A sus redimidos les es bien conocida la persona maravillosa del Señor de gloria, su Salvador y redentor. El buen Pastor dijo: “Conozco mis ovejas, y las mías me conocen” (Juan 10:14). Sin embargo, Jesús también dijo:
Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar
(Mateo 11:27).
Hay un gran misterio en la persona del Hijo. Por eso Jesús dijo: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre”. Tal como figura en el texto original griego, en este pasaje conocer quiere decir «conocer a fondo», «conocer por completo». Solo el Padre conoce así al Hijo. En la persona del Hijo se hallan, en efecto, las dos naturalezas: la divina y la humana. Se hallan juntas en la persona del Hijo esas dos naturalezas, la divina y la humana, según un secreto que en su propia autoridad y ternura, en su propio amor, ha reservado el mismo Padre.
A los creyentes, eso tan maravilloso les ha sido dado a conocer. Es una verdad revelada únicamente a ellos. Pero la inteligencia natural de ellos mismos no puede sondearla ni comprenderla. Solo pueden recibirla por la fe; y cuando la reciben por fe, de ello emana el gozo, la alabanza y la adoración.
El Señor Jesús es Hijo de Dios de ambas maneras.
Primeramente, ES HIJO DE DIOS COMO ES DIOS: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios... Y aquel Verbo fue hecho carne... y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre” (Juan 1:1 y 14). En él “Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16).
También ES HIJO DE DIOS EN SU SANTA HUMANIDAD. Pues escrito está: “El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35).
Ya en el Antiguo Testamento leemos: “Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: “Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy” (Salmo 2:7). Este pasaje vuelve a aparecer en el Nuevo Testamento: “Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy” (Hebreos 1:5).
De Dios Hijo eternal, nuestro Señor Jesucristo también es Hijo de Dios, bien se puede decir, en su santa humanidad.
En el Nuevo Testamento Pablo dice: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:5-11).
¿Cómo se hizo hombre el Señor Jesucristo, sin dejar de ser Dios? Algunos ejemplos lo aclaran muy bien.
Consideremos a un poderoso monarca ataviado de suntuosos y magníficos vestidos, con las insignias de su condición y dignidad, en medio de las riquezas y de la fastuosidad de su corte. Y he aquí ahora que el citado monarca se quita los espléndidos vestidos y se cubre de pobres y humildes vestidos, para visitar y socorrer a los menesterosos y desheredados de cualquier barrio bajo. Por más que aparezca vestido como un pobre, conserva en sí mismo lo que es: el grande y poderoso monarca. El cuadro, digámoslo así, cambia por completo, pero la persona es la misma. Eso mismo hizo nuestro Señor Jesucristo. La Palabra de Dios dice: “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9).
Otro ejemplo clarísimo es el de la joya. Imaginemos una joya de valor, belleza y esplendor sin igual; dicha joya está puesta en un suntuoso joyero, en un joyero conforme a su belleza y mérito. Si uno la toma y la pone en una humilde cajita de cartón, la presentación ya no es la misma; pero la joya en cuestión seguirá siendo la misma, no cambia.
Así también el Señor Jesucristo. Fue hecho hombre sin dejar de ser Dios. Una vez se hizo hombre, lo será para siempre, a la vez que es Dios.
El Señor de gloria se hizo hombre por tres motivos importantes. Primero, como hombre santo y perfecto, empezó otra vez, para gloria de Dios, la pobre y triste historia del hombre en la tierra. El segundo hombre, postrer Adán, que es del cielo, no hizo como el primer Adán (1 Corintios 15:45 y 47). Acerca de él está escrito: “Has abierto mis oídos” (Salmo 40:6). “Me preparaste cuerpo” (Hebreos 10:5). “Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia” (Hebreos 5:8). Ahora bien, la obediencia es la perfección del hombre ante Dios.
En segundo lugar, fue hecho hombre para cumplir, conforme a la voluntad de Dios (Salmo 40:8; Hebreos 10:9), la grandiosa obra de la redención en la cruz. Este es el motivo más importante de su maravillosa encarnación. “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15). Se hizo “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). En la cruz representó a Dios ante los hombres, y a los hombres ante Dios.
En tercer lugar, además de ser hombre para siempre, es nuestro Sumo Sacerdote en el santuario celeste por nosotros. “Debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere” (Hebreos 2:17).
La gloria moral del Señor Jesucristo brilla sobremanera en su santa humanidad. Dicha humanidad, siempre desde su encarnación, permanece unida a su divinidad. Grande y magnífica, admirable y maravillosa, es la persona del Hijo. Es el resplandor de la gloria de Dios; es la misma imagen de su sustancia (Hebreos 1:3). Tiene la preeminencia en la vieja creación y también en la nueva creación de Dios (Colosenses 1:16 y 18). “En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”, es decir, toda la plenitud de la divinidad (Colosenses 1:19; 2:9). Y “de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Juan 1:16).
“Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20).
Queridos hermanos, ¡miremos al Señor en toda la integridad de su Ser!