gracias, lo partió y les dio de él, diciendo:
Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama (cap. 22:19-20).
El Señor estaba con sus discípulos por última vez antes de ir a la cruz, en la cual iba a darse a sí mismo como sacrificio por el pecado. Allí su cuerpo sería clavado. Allí llevaría “él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”, como más tarde Pedro lo expresó. Allí bebería la copa de la ira de Dios contra el pecado y derramaría su sangre para reconciliación de los pecadores. Sobre el fundamento de una redención consumada, haría un nuevo pacto en su sangre, la cual fue derramada por todos los creyentes. Luego iría a su Padre y los creyentes no lo verían más físicamente.
De acuerdo con lo dicho, después de la cena pascual, Él instituyó la nueva fiesta conmemorativa: la Cena del Señor. Esta tenía el propósito de recordarles a los creyentes de entonces, y a los creyentes a través de los siglos, lo que Él había hecho por ellos en la cruz del Calvario. El pan sería el emblema del cuerpo en el cual sufrió y cumplió la obra de la reconciliación. La copa nos recordaría su sangre, la que derramó en la cruz por nuestros pecados.
El Señor no quería decir, como algunos lo piensan y lo enseñan erróneamente, que el pan de la Cena se convertiría en su cuerpo, ni que el contenido de la copa llegaría a ser su sangre, de manera que comeríamos Su cuerpo y beberíamos Su sangre como algo que nos diera perdón de pecados y nos preparara para el cielo. El Señor todavía estaba presente en su cuerpo cuando instituyó la Cena. Seguramente no quiso darles a entender que, siendo presente, les estaba dando de comer su cuerpo y su sangre. No, Él estaba pensando en el tiempo en que ya no estaría presente con ellos. Por eso les dio a los creyentes dos emblemas que hicieran volver sus mentes, de manera vívida, hacia su persona y su muerte en la cruz.
Cuando el Señor dijo: “Esto es mi cuerpo” y “esto es mi sangre” usó una forma de expresión gráfica, como lo hacía frecuentemente. De igual manera lo hacemos nosotros cuando mostramos una fotografía de una persona querida y decimos: «Esta es mi madre», etc. Queremos decir que el cuadro es una imagen fiel de la persona a la que amamos, que es su representación. Pero el retrato no es literalmente nuestra madre. En cuanto a la expresión de nuestro Señor, muchos han excedido el significado de tales palabras. Insisten en que los emblemas de la Cena –el pan y el vino– llegan a ser literalmente el cuerpo y la sangre de Cristo a base de las palabras de un sacerdote o ministro.
¿Cuál es, entonces, el propósito de la Cena del Señor? “Haced esto en memoria de mí” son sus propias y benditas palabras. Conocía bien la tendencia de nuestros corazones a apartarse de Él y del resto de los cristianos. Por ello nos dio esta fiesta como memorial de sí mismo en su muerte por nosotros, para que recordáramos su gran amor y la redención maravillosa que efectuó a nuestro favor. Él no quiere que le levantemos aquí, en este mundo que lo rechazó, monumentos conmemorativos de mármol o costosa arquitectura. Lo que desea es un sencillo acto que nos permita guardarle en nuestra memoria. “Haced esto” (1 Corintios 11:25). Él reclama este acto de obediencia de nuestra parte. Amado lector cristiano, ¿lo está usted cumpliendo?
A los que responden a su solicitud amorosa, en el modo que Él dispuso, les fue dada esta certeza:
Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga
(1 Corintios 11:26).
Esto es lo que significa el sencillo acto de recordarle al comer el pan y beber la copa. Es proclamar su muerte preciosa como el único fundamento de la salvación. De modo que todas las veces que los creyentes se reúnen para recordar al Señor en el partimiento del pan, están anunciando el hecho glorioso de su muerte por los pecadores y la salvación por su sangre derramada. ¡Qué maravilloso!
Tan importante es la institución de la Cena, que el Señor, desde la gloria, dio a Pablo una revelación especial acerca de ella. Esta revelación se encuentra en 1 Corintios 11:23-29. Aquí se presenta con claridad el propósito de la Cena y la manera en que debería ser observada.
