La Santa Escritura no es solo la Revelación escrita de Dios: es también un milagro.
Imaginémonos que de los más diversos lugares se hayan traído pedacitos de vidrio de diferentes colores, los cuales, reunidos, formen un conjunto armonioso. Seguramente diremos que algún artista los ordenó para conseguir una hermosa vidriera.
Imaginémonos también que diferentes hombres nos traigan de diversos países trozos de mármol de distintas formas, y que colocados los unos sobre los otros formen una estatua perfecta. Por supuesto que deduciremos que algún escultor encargó a cada uno de estos hombres parte de su obra y que cada obrero trabajó según su propia capacidad, pero siguiendo fielmente el pensamiento del escultor.
Ahora bien, la Biblia se compone de 66 libros, escritos en el transcurso de 1.600 años. Hombres de diversas capacidades y talentos han participado en este trabajo. Si los consideramos en conjunto vemos que entre ellos explican las aparentes contradicciones y se completan en sus dificultades, dando un solo y mismo cuadro animado por el mismo Espíritu.
Ciertamente no todos se dan cuenta de eso. Hay que tener inteligencia para reunir los pedacitos de vidrio y hacer un todo de los diferentes bloques de mármol. Así ocurre con la Palabra de Dios, inspirada y reunida por el solo Espíritu. Únicamente aquel que posee este Espíritu puede comprender Su obra. Así como la vidriera policromada y la estatua estaban formadas, según el dibujo previamente realizado por el artista, antes de entregar las diferentes partes a los obreros, Dios también tenía un plan antes de que se escribiese la primera letra de su Palabra. Por eso el apóstol Pedro dice: “Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada... sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:20-21). No se puede explicar fielmente una parte de la misma separándola del conjunto; es un todo que no se puede dividir.
Solamente teniendo el conjunto de la Revelación se puede comprender el designio del Espíritu. De allí la necesidad que tenían los profetas de inquirir y buscar diligentemente (1 Pedro 1:10-11), antes de que la revelación fuese completa, cuando uno se apoyaba sobre la revelación verbal o escrita ya existente. De ahí también la imposibilidad de ir buscando en la Escritura las palabras de Dios y de rechazar las demás. La Palabra es una.
El canon (es decir, el catálogo de los libros sagrados) de la Escritura no depende, en modo alguno, de la decisión de un Sínodo o Concilio, como las partes que componen una planta tampoco dependen del profesor de botánica que las clasifica y marca con números. Usted no necesita mantener las partes de dicha planta juntas, ellas se unen por sí solas. Como el hierro se une al imán, así se enlazan las partes de las Sagradas Escrituras al acercarlas.
La Sagrada Escritura es viva. El hombre no puede añadirle ni quitarle nada. Si no reconoce este hecho, será para su propio perjuicio, pero esto no cambiará ni quitará nada a la Palabra.
Por eso no es necesario que la interpretación de la Biblia esté fijada según las normas dictadas por algún Sínodo o Concilio, incluso si tuvieran la responsabilidad de mantener intacto lo que Dios les haya confiado. Dios llama a sus hijos a que lean individualmente Su Palabra, y quienes así se dejan guiar por el Espíritu de Dios siempre son llevados a lo que era desde el principio: el propósito del Espíritu Santo. Ciertamente Dios ha dado a la Asamblea pastores y maestros que la instruyen en lo que encontraron para su propio provecho espiritual, los cuales tienen así un llamamiento y una responsabilidad particulares, pero no es el asunto que deseamos tratar aquí.
La Biblia es verdaderamente un milagro. Desde que existe el mundo, muchos libros han sido escritos por historiadores, poetas, etc. Entre todos estos libros hay algunos, como las obras de Homero, que llegaron a ser modelos insuperables de literatura. Todas esas obras antiguas de Homero o Platón, entre los griegos, de Virgilio u Horacio, entre los romanos, y de Shakespeare, Goethe o Cervantes, entre los modernos, todos aquellos «monumentos literarios», por hermosos que sean, ¿dónde están, qué hacen? Se encuentran en las bibliotecas de sabios y de gente culta; educan el gusto, ejercitan la reflexión, elevan los sentimientos de una minoría que los pueden leer y comprender, pero nunca han dado la paz a ningún alma, y para la mayoría de los hombres siguen siendo incomprensibles.
