El cristiano debe manifestar su fe en el seno de su familia, en la iglesia y en el mundo que nos rodea. Pero, por otro lado, también es de suma importancia el testimonio dado por su familia, por todos los miembros de la casa, de la cual él es el jefe o cabeza. Sus deberes y responsabilidad a este respecto son muy importantes. A través de numerosos ejemplos la Palabra nos muestra el estrecho vínculo que Dios ha establecido entre la familia y su jefe, tanto en las bendiciones que le otorga como en las pruebas que permite para ella. La fe y la piedad, aun del menor de sus miembros, pueden ser la fuente de inmensas bendiciones que se extienden a toda la casa.
¡Qué institución divina más preciosa es la familia, incluyendo también a los que prestan sus servicios en ella! Dichosa la familia en la cual los principios divinos, el amor, la consideración mutua, la abnegación y la obediencia reinan en los corazones y esparcen su benéfica influencia a su alrededor.
En los ejemplos que nos da, la Palabra destaca la gran influencia que la cabeza de familia ejerce sobre ésta, la responsabilidad del mismo, y también el interés que Dios, quien la formó, tiene por ella.
Tal era el caso del centurión Cornelio (Hechos 10),
Piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre (v. 2).
El Señor envió hacia él al apóstol Pedro, después de haberle demostrado que “Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (10:34). Vemos, pues, que a causa de su piedad, Cornelio vino a ser, con su familia, las primicias de la participación de las naciones —o sea de los gentiles— en el Evangelio.
Dios ha dividido al mundo en naciones y éstas en familias. Ha establecido autoridades sobre las naciones, dándoles poder sobre ellas. Las familias también tienen sus jefes, cuyo deber es gobernar bien en sus casas y criar a sus hijos “en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4).
Las cabezas de familia, los padres y las madres, todos deseamos el bienestar material y espiritual de nuestros hijos. Ambos puntos de vista son de mucha importancia en la vida, pero ¿no hemos de confesar que muchas veces nos preocupa más el lado material en perjuicio del estado espiritual? Amados hermanos, primero debemos ser ejemplo para nuestros hijos en nuestro diario comportamiento, por nuestra fidelidad al Señor hasta en los mínimos detalles: este ejemplo será, sin duda, la mejor lección que les podremos dar. Acordémonos continuamente de ellos en nuestras oraciones. La actitud de Job para con sus hijos nos brinda un ejemplo muy digno de atención: desde el amanecer, ellos ocupaban sus pensamientos. En su prosperidad material, hacían numerosos banquetes: “Job enviaba por ellos, y los santificaba; y por las mañanas madrugando, ofrecía holocaustos conforme al número de todos ellos; porque decía Job: Quizá hayan pecado mis hijos, y renegado de Dios en sus corazones. De esta manera hacía Job todos los días” (Job 1:5, V. M.).
En la proximidad de su agonía en las sombras de Getsemaní, el Señor oró al Padre acerca de sus discípulos, diciendo: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:14). Es una bendita verdad, pero ¿cómo lo manifestamos, hermanos, mayormente en la educación de nuestros hijos? Deseamos que ellos alcancen una posición elevada y considerada por sus conocimientos, su ciencia y su actividad. Si Dios les concede el poder prosperar, ser útiles y aliviar algunas necesidades de sus semejantes, estémosle agradecidos por ello, pero pidámosle sin cesar que los guarde humildes para que sirvan de corazón y no buscando sacar algún provecho. Que no dejen escapar las oportunidades de manifestar, tanto en sus palabras como en sus hechos, que son hijos de Dios; que no olviden las numerosas exhortaciones del Señor, las cuales nos muestran cuanto desaprueba a los que se afanan para lograr una posición elevada o buscan enriquecerse: “Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (Lucas 14:11).
Porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores
(1 Timoteo 6:10).
En su actual estado de ruina espiritual, la cristiandad profesante puede, sin duda, compararse con el pueblo de Israel en los últimos tiempos de Josué. Los israelitas, en efecto, se gloriaban de ser el pueblo de Dios, pero en sus corazones se alejaban de él; pretendían servirle, esto es, rendirle culto y la debida honra, pero adoraban a ídolos de madera y piedra. Para nosotros hoy día existe el peligro de imitarlos, siendo atraídos por aquello que no es según el designio de Dios, peligro que denuncia el apóstol Juan al final de su primera epístola, al exhortarnos: “Hijitos, guardaos de los ídolos”.
Aquel estado del pueblo de Israel refleja, por cierto, el de la cristiandad actual en estos últimos días. Hablando de los que la componen, la Palabra de Dios declara que, entre ellos, muchos serán “amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella” (2 Timoteo 3:5). Como los israelitas de aquel entonces, “profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan” (Tito 1:16).
Al pueblo rebelde, Josué dio una solemne advertencia declarándole: “Escogeos hoy a quién sirváis... pero yo y MI CASA serviremos a Jehová” (Josué 24:15).
¡Concédanos el Señor tener –a semejanza de Josué– el firme deseo de rendirle un fiel testimonio en este mundo, individualmente y con nuestras familias! Meditemos también el ejemplo de Estéfanas y su casa, de quienes el apóstol Pablo podía escribir:
Ya sabéis que la familia de Estéfanas es las primicias de Acaya, y que ellos se han dedicado al servicio de los santos
(1 Corintios 16:15).