Cómo se debe celebrar la Cena
Por la primera epístola a los Corintios nos enteramos de que existía, en la asamblea local, un mal estado de cosas. Había mucho desorden entre ellos tocante a muchas cosas, entre ellas la Cena. En este capítulo 11 vemos que se reunían de manera descuidada y no comían la Cena del Señor en su verdadero sentido. El apóstol Pablo tuvo que escribirles: “Cuando, pues, os reunís vosotros, esto no es comer la cena del Señor. Porque al comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena; y uno tiene hambre, y otro se embriaga” (v. 20-21).
Parece que estaban mezclando el ágape con la Cena. (El ágape era una comida ordinaria de la que los primeros cristianos participaban juntos). Por lo tanto, comían la Cena de una manera indigna e irreverente, lo que les hacía perder de vista el verdadero carácter de la Cena del Señor. Hasta habían corrompido el carácter del ágape, conservando diferencias de clase. Así los ricos comían en abundancia, mientras los pobres pasaban hambre a causa de la poca comida que podían llevar.
Como consecuencia de todo esto, el Espíritu de Dios dirigió a Pablo para que escribiera esta epístola (1 Corintios), a fin de corregir estos desórdenes. En el capítulo 11 tenemos instrucciones especiales en cuanto al propósito de la Cena y a la manera santa y reverente de observarla. Como Dios destinó esta epístola a los Corintios a ser parte de las sagradas Escrituras, en su sabiduría permitió que aquellos desórdenes aparecieran ya en la Iglesia primitiva, a fin de que tuviéramos instrucciones divinas y permanentes para enfrentar tales condiciones. Así nos es posible conocer más a fondo sus pensamientos y su orden. Vemos que Dios quiso beneficiar no solo a los corintios, sino también a toda la Iglesia a través de toda la época de la gracia. ¡Qué agradecidos deberíamos estar!
Vemos en el versículo 23 que el Señor dio al apóstol Pablo una revelación especial sobre la Cena.
Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado.
Pablo no fue uno de los doce apóstoles que estaban con el Señor la noche en que Él instituyó esta fiesta conmemorativa. Por lo tanto, el Señor le comunicó estas instrucciones personalmente. Ya no fue simplemente el humilde Jesús de la cena pascual, sino el Señor en el trono de gloria, quien dio a Pablo los detalles acerca de los pensamientos de Dios en cuanto al partimiento del pan.
Este hecho ciertamente debería mostrarnos la gran importancia de la Cena como institución cristiana. Todo lo concerniente a ella –su institución la noche que el Señor fue entregado, su propósito divino como memorial, su manera de ser observada o llevada a cabo– es de gran importancia por haber sido el objeto de una especial revelación del Señor.
El olvido de los corintios
Debemos destacar la múltiple repetición del título de Señor que recibe el Maestro en este capítulo de la Cena. Se habla de la Cena del Señor, del Señor Jesús, de la muerte del Señor, de la copa del Señor, del cuerpo y de la sangre del Señor y del castigo del Señor. Es fácil ver la razón. Los corintios parecían haber olvidado que Él era el Señor; de lo contrario, no habrían caído en tan terrible desorden tocante a la Cena.
Aquel de quien habla la Cena ha sido hecho Señor de todos. Él tiene el completo derecho de control y mando sobre todo lo que tenemos y todo lo que somos. Ante Él tenemos responsabilidad por lo que hacemos, lo que decimos y lo que pensamos, especialmente cuando lo recordamos en su muerte. Los hermanos de Corinto se habían olvidado de Él a ese respecto y habían hecho de la Cena del Señor su propia cena. Se ocupaban en sus propias cosas y perdían de vista las cosas del Señor. Se habían olvidado de su presencia, por lo que olvidaban el verdadero valor de la Cena del Señor. Esto se repite inevitablemente cuando no tomamos en cuenta su presencia. Los corintios habían caído tan bajo que degradaron la Cena al nivel de una comida ordinaria. Era necesario que volvieran a tomar en cuenta el señorío de Cristo y el carácter sagrado de su cena. En consecuencia, Pablo fue movido a escribirles urgentemente para volver a ganar sus corazones, a fin de que pudieran recordar al Señor de una manera digna, en el partimiento del pan.
