La responsabilidad del cristiano

Un cristiano es una persona que ha sido sacada, por la gracia y el poder de Dios, de la antigua condición y estado en que se encontraba como descendiente del primer hombre, y puesto en una posición enteramente nueva en Cristo, el segundo Hombre, el último Adán. En la epístola a los Efesios leemos lo siguiente: “Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo... y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:5-6). Aquí, pues, tenemos indicada nuestra posición delante de Dios, a saber: “aceptos en el Amado” (Efesios 1:6). Ahora esta posición es tan completamente nuestra como lo será después, porque no es posible añadir ni quitar nada del valor, de la muerte y de la perfección de Cristo a la vista de Dios; y esto es la medida de nuestra aceptación.

Antes de continuar nuestra tarea vemos de qué manera se ha efectuado esta maravillosa liberación de la condición antigua y de sus consecuencias, y también por qué medio hemos entrado en la nueva condición con todas las bendiciones que la acompañan.

La Palabra de Dios revela el hecho de que el hombre, como hombre, es un pecador muerto en delitos y pecados: sin fuerza, enemigo de Dios, sin esperanza y sin Dios (Efesios 2:1-12; Romanos 5:6; Colosenses 1:21). Hallándose, pues, en tal condición y cuando el hombre no tenía la habilidad ni el deseo de volverse a Dios, Dios vino al hombre en la persona de su Hijo, cuya presencia en este mundo, a pesar de estar “lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14), solo sirvió para confirmar plenamente el hecho del alejamiento total del hombre respecto a Dios, así como su enemistad contra Él. La cruz fue la respuesta del hombre a la manifestación del más perfecto amor y de la suma gracia de Dios, y así, mientras en ella vemos la separación total entre el hombre y Dios, al mismo tiempo por ella nos han sido manifestados los infinitos recursos de la gracia que Dios tenía en su corazón, porque allí Dios lo hizo pecado por nosotros. “Al que no conoció pecado (Cristo), por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21). Él fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”, y allí, siendo “entregado por nuestras transgresiones (a saber, por todo lo malo que habíamos hecho), y resucitado para nuestra justificación”, “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”, “habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados”; de manera que siendo justificados por la fe, “tenemos paz para con Dios” (Filipenses 2:8; Romanos 4:25; 1 Pedro 2:24; Hebreos 1:3; Romanos 5:1; 1 Juan 2:2).

Pero todavía hay más: Dios “lo hizo pecado” por nosotros (2 Corintios 5:21), y siendo así hecho pecado por nosotros, fue desamparado por Él (Mateo 27:46). Esto es mucho más que la purgación de los pecados. Dios trató, pues, en la cruz con la raíz y la fuente del mal; el pecado en la carne fue condenado y juzgado en la persona de el que es nuestro sustituto; de modo que teniendo nosotros parte en Su muerte, no tan solamente somos perdonados, sino también libertados de nuestro antiguo estado y condición en Adán. Hemos sido “crucificados con Cristo” (Gálatas 2:20), y habiendo sido tratados de esta manera, Dios nos resucitó y asimismo nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús, en vida de resurrección (Efesios 2:6). Así es que él mismo es nuestro título irrevocable a todo lo que el corazón de Dios ha dispuesto darnos, mientras el Espíritu Santo, que ha enviado y que mora en nosotros, nos da la seguridad de ese título, siendo el mismo Espíritu Santo la prenda o “las arras de nuestra herencia” (Efesios 1:13-14), e igualmente el poder y la fuerza de la nueva vida y de nuestra conducta durante nuestra permanencia en este mundo.

Así, pues, somos perdonados y libertados, y caminamos hacia la gloria, la misma gloria que el Padre ha dado al Hijo y que él nos ha dado a nosotros (Juan 17:22). Nosotros que no tuvimos parte en la obra por la cual Dios ha sido glorificado perfectamente, y la redención efectuada, somos destinados a compartir la gloria del Hijo por quien fue consumada; y para este fin somos predestinados para ser “hechos conformes a la imagen de su Hijo”. 

Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es
(Romanos 8:29; 1 Juan 3:2). 

¡Qué gracia tan asombrosa es esta que puede echar mano de cosas tan viles para manifestar en ellas su gloria! Maravillosa es también la Persona y la obra de Aquel que ha hecho posible que Dios “sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26), y aún más: el que glorifica a los que creen en Jesús (Romanos 8:30).

Ya hemos visto como hemos sido predestinados para ser “hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29). Siendo ahora “aceptos en el Amado”, herederos de Dios y coherederos con Cristo, nuestras asociaciones vivientes son ahora en el cielo. Aunque todavía no estamos allí, como hijos de Dios aguardamos nuestra manifestación; pero sabemos que “cuando él se manifieste, seremos semejantes a él” (1 Juan 3:2). Todo esto excluye cualquier pensamiento de que podamos llegar a ser perfectos aquí; sin embargo, el “que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él (Cristo) es puro” (1 Juan 3:3). Al mismo tiempo, el fin que tenemos ante nosotros se halla fuera del círculo de este mundo, por eso Pablo, que lo comprendía bien, dice: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:12-14).

