La Iglesia del Dios viviente n°5

La disciplina en la asamblea

Los propósitos de la disciplina

Preservar la gloria de Dios

Por cierto que nuestra primera preocupación en cuanto a la disciplina de la asamblea debería ser la de preservar la gloria de Dios y honrar su santo nombre. Él mora en la asamblea, y si el mal es tolerado en ella, no se está haciendo otra cosa que vincular el santísimo nombre de Cristo con el mal. Esto deshonra su nombre precioso y santo. Hay que conservar a la asamblea como un lugar digno para su santa presencia. Su gloria y honor deberían ser mantenidos mediante el juicio de toda forma de mal que pudiera manifestarse. Verdaderamente éste tendría que ser el primer objetivo de la disciplina en cada asamblea. Al corregir al descarriado y juzgar el mal, el santo nombre de Dios es justificado ante el mundo y su gloria y honor son preservados. Una asamblea que rehúsa juzgar el mal que hay en sus doctrinas o en su moral de ninguna manera puede ser considerada una asamblea de Dios. Por el contrario, es una asamblea que deshonra el santo nombre de Dios.

Purificar a la asamblea

Estrechamente relacionada con ello está la purificación de la asamblea ante los ojos del mundo por medio de la disciplina y el juicio del mal. Debemos brillar como luces en el mundo a fin de que nuestras buenas obras se vean y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos (Mateo 5:16). Tenemos un testimonio que mantener y el mundo observa el comportamiento de los que están asociados a la Asamblea de Dios.

Cuando el creyente peca, el nombre del Señor es deshonrado y el testimonio de la asamblea se desprestigia. Pero, si ese mal es juzgado y se disciplina al culpable, el testimonio de la asamblea se mantiene limpio ante el mundo, a pesar del deshonor ya infligido. Cuando el mundo ve que los transgresores no son admitidos en comunión en el seno de la asamblea, su respeto hacia la Iglesia permanece. La congregación proclama públicamente la limpieza de su testimonio, afectada por el mal que había brotado dentro de ella. La santidad del nombre del Señor, conectada con la Asamblea, también es desagraviada.

Después que los corintios hubieron ejercido la disciplina al expulsar de la asamblea al hombre perverso, Pablo pudo escribirles estas palabras:

En todo os habéis mostrado limpios en el asunto
(2 Corintios 7:11).

El mundo nota también incidentes de menor seriedad, como es el caso de algún hermano que ha estado viviendo descuidadamente. El mundo no sólo nota que éste es corregido, sino inclusive que su conducta ha mejorado. El resultado de todo esto es gloria para el nombre del Señor y un buen testimonio para la asamblea local.

Corregir al transgresor

Otro propósito de la disciplina es corregir al transgresor y enseñarle lo que debería haber aprendido por la Palabra de Dios. Dios nos ha dado su Palabra y tenemos la responsabilidad de leerla y aprender, bajo la dirección del Espíritu, lo que es su deseo en lo tocante a nuestro comportamiento. La Escritura es útil “para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:16). Pero si un creyente se vuelve negligente y no hace caso a la Palabra de Dios, sino que anda contrariamente a lo que ella enseña, ¿qué sucederá entonces? Mediante la disciplina, Dios puede despertarle de su actitud negligente y de su estado de somnolencia. Puede hacerle comprender lo que debería haber aprendido por su Palabra. De manera que, por la disciplina, los santos son adiestrados en los caminos del Señor y en la obediencia a su Palabra.

Beneficiar y restaurar a las almas

Como ya ha sido dicho, el gran propósito de la disciplina es corregir al descarriado y restablecer su comunión con el Señor y con su pueblo. La disciplina, en todos sus diversos aspectos, debería tener como objetivo principal la corrección y bendición de los afectados. Éste es el propósito de Dios al castigar a sus hijos. Hebreos 12:10-11 dice que la disciplina nos es provechosa para que “participemos de su santidad” y para dar al alma ejercitada el fruto apacible de justicia. Por eso la asamblea debería procurar siempre el provecho y el bien espiritual de las almas mediante el ejercicio disciplinario.

La disciplina puede ser para el alma sumisa un instrumento de instrucción, prevención, corrección o castigo. No obstante, ella sólo es de provecho para un corazón sensible a la instrucción. Es importante apreciar cuál es el propósito principal, aun cuando se trate de la forma más severa de la disciplina, o sea la excomunión. El propósito es –dice el apóstol– que la carne sea destruida, que la resistencia del yo sea quebrantada “a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús” (1 Corintios 5:5). Esto es algo muy precioso y digno de mención. Es el resultado bendito que deberíamos tener en cuenta cada vez que hubiera necesidad de ejercer la disciplina. Ningún otro propósito debería estar en nuestro corazón.

Nunca deberíamos expulsar a los transgresores con el único propósito de librarnos de una desgracia. Ni deberíamos hacerlo para librarnos de una persona que hubiera causado mucho dolor y puesto a prueba a los santos. Tampoco debería existir el deseo de venganza para con tal persona. Más bien tendría que haber un dolor profundo por vernos forzados a emplear tal medida disciplinaria. La persona expulsada debería constituirse en objeto de mucha oración para que la disciplina surtiese efecto, es decir, para que la persona, una vez disciplinada, cesase de hacer daño y pudiera ser restablecida en su comunión con el Señor y los santos.

Este resultado bendito se ve en el hombre al cual los corintios tuvieron que expulsar de entre ellos por ser una persona perversa. En la segunda epístola que les dirigió, el apóstol les dijo que el castigo infligido a tal individuo había sido suficiente. Les dijo que entonces deberían perdonarle, consolarle y confirmar su amor hacia él para que no fuera consumido de demasiada tristeza (cap. 2:6-8). El propósito de la excomunión había sido logrado. Ahora el transgresor estaba con espíritu quebrantado, arrepentido, restaurado ante el Señor y listo para recibir el perdón y el restablecimiento de la comunión con la iglesia. ¡Bendito resultado, por el cual siempre deberíamos orar y al que todos tendríamos que aspirar!