Tal era la condición y el error en los cuales los corintios habían caído en la participación de la Cena del Señor. Conviene que nos demos cuenta de que estamos constantemente en peligro de caer en un parecido estado de descuido y desorden en cuanto a nuestra manera de participar. Es de suma importancia que percibamos la presencia del Señor Jesús y que centremos nuestros pensamientos y nuestros afectos en Él cuando estamos congregados para recordarle en su muerte. Satanás siempre se esfuerza por apartar nuestros pensamientos de la persona y la obra del Señor Jesucristo. No solo procura distraer, sino también llenar nuestra mente con asuntos no convenientes a la Cena y a la Mesa del Señor.
Por lo tanto, se necesita esfuerzo, vigilancia y oración continuos para que nuestros corazones estén centrados en nuestro Señor y Salvador mientras le recordamos y le adoramos. Al fijar nuestra atención en su Persona adorable y maravillosa y en su gran obra de redención, nuestros pensamientos errantes serán controlados y nuestros espíritus inquietos subyugados. Luego, conscientes de su presencia, la Cena será celebrada de una manera que le resultará agradable.
En los versículos 23, 24 y 25 de 1 Corintios 11, el apóstol cita de nuevo las palabras que el Señor Jesús dijo al instituir la Cena. En el versículo 26 agrega que todas las veces que los suyos participan del pan y de la copa, anuncian la muerte del Señor “hasta que él venga”. Hemos de seguir recordándole en la Cena cada día del Señor, el cual también es llamado primer día de la semana. Y tenemos que perseverar hasta que Él venga en el aire para arrebatar a su Iglesia. Así, el partimiento del pan nos lleva en pensamiento hacia atrás, hasta la muerte de nuestro Salvador; nos transporta hacia arriba, donde Él está ahora; y nos señala, en el futuro, el momento de su venida para buscarnos.
Podríamos agregar aquí que el hecho de su nacimiento en este mundo como hombre también puede ocuparnos en relación con los emblemas de la Cena. Fue entonces cuando tomó forma de hombre, un cuerpo de carne y sangre. Por eso su nacimiento, muerte, resurrección, glorificación y segunda venida necesariamente acuden a nuestra mente cada vez que comemos el pan y bebemos la copa debidamente. De ahí que no necesitemos un día especial en el año para conmemorar su nacimiento, otro para su muerte ni otro para su resurrección. Nada se dice en cuanto a celebrar tales días en las Escrituras. En cambio, el Señor quiere que nos acordemos de Él en su nacimiento, muerte, resurrección, glorificación y retorno cada primer día de la semana.
Pruébese cada uno a sí mismo
Veamos ahora las palabras solemnes del apóstol en cuanto a comer y beber la Cena indignamente. “De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí” (1 Corintios 11:27-29).
Si tenemos en cuenta lo que ya hemos considerado sobre el desorden entre los corintios en cuanto a la Cena del Señor, veremos que el significado de comer y beber indignamente no se refiere a la dignidad o indignidad de las personas como tales, sino a la manera indigna de comer la Cena. Si el hecho de comer la Cena dependiera de la dignidad personal, nadie sobre la faz de la tierra podría participar de ella. Nadie en sí mismo es digno de participar de la Cena. Hemos sido hechos dignos solo porque Cristo nos ha recibido a pesar de nuestra condición perdida, nos ha limpiado con su sangre, y así nos ha hecho aptos para su presencia. De esta forma nos ha dado el derecho de tomar parte en la Cena. Este derecho es el resultado de lo que Él hizo por nosotros; no es por causa de ningún mérito ni dignidad personal.
El apóstol no está hablando de dignidad personal en lo más mínimo. Habla de la manera en que los santos se comportaban cuando estaban reunidos. Se descuidaban mucho al no hacer caso del significado del pan y de la copa. Se olvidaban de las solemnes realidades expresadas por los emblemas (el pan y la copa) y los consumían como si fueran cosas ordinarias, cosas sin sentido. No discernían en el pan el cuerpo del Señor. Así, pues, comían y bebían de una manera indigna, trayendo sobre sí un juicio inminente, pero de ninguna manera eternal.