Así, pues, cuando hayamos sido hechos conformes a la imagen de su Hijo, Dios podrá manifestarnos y seguramente así lo hará; pero no antes, porque hasta entonces no seremos en un todo la verdadera expresión de Cristo. “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:4). El mismo Señor dice: “He sido glorificado en ellos”. Juan también dice que “seremos semejantes a él”, y Pablo afirma: “Cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron” (2 Tesalonicenses 1:10). Por lo tanto, siendo entonces introducidos en esferas de redención en compañía del Amado del cielo, participando de su gloria y sabiendo que somos amados por el Padre como él lo es (lo cual es cierto también ahora), Cristo será manifestado en nosotros. En toda la gloriosa felicidad y perfección de aquella escena, jamás seremos independientes en sentido alguno de Aquel “que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros”, ni para nuestro eterno placer y tampoco para lo que nos hace aptos para el cielo. ¡Bendito pensamiento, en verdad, y bendita esperanza para nosotros en medio de nuestras faltas! Vendrá el día cuando no solamente le veremos a él, sino que también “su nombre estará” en nuestras frentes (Apocalipsis 22:4). Pero entretanto estamos en estos cuerpos esperando todo esto, así como el cumplimiento de todos los designios de Dios, a excepción de la obra de redención que ya está consumada y sobre la cual todo está fundado.

Por medio de la obra consumada por Cristo en la cruz, hemos sido hechos “aptos para participar de la herencia de los santos en luz”, y también “librados de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:12-13). Fuimos “reconciliados con Dios” (Romanos 5:10). Sin embargo, todavía estamos en estos cuerpos de nuestra bajeza, en los cuales aún existe el pecado; pero aunque esto es cierto, nunca debemos permitir que obre. Aún no somos LO QUE seremos, “hechos semejantes a la imagen de su Hijo”; ni tampoco estamos DONDE estaremos, en el cielo; pero estamos en el mundo, rodeados de todo aquello que “no proviene del Padre” (1 Juan 2:16). ¿Cuál es, pues, en vista de nuestra nueva posición, nuestra responsabilidad mientras nos hallamos aquí? Debemos andar como Cristo anduvo (1 Juan 2:16), INDEPENDIENTES del mundo; ENTERAMENTE DEPENDIENTES DE DIOS; correspondiendo a nuestra posición, andando “como es digno del Señor, agradándole en todo” (Colosenses 1:10); y delante del mundo atestiguando por Cristo, como él atestiguó por Dios el Padre: Él pudo decir: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).

Para nosotros el vivir debe ser Cristo (Filipenses 1:21). Debemos mostrar a Cristo, y para esto es importante que comprendamos bien que en NOSOTROS MISMOS no hay cosa buena que cultivar. Desde el momento en que lo intentemos, ya no mostraremos a Cristo, sino a nosotros mismos. Esto no quiere decir que un cristiano no debe ser amable y todo lo demás; pero todo lo que manifieste debe ser fruto del Espíritu que mora en él, es decir, un resultado, la manifestación de la vida que ha recibido; de modo que sea la expresión, a todos los que están a su alrededor, de la vida que es de Jesús y no de él mismo. Con este fin se nos exhorta: “llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús”, lo cual es lo opuesto a cultivar lo aparentemente bueno en nosotros, supuesto que es la aplicación de la cruz a todo lo que es de nosotros mismos. “Tenemos este tesoro en vasos de barro” (2 Corintios 4:7-17), para manifestar la alteza del poder de Dios y no del vaso. Por consiguiente, cuanto más débil sea el vaso, tanto mejor será la manifestación del poder; cuanto más fino o delgado sea el farol, mayor será el resplandor de la luz que encierra; y de esta manera llegamos a ser exhibidores, no de la amabilidad natural, sino de Cristo; y la vida de Cristo es manifestada en nuestros cuerpos (2 Corintios 4:10).

Hay otra cosa que debemos aprender, y es la gracia que puede ayudarnos y que en efecto nos ayuda en esa vía después de que nuestra propia voluntad haya sido quebrantada o domada. El apóstol dice: “Nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (2 Corintios 4:11). Esto, sin duda, hacía referencia primeramente a él mismo, como siervo que era del Señor, realizando a su alrededor lo que era la muerte, para que la vida fuese manifestada y que esta obrase en los corintios por conducto de él. Pero hay un principio de la gracia divina en esto que tiene su aplicación más allá del caso especial de Pablo, y es que Dios nos ayuda a manifestar a Cristo entregándonos a muerte en una forma u otra, sea por la aflicción, los trabajos, las dificultades y demás cosas, para que la vida de Jesús se manifieste en la carne mortal. Así realizamos, con Pablo, lo que es la muerte. 

Ahora debemos preguntarnos a nosotros mismos: ¿Nos ocupamos de esto con seriedad? ¿Acaso nos prestamos con buena voluntad para que Dios cumpla todos sus designios en nosotros en conexión con su muy amado Hijo? ¿Nos hallamos tan ocupados y llenos de él mismo mirando sin VELO la galería que en nosotros mismos, digámoslo así, sentencia de muerte todo lo que no tiene relación con Cristo? ¿Acaso procuramos comprender más y más la inmensidad de la gracia que nos ha predestinado para ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo, de modo que en un sentido moral buscamos borrar la imagen de lo que es terrenal, mortificándolo, en otras palabras, dominando la carne? 

Estas preguntas son muy serias y deben recibir una respuesta real, verdadera y afirmativa de cada uno de nosotros, antes de que esperemos ocupar el verdadero lugar que nos ha sido dado aquí, como representantes o exponentes de Cristo ausente y rechazado.