Dos figuras, dos grandes temas dominan toda la profecía de Isaías: el uno, infinitamente precioso y consolador, es el mismo Mesías. El otro, al contrario, es aterrador; es el asirio, el poderoso enemigo de Israel en los últimos días. Porque el pueblo rehusó al primero, tendrá que habérselas con el segundo. Porque rechazó las aguas de la gracia del que le era enviado (Siloé significa «Enviado»: Juan 9:7), va a hallarse sumergido en juicio por las aguas “tempestuosas y muchas” del temible rey de Asiria. Sin embargo, al acordarse de que se trata del país de Emanuel, Dios quebrantará al final a los que se asocian para invadirlo. Este versículo 9 recuerda también cuál será la suerte de las asociaciones de naciones que están hoy a la orden del día (Isaías 54:15).
Para guardar el hilo conductor en estas palabras proféticas, no olvidemos que ellas conciernen algunas veces al pueblo rebelde y apóstata en su conjunto (v. 11, 14-15, 19 y sig.) otras al remanente fiel al cual el Espíritu se dirige aquí.
La cita del versículo 18 en Hebreos 2:13 (“He aquí, yo y los hijos que me dio Dios”) nos permite ver en el profeta y sus hijos (cap. 7:3; 8:1) a Cristo presentándose ante Dios con sus “discípulos”. No se avergüenza de reconocerlos y “llamarlos hermanos” (véase Juan 17:6; 20:17: “Jesús le dijo:… Vé a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"