El mismo peligro existe hoy en día. Podemos participar de la Cena con despreocupación, no pensando ni en su cuerpo ni en su sangre mientras comemos el pan y bebemos de la copa. Nuestros pensamientos pueden estar en otras cosas y no en el Señor a quien profesamos recordar. Si no discernimos por fe su cuerpo, comemos indignamente y somos culpables respecto del cuerpo y de la sangre del Señor, por cuanto tratamos su recuerdo con indiferencia. Este es un pensamiento solemne.
No es, como lo hemos dicho antes, que el pan se transforme en Su cuerpo ni que el contenido de la copa se vuelva Su sangre, sino que estas señales nos hablan del traspasado cuerpo de Cristo y de su sangre derramada. La pregunta es: ¿Discernimos de verdad y por fe el cuerpo del Señor en el partimiento del pan? ¿Tomamos a veces la Cena como si fuese cualquier comida o una cosa ordinaria, actuando así sin reflexión o juicio personal?
Tal vez dejamos de sentir Su presencia o de percibir que en el pan y la copa el Espíritu desea darnos una visión de Su cuerpo que ha sido dado por nosotros y Su sangre derramada por nosotros. Si tal es el caso, comemos y bebemos de una manera culpable; comemos y bebemos juicio en contra de nosotros y recibiremos el castigo de parte del Señor.
“Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados, mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor para que no seamos condenados con el mundo” (1 Corintios 11:30-32). Tales son las serias consecuencias del hecho de tomar la Cena indignamente.
¿Qué haremos, siendo que la participación de la Cena es un asunto solemne y que existe la posibilidad de comer y beber de una manera indigna con consecuencias tan serias? Es posible que uno temblara y se retrajera de obedecer a la última recomendación del Señor: “Haced esto en memoria de mí”. Privarse sería caer en otro error y desobedecer el mandamiento del Señor, dado por amor. A este respecto, los versículos 28 y 31 son un mensaje de estímulo que no debemos pasar por alto. “Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa”. “Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados”.
Mientras la santidad y la reverencia son acentuadas por una parte, la gracia nos anima y fortalece por la otra para que nos acerquemos y comamos de la Cena en el juicio propio1 , cuidado y moderación. Primero, el Señor pide con insistencia que nos probemos, examinando y poniendo a prueba nuestra conducta, así como que practiquemos el juicio propio continuamente. Segundo, invita a todos los suyos a que coman del pan y beban de la copa, pero no con espíritu descuidado o ligero. Notemos que el versículo no dice: «Pruébese cada uno a sí mismo, y apártese», sino:
Pruébese cada uno a sí mismo, y coma.
Habiéndonos probado y juzgado, nos invita a que comamos y bebamos de la Cena. Así, la gracia fortalece al que se examina con rectitud de corazón y se juzga. Esto le anima a tomar la Cena con buena conciencia. En cambio, cuando existe liviandad y carencia de ese juicio propio, el Señor tendrá que manifestarse para juzgar y castigar. A veces el resultado puede ser la enfermedad o, en casos extremos, aun la muerte (v. 30).
Así lo que nos preserva de una participación indigna en la Cena y nos guarda de comer y beber castigo, es un juicio propio profundo, serio y habitual. Esto es muy necesario e importante para una vida cristiana feliz. El juicio propio es un ejercicio indispensable y de incalculable valor. Si se practicara con más fidelidad y más regularmente, nuestro andar diario sería muy diferente. Si el propio «yo» fuera juzgado continuamente en la presencia de Dios, no nos veríamos obligados, luego, a juzgar nuestra conducta, nuestras palabras y nuestros actos. La carne sería puesta en la muerte (Colosenses 3:5), la raíz juzgada y el fruto malo no se manifestaría. Tampoco sería necesario que el Señor nos juzgara.
- 1Nota del editor: El juicio propio es el ejercicio personal y habitual del creyente que juzga sus hábitos, sus pensamientos, sus palabras y sus hechos a la luz de la Palabra, deseando conformar toda su vida con la de su divino Modelo, el Señor Jesús.
La participación en la Cena y la conducta personal
Como lo hemos hecho resaltar, comer y beber indignamente se refiere primero a nuestra conducta y a la manera de tomar parte en la Mesa del Señor. Ahora nos es preciso agregar dos palabras acerca de nuestra conducta y nuestro andar durante la semana. Nadie suponga que, habiendo dicho tanto sobre nuestra actitud en la Mesa del Señor, todo se limita a eso y nada más importa.
