La oración es la expresión de las necesidades y de los anhelos del alma; la alabanza y la adoración son el reflejo de su plenitud o completa satisfacción. Pero la COMUNIÓN es el compendio de ambas, es mucho más sublime y elevada. La comunión con Él es el mayor privilegio que el Creador puede conceder a su criatura. Un ángel sirve y alaba, pero no conoce la comunión. Ella nos eleva hasta Dios mismo, no para servirle o rendirle culto a distancia, sino para oír su voz, experimentar su poder, y para tener con Él una relación de Padre a hijo.
La oración tiene su límite, pero la comunión no; esta puede ser continua: es una bendición y un privilegio eterno que nos es concedido. Nuestra comunión es con el Padre y con el Hijo, en el Espíritu.
Tener comunión es tener o poseer algo en común con otra persona; no significa que uno da y otro recibe, sino que ambos dan y reciben; tampoco quiere decir que uno habla y el otro escucha, sino que uno y otro hablan y escuchan. Cuando hay comunión entre dos hombres, uno no se considera superior al otro, sino que, sobre aquello que los une, piensan lo mismo, sienten lo mismo, aman lo mismo: esta es la esencia y condición indispensables para que la comunión sea feliz y verdadera.
¡Oh, hecho maravilloso, esta es nuestra situación con respecto a nuestro Señor Jesucristo!
Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo
(1 Juan 1:3).
¿Cómo es posible que yo, vil gusano, pueda tener comunión con Él, con el Rey de los reyes? ¡Un pobre pecador con el Señor de gloria! ¡Un descendiente de Adán con el Hijo de Dios! Sí, esto es una realidad, por sorprendente que ello parezca. Amados hermanos, consideremos este asunto a la luz de la Palabra y veamos las grandes cosas que Dios ha preparado para los que le aman (1 Corintios 2:9); que el Consolador que mora en nosotros las haga penetrar en nuestras almas de tal forma que nos aporten los frutos benditos de una mayor proximidad a Cristo, de una intimidad más estrecha con él en todos nuestros pensamientos, y el goce más constante de su amor.
Para empezar, notemos que Dios nos llama a la comunión de su Hijo, no solo en su gloria, sino también en su humillación y rechazo por los hombres; tengamos bien presente estas dos verdades; en primer lugar: participamos de la gloria del Señor. Pero, ¿quién es Aquel a cuya comunión soy llamado yo, que hasta aquí he sido un pobre y perdido pecador? Verdaderamente sus glorias son innumerables y exceden a cuanto podamos imaginar, ¡escudriñémoslas, hermanos, y exaltaremos la gracia que nos hace partícipes de ellas!
- Él es Hijo del Altísimo. “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12).
- Es heredero de Aquel que posee los cielos y la tierra. “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Romanos 8:17).
- Es sacerdote para con su Dios y Padre. “Nos hizo... sacerdotes para Dios, su Padre” (Apocalipsis 1:6). “Sois... real sacerdocio”, dice el apóstol (1 Pedro 2:9).
- Se levantó vencedor. “Somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:37).
- ¡Resucitó y fue glorificado como hombre! Es el Hijo amado de Dios. “La gloria que me diste, yo les he dado... Los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:22-23).
- Se sentó a la gloria de Dios en los cielos. “Y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:6).
- Fuimos escogidos antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4).
- Fue en él, en “el escogido de Dios” (Lucas 23:35).
- Él es nuestra plenitud. ¡Maravillosa revelación: la Iglesia, los redimidos, también somos su plenitud! (Efesios 1:23).
Pero aún mas: Dios le sentó “a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas” (Efesios 1:20-22). Acaso digamos, al pensar en su elevada condición: ¡no podemos participar de ella, no podemos permanecer en su compañía! ¡Pues sí podemos! La Palabra dice: “Lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia”. El Señor no quiere ocupar tan suprema posición sin nosotros; Dios, en efecto, nos ha llamado a participar de la gloria de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro: somos herederos de Dios, coherederos con Cristo, miembros de su cuerpo, sus compañeros y amigos (Efesios 1:20-22).
