La manera de ejercer la disciplina
Llegamos ahora a un aspecto muy importante de nuestro tema: el espíritu y la manera en que debe ejercerse la disciplina. La iglesia no es un mero tribunal de justicia en el que tiene lugar un proceso judicial para enjuiciar una maldad según ciertas leyes. Tal proceder no sería otra cosa que alejarse del terreno de la gracia sobre el cual estamos.
Recordar lo que somos
Alguien ha dicho que «deberíamos acordarnos de lo que somos cuando hablamos de ejercer la disciplina». Esto es algo asombrosamente solemne. Lo veo así especialmente cuando reflexiono en que soy un pobre pecador, salvado por pura misericordia, aceptado sólo a través de Cristo, pero en mí mismo no hay nada bueno. Por lo tanto, eso de tomar la disciplina por mis propias manos es algo espantoso. ¿Quién puede juzgar salvo Dios?
«Heme aquí, pues, siendo nada, entre personas queridas por el Señor, personas a las cuales tengo que estimar como superiores a mí mismo, consciente de mi propia pecaminosidad y total insignificancia delante del Señor. ¡Y hablar de ejercer la disciplina! Este pensamiento es muy solemne y me abruma. Sólo una cosa me libra de tal sentimiento: la prerrogativa del amor. Si verdaderamente el amor está obrando, no deseará otra cosa que alcanzar su objetivo. Aunque la finalidad sea la justicia, lo que motiva la conducta es el amor. El amor en acción busca, a costa del propio dolor, la bendición que resulta de la santidad presente en la Iglesia.
Cuando el amor tiene la preeminencia, la disciplina no puede constituirse en una posición de superioridad carnal» (J. N. Darby).
Gálatas 6:1 nos instruye: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado”. El transgresor tendría que ser tratado con espíritu de mansedumbre y no de superioridad. Obsérvese también que el objetivo que se persigue aquí es la restauración.
Lamentación e identificación
Cuando Pablo escribió a los corintios sobre el mal no juzgado que estaba dentro del grupo que ellos formaban, tuvo que reprenderles porque estaban envanecidos en lugar de lamentar tal situación, luego de lo cual bien podrían haber quitado de en medio de ellos al que había pecado de tal forma (1 Corintios 5:2). Así vemos que la lamentación y el profundo ejercicio del corazón tendría que ser la actitud de la asamblea cuando es necesario expulsar a alguien como persona perversa e indigna de la comunión. No se debería actuar de manera fría, judicial y farisaica. Más bien debería haber tristeza, humildad y confesión del pecado y la expresión de la vergüenza de todos por haber permitido que tal cosa ocurriera en la Casa de Dios. Los creyentes incluso pueden ser inducidos a reprocharse el haber llegado el asunto a tal extremo, es decir, a tener que expulsar. ¿Habían cuidado suficientemente al transgresor? ¿Habían orado por él? ¿Habían sido para él un ejemplo según Dios? ¿Habían ejercido hacia él el cuidado verdadero que caracteriza al pastoreo? Todos estos pensamientos acudirán a los corazones que se den cuenta de lo vergonzoso del caso.
Además de lo que acabamos de señalar, en vez de mirar el mal como el mal del individuo desviado, la asamblea debería considerarlo como el pecado de cada uno de sus miembros, como su pecado común, como su propia vergüenza. Pablo escribió a los corintios:
¿No debierais más bien haberos lamentado?
El pecado era el pecado de ellos; todos estaban identificados con él como una familia entera lo está con la vergüenza de uno de sus componentes.
«La asamblea no está preparada ni está en debidas condiciones para ejercer la disciplina si primero no se ha identificado con el pecado del individuo. Si la asamblea no hace esto, termina por adquirir una actitud judicial, y ésta de ninguna manera puede ser la administración de la gracia de Cristo. La iglesia nunca estará en condiciones para ejercer la disciplina hasta que el pecado del individuo llegue a ser el pecado de la iglesia, reconocido como tal. Creo que ninguna persona ni ningún grupo de cristianos puede ejercer la disciplina a menos que tenga la conciencia limpia, a menos que ante Dios haya sentido el poder del mal y lo haya asumido como si él, en su calidad de individuo, lo hubiese cometido. Una vez realizado esto, entonces se puede ejercer la disciplina respecto del mal, de tal modo que la disciplina misma se constituye en otra forma de limpiarse a sí mismo» (J. N. Darby).
En el Antiguo Testamento los sacerdotes debían comer en el lugar santo la expiación u ofrenda por el pecado (Levítico 10:17-18). Así habían de llevar la iniquidad de la congregación y hacer expiación del pecado por ella. Esto representa para nosotros la intercesión sacerdotal que hace nuestro el pecado de otro. Representa nuestro ruego al Padre, como sacerdotes, para que sea remediado el deshonor hecho al Cuerpo de Cristo, del cual somos miembros. Éste es el único espíritu con el cual debe ser ejercida la disciplina.
Cuando el apóstol escribió de una manera tan firme a los corintios mandándoles que expulsaran a la persona perversa de en medio de ellos, dijo lo siguiente: “… por la mucha tribulación y angustia del corazón os escribí con muchas lágrimas” (2 Corintios 2:4). Éste es el único espíritu correcto con el cual se debe ejercer la disciplina.