Lo que somos durante la semana es lo que seremos cuando estemos sentados a la Mesa del Señor. Lo que ocupó nuestro corazón durante los seis días pasados, lo ocupará también el primer día de la semana, mientras estamos a su Mesa. Si estamos despreocupados e indiferentes para con el Señor durante la semana, no podremos menos que estarlo a su Mesa. Verdaderamente no lograremos discernir su cuerpo ni su sangre en los emblemas de la Cena. Así comeremos y beberemos juicio para nosotros. Es imposible tener el corazón inmerso en la atmósfera del mundo toda la semana y estar enteramente desprendidos de ella al procurar recordarle en el día del Señor.
Si un cristiano vive durante la semana en extravagancias, vanidad, placer y mundanería; si su vida y su tiempo se dedican al cine, a las representaciones, a los conciertos, al baile, a los deportes, etc., ¿puede haber discernimiento del cuerpo del Señor en el partimiento del pan el primer día de la semana? Seguramente que no.
¿Cómo podría existir comunión espiritual con el cuerpo y la sangre del Salvador existiendo tal mundanería y tal falta de sujeción al Señor? Quienes así actúan, tal vez exteriormente puedan “partir el pan”; pero tememos que casi nada experimenten del poder interior y la maravillosa realidad, por la fe, de comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo (véase Juan 6:55-56). Por lo tanto, serán culpables de no discernir el cuerpo del Señor y de comer y beber juicio contra sí mismos cuando participan de la Cena.
Que el Espíritu de Dios nos dé la capacidad de escudriñar nuestro corazón y forme en nosotros un espíritu de habitual y verdadero juicio propio. Así podremos recordar al Señor con toda sinceridad y de una manera digna.
La expresión de comunión
Hemos considerado la Cena en su aspecto principal como una fiesta conmemorativa, que pone delante de nosotros, en forma simbólica, el cuerpo y la sangre de Cristo, tal como se nos presenta en 1 Corintios 11. La Cena del Señor, sin embargo, presenta otro aspecto de la verdad, aparte de la característica esencial de conmemoración. Este aspecto, ignorado por muchos, se ve en 1 Corintios 10:16-17: “La copa de bendición que bendecimos ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan”.
Aquí se presenta el acto colectivo de partir el pan: “La copa de bendición que bendecimos” nosotros y “el pan que (nosotros) partimos”. En el capítulo 11 cada individuo come del pan y bebe de la copa para el Señor y es responsable de hacerlo de una manera digna. Por lo tanto, las expresiones son: “Vosotros comeréis… y vosotros beberéis”, y “pruébese cada uno a sí mismo”. Pero, en las palabras de 1 Corintios 10, el énfasis está puesto sobre el aspecto colectivo de participar de la Cena del Señor. Cuando todos juntos recordamos al Señor, participando del mismo pan y de la misma copa, expresamos comunión unos con otros y con la mesa de la cual participamos. El pensamiento de comunión y confraternidad en el partimiento del pan debe, pues, estar en nuestra mente. Esta es la idea conductora en los versículos que tenemos delante.
Por consiguiente, la razón por la cual la copa se nombra primero, reside en que la redención por la sangre que Cristo derramó es la base de nuestra comunión con Dios y con los creyentes. “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo?”. Al dar gracias por la copa y al participar juntos de ella, expresamos nuestra comunión con la sangre de Cristo. Cuanto más apreciamos esta verdad, tanto más entramos en Sus pensamientos respecto a ella y disfrutamos de lo que Él ha adquirido para nosotros con su sangre preciosa.
El apóstol prosigue diciendo:
El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan
(1 Corintios 10:16-17).
Aquí el pan tiene otro significado, además del de ser el cuerpo del Señor entregado por nosotros. Vemos que el pan del que participamos en la Cena es también figura de su Cuerpo espiritual, ahora en la tierra: “La iglesia, la cual es su cuerpo” (Efesios 1:22-23).