¡A qué gloria tan inmensa somos llamados, hermanos! Se encuentra aún más realzada cuando pensamos en la naturaleza de Aquel que a ella nos asocia, y en lo que son sus atributos esenciales e intransferibles, el Príncipe de paz, “el resplandor” de la gloria de Dios, “la imagen misma de su sustancia” (Hebreos 1:3). Se humilló hasta la muerte: “Así que, por cuanto los hijos participaron de sangre y carne, él también participó de lo mismo”, en vez de dejarnos bajo el poder de la muerte (Hebreos 2:14). Cuando la muerte se cernía sobre nosotros, como justo castigo de nuestros pecados, él “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). Cuando, hundidos en un estado de ruina, de pecado y de miseria, mostrábamos un espectáculo de degradación a los ángeles y demonios, Aquel que está en el seno del Padre, la gloria del cielo, se anonadó y fue obediente hasta la muerte, para que nosotros participáramos con él de su trono y su gloria, para hacer de nosotros ciudadanos de los cielos en la casa del Padre. ¡Qué motivo de adoración para nosotros, de cánticos que, en el cielo, se sucederán eternamente para alabanza de la gloria de su gracia!
Pero, ¿nos ha llamado Dios a su comunión para disfrutar solo de su gloria? No, ciertamente. Como hemos dicho, hay otro aspecto que no debemos olvidar: la humillación y el rechazo de Cristo. ¡Sí, los redimidos participamos tanto de sus sufrimientos y aflicciones como de su gozo, de sus tribulaciones como de su triunfo, de su humillación y rechazo como de su gloria, llevando su testimonio en la tierra, gozando en aquel día su compañía en el cielo! Esta comunión es divina.
Puede ocurrir, en los afectos humanos, que dos seres se encuentren íntimamente unidos en la prosperidad, pero que se abandone al afligido en sus dificultades, lo mismo que los discípulos abandonaron al Señor cuando le vieron traicionado. También puede ser que las personas se hallen unidas en una prueba común, pero si una de ellas la supera, no se acuerda más de la otra, lo mismo que el jefe de los coperos se olvidó de José cuando Faraón le restableció en su oficio (Génesis 40:23). Nuestro amado Señor no obra así. Cuando el pecado sobrevino para nuestra ruina, ¿acaso cambió para con nosotros en sus designios de amor? ¿Se olvidó de nosotros? No, por cierto. Al contrario, descendió hasta nosotros y nos rescató en medio de nuestro estado de ruina. Y ahora que se encuentra sentado a la diestra de Dios, revestido de gloria, ¿desprecia a los que eran sus amigos? Tampoco, pues él es fiel, y nunca cambia. Lo que fue ayer, antes de la creación, lo es hoy, en el día de las pruebas y tribulaciones, lo será para siempre, en la eternidad, donde no habrá llantos, y toda lágrima será enjugada de nuestros ojos. “Amigo hay más unido que un hermano” (Proverbios 18:24). Y este amigo es el Señor Jesús.
Consideremos ahora en la Escritura el otro aspecto de la verdad que acabamos de citar. ¿Es Cristo odiado y perseguido por el mundo? Los amigos de Cristo también lo son. “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Juan 15:18).
No era de este mundo. Los suyos tampoco: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:16).
Su Padre lo envió al mundo. El Señor también envió a sus siervos al mundo. “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo” (Juan 17:18).
Era la luz del mundo. “Vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:14).
Llevaba el mensaje de amor y gracia al hombre culpable y caído. “Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios”, tal es también el mensaje del creyente a este mundo (2 Corintios 5:20).
Tomó su cruz y la llevó. “El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mateo 10:38).
