Muchos problemas –sencillos en sí mismos– se vuelven complicados para nosotros porque no hay en nuestros corazones una verdadera santidad, una auténtica separación interior para el Señor. No cabe la menor duda que el casamiento cristiano es uno de ellos, y hemos de confesar que, en varios casos, ciertas consideraciones personales tuvieron más peso que la gloria del Señor y la prosperidad del testimonio confiado a la Asamblea, cuerpo de Cristo.
Me dirijo aquí a nuestros jóvenes amigos creyentes, los cuales, en su momento, tendrán el propósito de fundar un hogar cristiano; también me dirijo a todos los padres cristianos, pues tenemos mucha responsabilidad en cuanto a la conducta de nuestros hijos. Enseñándoles con mayor fidelidad lo que Dios desea, no habría tantos motivos de tristeza en nuestros hogares.
A menudo somos los mismos padres quienes nos detenemos en consideraciones de orden social o material. Algunos desean para sus hijos condiciones de vida fáciles, un matrimonio «ventajoso», olvidando que lo que conviene buscar, ANTE TODO, es la prosperidad espiritual, la cual no puede conseguirse fuera de la obediencia a la Palabra de Dios. El enemigo de las almas, siempre activo, redobla sus esfuerzos para perjudicar al testimonio. Los matrimonios que no se efectúan “en el Señor” son una de las artimañas que emplea para debilitarlo.
Ningún creyente debería pensar en contraer matrimonio antes de haber preparado sus “labores fuera” y haberlas dispuesto en sus “campos” (Proverbios 24:27); es decir, antes de hallarse en condiciones para establecer y mantener su hogar. Si es necesario esperar algún tiempo, ¿no es Dios mismo quien lo permite, en su infinita sabiduría? Muchos se acarrean inexplicables dificultades por haber descuidado el divino mandamiento: “Prepara tus labores fuera, y disponlas en tus campos, y DESPUÉS edificarás tu casa”.
¡Edificar su casa! ¡Que circunstancia más solemne y cargada de consecuencias para toda la vida! El creyente debe orar fervientemente para ser guiado por el Único que sabe cuanto precisamos: “la mujer prudente” (Proverbios 19:14). ¡Que provecho y bendición para el cristiano, si sabe llevar a cabo una completa dependencia de Dios, para recibir de Él la esposa que le ha destinado y que ha de ser su “ayuda idónea”!
Por su parte la joven creyente esperará, con el recato que conviene, que Dios le conceda, si es Su voluntad, aquel creyente que será su esposo. Tal vez el Señor tiene para ella un camino más excelente, en el cual podrá servirle más de lleno. “La doncella tiene cuidado de las cosas del Señor, para ser santa así en cuerpo como en espíritu” (1 Corintios 7:34). Lo esencial, lo más importante para nosotros en esta vida, no es casarse o no casarse, sino servir al Maestro en la posición en la cual nos ha colocado.
Con demasiada frecuencia somos propensos a afirmar –para justificar nuestra conducta– que hemos sido dirigidos por Dios. Pero debemos desconfiar de nuestros corazones y del adversario. Dios no puede guiarnos cuando seguimos un camino que Su Palabra condena. ¿Podría Dios incitar a uno de sus hijos a casarse con un incrédulo? ¡Por cierto que no, pues constituye una desobediencia formal y un pensamiento que ni siquiera debería ocurrírsele a un redimido!
No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?
(2 Corintios 6:14-15).
Los redimidos son “hijos de luz”, “hijos del día”, mientras que el incrédulo es “de la noche”, “de las tinieblas” (1 Tesalonicenses 5:5). ¿Qué comunión puede existir entre el uno y el otro?
Pero a este respecto parece que la responsabilidad de los hermanos en comunión a la mesa del Señor es algo mayor, por eso nos dirigimos a ellos de modo especial. Hemos decidido seguir a Cristo en todo y a pesar de todo, yendo hasta salir “fuera del campamento” de la cristiandad, congregándonos sobre el antiguo fundamento –nuevamente hallado– de la unidad del cuerpo de Cristo, y así por gracia hemos venido a integrar lo que la Palabra llama “el testimonio de nuestro Señor”. Lejos de enorgullecernos de esto, si somos espiritualmente ejercitados, si apreciamos el testimonio en su justo valor, si verdaderamente amamos a Aquel que reconocemos como nuestro Señor, comprendemos fácilmente que solo un matrimonio con un creyente que ha entendido y comparte los mismos privilegios nos permitirá andar en plena comunión mutua para gloria del Señor y, cuando es el caso, de fundar un hogar feliz. Se trata, para nosotros, de no abandonar el precioso terreno divino en el cual hemos sido colocados por la gracia del Señor.
Los once primeros versículos del capítulo 27 de Números nos hablan del ardiente deseo que tenían las hijas de Zelofehad de conservar la heredad de su padre. Se ha escrito que «no pertenecían a la generación de aquellos que están siempre prontos a abandonar el terreno divino y a renunciar a los privilegios concedidos por la gracia divina. Estaban decididas –por gracia– a sentar el pie de la fe sobre el terreno más elevado; y con decisión santa y firme a tomar posesión de lo que Dios les había dado» (“Estudios sobre el Libro de Números”, por C.H.M. Cap. 27; recomendamos encarecidamente su lectura). Es un ejemplo rico en enseñanzas. El Señor nos dé el santo deseo de conservar así nuestros privilegios, para Su gloria y el provecho de los hogares cristianos que formemos. Notemos también que, obrando así, las hijas de Zelofehad obedecían un mandamiento de Jehová (Números 36:6 y 10-12).
El matrimonio es un solo camino para dos seres:
¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?
(Amós 3:3).
Es cierto que solo el matrimonio entre dos creyentes es según el designio de Dios. Mas para que la armonía sea perfecta entre los cónyuges, precisarán reconocer que Jesús no solo es su Salvador, sino también el Señor de ellos. ¿No es en el testimonio colectivo, en la cena y a la mesa del Señor, donde Sus derechos son así plenamente reconocidos y acatados? ¿Cómo subsistirá la unidad espiritual de la familia donde los esposos tienen ideas distintas acerca de lo que es de capital importancia, de lo que más aprecia el Señor en esta tierra? ¿Qué actitud adoptarán frente a sus hijos? La armonía no será completa hasta que ambos hayan comprendido que su sitio está en “el testimonio de nuestro Señor”, respondiendo con gratitud al anhelo de Su corazón: “Haced esto en memoria de mí”.
Esta exhortación va, pues, dirigida al corazón de los hermanos y hermanas en comunión a la mesa del Señor. Por cierto, hemos de tener mucho cuidado sobre el peligro de querer colocar a las almas bajo una supuesta nueva ley. Mas, por otra parte, no conviene olvidarnos de los derechos del Señor, pensando que corremos el riesgo de desvirtuar y debilitar el testimonio, perjudicando al cuerpo de Cristo, si emprendemos un camino donde no podemos tener Su plena aprobación.
Es un pensamiento que debe ejercitarnos profundamente, si amamos al Señor y tenemos interés en su testimonio.
¡Que Él lo encamine todo para Su gloria!