Nos habla de la unidad invisible del cuerpo espiritual1 de Cristo, “un solo pan… un cuerpo”. Como miembros de ese cuerpo espiritual de creyentes participamos juntos de la Cena del Señor en la Asamblea. De esta manera expresamos nuestra comunión el uno con el otro. Esto es la “comunión del cuerpo de Cristo” y la manifestación práctica de la verdad según la cual “nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo… todos participamos de aquel mismo pan” (cap. 10:17). En el acto de partir el pan damos una muestra de nuestra unidad como “miembros los unos de los otros” en Cristo (Romanos 12:5).
Así vemos que en los emblemas de la Cena no se expresa ninguna división entre los creyentes. Ni siquiera hay lugar para tal idea. Por el contrario, representan la unidad indestructible e inquebrantable del cuerpo de Cristo que sigue existiendo, a pesar de las muchas divisiones que hay en la Iglesia profesante (...) El fundamento bíblico sobre el cual reunirse es el constituido por el reconocimiento de un único cuerpo formado por todos los creyentes. Por eso, nada sino el único pan concuerda con esto. Y se dice: “La copa de bendición que bendecimos”, aunque más de una copa pudiera ser necesaria para la distribución en grandes asambleas.
- 1El cuerpo aludido aquí se describe en 1 Corintios 12:12-13, 27.
¿Quién puede participar?
Puesto que el pan de la Cena habla también del solo cuerpo formado por todos los creyentes y puesto que la conjunta participación del pan es una expresión de nuestra unidad y comunión los unos con los otros, debería ser fácil contestar a la pregunta: «¿Quién puede con rectitud participar de la Cena del Señor?». Solamente los que son miembros de ese cuerpo, reconocidos y probados. Solo aquellos que reconocen al Señor como su Salvador y con verdad creen en su muerte expiatoria para su salvación, tienen derecho a su Cena y a su Mesa. La Cena es solamente para la familia de los redimidos. Si alguno afirma ser un hijo de Dios, tiene que dar pruebas de ello por su andar; de otra manera su confesión es aparente, vana y mentirosa. Todos los que son conocidos como creyentes verdaderos que andan separados del mal y que no están excluidos por disciplina bíblica, tienen el privilegio de participar de la Cena en la Asamblea de Dios.
Recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios
(Romanos 15:7).
Si los verdaderos creyentes permiten que los inconversos o los de profesión dudosa participen con ellos en la Cena, ¿habrá expresión de unidad verdadera y comunión en el partimiento del pan? Seguro que no. Si participamos en la Cena con personas inconversas, no podemos decir con Pablo: “Nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan”. No podemos decir que somos un cuerpo si algunos de los reunidos para tomar la Cena no pertenecen a ese cuerpo.
Cuando hablamos con cristianos sobre este punto, muchas veces nos contestan: «Tomo la Cena del Señor por mí mismo; no me incumbe a mí lo que otros hacen. Si algunos comparten sin tener el derecho de hacerlo, comen juicio para sí mismos. Eso no es mi responsabilidad». Tal actitud muestra que aquellas personas no conocen o no entienden las verdades presentadas en 1 Corintios 10:16-17. El Señor no nos convida para que cada uno coma y beba para sí. No, Él invita a cada hijo suyo a que participe en comunión con los otros creyentes. De esta manera hay un disfrute colectivo y una responsabilidad colectiva.
Una comunión vigilada
No podemos dejar abierta la Cena del Señor a cualquier persona que desee participar, pues la cuestión de participar o no nunca debe ser decidida solo por el individuo. En 1 Corintios 5 el apóstol Pablo urge a la iglesia de Corinto a que reconozca su responsabilidad de limpiarse de la levadura que había entrado en medio de ella. Muestra a los corintios su responsabilidad de juzgar a los que estaban dentro, es decir, a aquellos que estaban presentes en la Mesa del Señor. Les manda: Quiten “a ese perverso de entre vosotros” (1 Corintios 5:13). Aquí vemos que la asamblea tiene la responsabilidad de mantener la santidad de la Mesa del Señor y de su Cena. Si bien les fue obligatorio quitar lo malo de ellos, también es seguro que fueron responsables de vigilar y no permitir que nada malo entrara ni a la asamblea ni a la Mesa del Señor.