Por el camino del sufrimiento entró en su gloria (Lucas 24:26). Nosotros también, amados hermanos, tenemos que seguir el mismo camino. “Si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:17). El apóstol Juan dice: “Como él es, así somos nosotros en este mundo”. Y “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 4:17 y 3:2).
“Debía ser en todo semejante a sus hermanos” (Hebreos 2:17), para que éstos vinieran a ser semejantes a él. “Yo... testigo de los padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que será revelada” (1 Pedro 5:1).
Y ahora, si nos preguntamos: ¿Por qué ocurrió eso? ¿Por qué se humilló tanto el Señor de gloria? ¿Por qué nos ensalzó tanto? No vacilo en decir que fue por su anhelo de tener comunión con nosotros y para que nosotros la pudiéramos tener con él. “Os anunciamos” esas cosas, dice el apóstol Juan, “para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3). La plenitud de este pensamiento corresponde a la eternidad. Allí se plasmará la perfección de esa comunión bendita: Jesús se gozará siempre en nosotros, sus amados redimidos, y nosotros nos regocijaremos en Aquel que nos amó y lavó nuestros pecados con su sangre. Pero aquel gozo mutuo empieza desde ahora, mientras estamos en este cuerpo terrenal, y por lo tanto ausentes del Señor. Será perfecto en el cielo, pero aquí en la tierra ya es nuestro, en parte. Vale la pena insistir sobre este punto, hermanos, pues sin ninguna duda es de suma importancia en este presente siglo malo, ya que sin este gozo y esta comunión todo lo demás en nosotros no tiene valor alguno.
Pero no olvidemos que estas gloriosas y sublimes verdades que hemos examinado –por muy excelentes que sean en sí mismas, y aunque nos fortalezcan, nos refrigeren y nos humillen cuando gozamos de ellas en la comunión de Aquel que nos las trajo –no harán más que enorgullecernos si pretendemos conocerlas y sondearlas prescindiendo de Dios. “El conocimiento envanece, pero el amor edifica” (1 Corintios 8:1).
La misión del Espíritu Santo es guiarnos a toda la verdad (Juan 16:13). Pero no se limita a ello; hay más aún. El Señor dijo: “Dará testimonio acerca de mí”. “Él me glorificará” (Juan 15:26 y 16:14). Sin duda alguna, si la verdad que conocemos y aprendemos no estrecha nuestra comunión con el Hijo y con el Padre, si la luz y la verdad que procede de Dios no nos conduce al monte de su santidad, de nada nos servirá.
VER A JESÚS con los ojos de la fe y por medio de la verdad que nos fue revelada en su Palabra, nos sostiene en el camino hasta el glorioso día en que le veamos cara a cara en todo su esplendor. ¡Dejémonos sondear por esta reflexión!
Estemos seguros, amados hermanos, de que no se puede llevar frutos sin ello; sin esto no hay gozo en el Señor, no hay amor, no hay verdadera paz ni santidad; era lo único que David le pedía al Señor, y que estaba decidido a perseguir. A eso se refería el Señor cuando decía: “Separados de mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). Esto que llamaba “la buena parte”, la cual no podía serle quitada a María, sentada a los pies de Jesús, oyendo su palabra, es LA COMUNIÓN. Cuando gozamos de ella, él habita en nosotros y nosotros en él; goza de nuestro amor y nosotros del suyo; escucha nuestras palabras y nosotros las suyas, simpatiza con nuestros sufrimientos y nosotros con los suyos. Su gozo es el nuestro y nuestro gozo es el suyo. Él nos espera y nosotros le esperamos; él se ocupa constantemente de nosotros y nosotros nos ocupamos de él.
Amados hermanos y hermanas, ¡que nos sea otorgado vivir constantemente en la bendita comunión de nuestro amado Salvador y Señor!
¡Jesús, centro divino de comunión y amor, verdad, vida y camino, fe, gloria y esplendor!