El infortunio de Job –quien se ve corporalmente arruinado, torturado en su alma y puesto frente a un Dios cuyo silencio le llena de espanto– puede ayudar a los que como él pasan por el desaliento y no entienden la finalidad de su prueba. Como le ocurrió a él al final del libro, solo conocerán el sentido de la prueba mediante un acto de fe. Job dirige el final de su discurso, ya no a Elifaz, sino a Jehová. Esboza un cuadro de la lastimosa condición del hombre en la tierra. Trabajo, suspiros, decepción, miseria, agitación, amargura, angustia, disgusto, vanidad, son las expresiones que él emplea y que resumen demasiado bien la experiencia humana. Pero la palabra clave todavía no había sido pronunciada, la que es, se lo reconozca o no, la primera causa de las desgracias del hombre. Finalmente Job exclama: “He pecado” (v. 20). Pero agrega: “¿Qué puedo hacerte?”, como si el pecado no fuese más que esto: una fuente de miseria para el hombre, en tanto que es primeramente y sobre todo una ofensa hecha a Dios.
De una manera general, Dios se esfuerza por producir, en alguien a quien prueba, toda esa ilación de pensamiento: comprobación de su infortunado estado, convicción de pecado y confesión a Dios.
El Salmo 8 da la gloriosa respuesta a la desesperada pregunta de los versículos 17 y 18, pues presenta a Cristo, el Hijo del Hombre, el último Adán (1 Corintios 15:22, 45).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"