En 1 Corintios 5:12-13 vemos que hay quienes están “dentro” y quienes están “fuera” del círculo de comunión en la Cena del Señor. Esto significa que debe haber cuidado y vigilancia en cuanto a los que participan de la Cena; debe discernirse quiénes son los de dentro y quiénes los de fuera. Es necesario un examen de los individuos para comprobar su confesión y su andar, a fin de mantener la santidad de la Mesa del Señor, y expresar verdaderamente la unidad y comunión en el partimiento del pan.
En Israel había porteros que vigilaban las entradas de la ciudad y las puertas de la casa de Dios (véanse 1 Crónicas 9:17-27 y Nehemías 7:1-3). Su oficio era el de dejar pasar a los que tenían derecho de entrar y negar la entrada a los que debían ser excluidos. Del mismo modo, hoy en día son muy necesarios aquellos hermanos que hacen la obra de porteros para proteger a la asamblea de la contaminación. No que deba ser un oficio oficial de porteros en la asamblea, sino que se necesitan aquellos que ejercen un cuidado según Dios para no admitir en el seno de la asamblea y a la Cena del Señor a personas inconversas o impuras.
Parece apropiado y según la Palabra decir que la comunión de creyentes en la Mesa del Señor no ha de ser ni una comunión abierta, ni una comunión cerrada, sino más bien una comunión vigilada. No debe ser abierta a cualquier persona, como tampoco será cerrada a los que no pertenecen a «nosotros», para decirlo así, ya que esto sería una comunión sectaria. La comunión es para todos aquellos conocidos como creyentes que andan en la verdad y la santidad.
El único fundamento bíblico para reunirse es, pues, el reconocimiento práctico del único cuerpo formado por todos los creyentes. Por lo tanto, es nuestra obligación recibir a la Mesa del Señor a todo verdadero miembro de ese cuerpo que no esté excluido por una disciplina bíblica. Como lo vimos anteriormente, el pan de la Cena simboliza el cuerpo único formado por todos los creyentes. Si perdemos de vista esta unidad, obramos en forma inconsecuente en cuanto al terreno que profesamos ocupar y llegamos a convertirnos en una secta. Vivimos en una época de profundas divisiones y de múltiples males en medio de la Iglesia profesante. Por esto resulta cada vez más difícil llevar a la práctica el principio de un cuerpo y a la vez andar separados de las asociaciones no-bíblicas. No obstante, el principio permanece como fundamento de nuestras acciones.
Creemos que estas líneas escritas por C. H. Mackintosh sobre este asunto son dignas de consideración: «La celebración de la Cena del Señor debería ser la expresión clara de la unidad de todos los creyentes. No debería ser simplemente la de la unidad de cierto número, reunidos sobre ciertos principios que los distingan de otros. El criterio de comunión fundamental es la fe en la obra expiatoria de Cristo y en un andar conforme a esta fe. No hay otra base propuesta; de otra manera, la Mesa llegaría a ser la mesa de una secta y no podría ejercer ningún derecho sobre el corazón de los fieles».
Así, al recibir a una persona a la Mesa del Señor, debemos evitar la negligencia y el descuido, por una parte, y el sectarismo por la otra. Hay, por supuesto, otros aspectos y otras verdades que tratan el asunto; los consideraremos pronto en relación con la Mesa del Señor. Hechos 9:26-29 nos enseña que no deberíamos recibir a personas basándonos solamente en su propio testimonio. En este pasaje encontramos al recién convertido Saulo tratando de unirse con los discípulos de Jerusalén. Pero estos tuvieron miedo de él y no creyeron que fuera un discípulo. Entonces Bernabé se lo llevó a los apóstoles y testificó acerca de su conversión y de cómo había predicado en el nombre de Jesús. Merced a este testimonio de la autenticidad de la conversión de Saulo, la asamblea de Jerusalén lo recibió. Una vez recibido, entraba y salía entre ellos. “Por boca de dos o de tres testigos se decidirá todo asunto” (2 Corintios 13:1). Este es siempre un principio importante para nuestras acciones.
En Romanos 16:1-2 y 2 Corintios 3:1 leemos sobre el asunto de las cartas de recomendación para los creyentes que visitan a otra asamblea en la cual no sean conocidos. Este es un orden bíblico y también muestra el cuidado requerido cuando se recibe a una persona para el partimiento del pan a la Mesa del Señor.