Consideremos ahora la Biblia: se empezó antes de que los griegos pensasen en escribir libros; 1.600 años transcurrieron entre su principio y su fin. Reyes, sacerdotes, escribas, doctores, poetas, pastores, pescadores y publicanos trabajaron en ella; éstos no se conocían entre sí ni podían ponerse de acuerdo; los idiomas en que escribieron son ahora lenguas muertas y no se hablan en ningún sitio; pero incluso los niños disfrutan leyendo la Biblia, y los sabios la respetan. Grandes pensadores, como Newton, confesaban no poder agotarla, ni escudriñarla; almas sencillas encuentran refrigerio meditándola. Civilizados o no, los pueblos se inclinan ante su poder espiritual, y dondequiera que penetre, mejora el estado moral del ambiente. Reyes y emperadores se opusieron a ella; pero desaparecieron, mas la Biblia permanece; en eso se cumple lo dicho por el profeta Isaías: “Sécase la hierba, marchítase la flor; mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre” (Isaías 40:8; 1 Pedro 1:24-25). Es el único libro que ha sido traducido a la mayor parte de los idiomas conocidos, y el número de sus ejemplares excede, quizás, el de todos los demás libros juntos. El mundo la quiere ignorar, sin embargo, ella domina el mundo de norte a sur, y de este a oeste. Aquel que desconoce la Palabra de Dios, por muy culto que sea, no será más que un ignorante si le hablan de cosas morales o espirituales; hasta un joven buen conocedor de la Biblia podría confundirle. La crítica moderna ataca y carcome la Biblia con el fin de no dejarle ni un solo libro entero; pero las Sagradas Escrituras siguen siendo el libro que dirige e ilumina a millones de familias, las cuales incluso ignoran qué es la crítica moderna.
Y lo más importante aún es que la Biblia ha logrado lo que no pudo alcanzar ningún otro libro: ha dado, durante los siglos de su existencia, tranquilidad de la conciencia, paz al alma redimida, y ha sido el alimento espiritual de multitudes de personas de edad y posición social muy distintas. Las Escrituras siguen haciendo lo que ningún otro libro puede hacer: dar felicidad a los hombres en el mundo entero, de tal modo que puedan vivir y morir felices, e incluso, de ser necesario, padecer el martirio. La Biblia pudo realizar estas cosas, y un libro que tiene semejante poder es verdaderamente un milagro.
Podríamos citar los testimonios de escritores incrédulos famosos: Rousseau, Diderot, etc. Enemigos o amigos, todos reconocen que la Biblia es un milagro, que hizo y sigue haciendo milagros. ¿Acaso hubiera sido posible si la critica hubiese logrado demostrar que no podemos fiarnos de la autoridad de las Escrituras?
Si la Biblia fuera un libro como los demás, no podríamos apoyarnos en ninguna de sus palabras, no podríamos oponernos al enemigo, diciéndole: “Escrito está”; esas mismas palabras no significarían paz para nuestras almas, certidumbre en cuanto a la muerte redentora, la resurrección y ascensión de Cristo; la doctrina de la justificación por gracia sería letra muerta para nosotros.
Pero un hecho se opone a esta suposición: ¡la Biblia es un milagro! Hoy más que nunca la Santa Escritura es atacada, tiene enemigos de toda clase, hasta en el campo de los que profesan ser sus amigos. Satanás quiere quitar la Palabra para aniquilar su autoridad. Pero, gracias a Dios, los pecadores convertidos por ella son más numerosos que nunca, los fieles la guardan, las profecías que contiene son confirmadas.
Un libro con este poder, ¿no sería un milagro? El apóstol dice:
La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta
(Hebreos 4:12-13).
En estos versículos el apóstol pasa de la Palabra de Dios a Dios mismo: “La Palabra de Dios es viva… todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta”. Vemos, pues, que la Palabra es una con Dios, se personifica en él; por eso siempre lleva a la presencia de Dios.
Amado lector, si todavía no ha hallado la paz con Dios, su Palabra, que es un milagro, puede darle lo que ningún otro libro puede ofrecerle: la salvación eterna, la paz, la esperanza. ¡No la desprecie!
Y nosotros, amados hermanos y hermanas, dejemos que la Palabra escudriñe nuestros corazones, dejémonos guiar por ella para que en verdad sea “lumbrera” en nuestro camino. Leámosla con oración e inclinémonos ante su santa autoridad, pues ella es lo que pretende ser: ¡la misma Palabra de Dios!