¡Regocijaos conmigo!

Romanos 12:15

Las múltiples exhortaciones dirigidas a los cristianos en las epístolas y en los evangelios nos muestran el grado de la intimidad en la comunión que el Señor desea entre los miembros que constituyen su Cuerpo. Quizás una de las más hermosas es la siguiente:

Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran
(Romanos 12:15).

Debemos confesar, amados hermanos y hermanas, que muchas veces olvidamos tan preciosa exhortación, por eso hemos de exhortarnos y animarnos a realizarlo; por otra parte, si tal ha de ser la íntima simpatía de unos miembros con respecto a los otros, bien podemos preguntarnos: ¿cuál deberá ser la de esos miembros con Cristo, la Cabeza?

La simpatía y el amor que Cristo siente por los suyos son inmensos, lo mismo en sus alegrías como en sus tristezas. ¡Que el Señor nos conceda experimentarlo cada día más! Pensemos también que los redimidos somos copartícipes de los gozos y afectos del Padre y del Hijo, si gozamos de la comunión del Espíritu Santo. ¡Cuán poco reflexionamos en ello! Sin embargo, a esto somos llamados, ya que el precioso título de amigos lo hemos recibido de Aquel que dijo: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando”. Estas cosas os he hablado, PARA QUE MI GOZO ESTÉ EN VOSOTROS, Y VUESTRO GOZO SEA CUMPLIDO” (Juan 15:11 y 14).

Si leemos el capítulo 15 del evangelio según Lucas, comprenderemos mejor el profundo significado de los versículos citados precedentemente. “Regocijaos conmigo”, dice el Pastor; y continúa diciéndolo todavía. Pero, ¡cuán a menudo no prestamos la debida atención a sus palabras, e incluso a duras penas las oímos! Un hermano que se extraviaba es conducido nuevamente al redil; otro que está afligido o necesitado es consolado y socorrido; aquel que es débil o está cansado es confortado y restaurado; otro, que es tímido y lucha penosamente, llega a ser victorioso por Aquel que le amó. ¿Pensamos, acaso, que el Señor no lo ve y no se regocija de ello? ¡Lejos esté de nosotros tal pensamiento! Aquel que vela por cada una de sus ovejas nos dice que “ama la paz de su siervo” (Salmo 35:27). Respondamos, pues, a la invitación de su amor; acerquémonos y regocijémonos con él, lo cual será de gran provecho para nuestras almas. “El acercarme a Dios es el bien”, dice David (Salmo 73:28). Hagámoslo, no solamente cuando nos hallamos en la prueba, o cuando se trata de nosotros personalmente, sino en todo tiempo. Si no nos conmueven las cosas que contemplamos a nuestro alrededor, o que oímos acerca de la obra del Señor, acordémonos de cuán preciosas son para él. Ni un solo cabello cae de nuestras cabezas sin que su voluntad intervenga. ¡Amados hermanos, ojalá podamos encontrar nuestro gozo en lo que constituye el suyo, estar animados del mismo espíritu, del mismo amor, del mismo gozo y del mismo pensamiento!

Bien vemos en Lucas 15 que el Pastor no reúne a sus amigos y vecinos para que alaben la diligencia con que ha buscado su oveja extraviada, sino para que se gocen con él por haberla encontrado, y para que se sientan en comunión con él. La misma enseñanza se desprende de las demás parábolas.

En la del hijo pródigo vemos cuánto insiste el padre a su hijo mayor para que comparta con él la alegría que siente; cuando este se enoja y se resiste a entrar, su padre sale a su encuentro y le ruega con insistencia que entre. Nada podría mostrarnos de manera más sencilla y evidente que, por más elevado que esté de nuestros conceptos, Dios quiere que gocemos con él de las cosas que le placen, y que nuestra participación en su gozo no puede separarse del mismo.

Pero, ¿por qué ese hijo se resistía tanto a entrar? ¿Por qué no se sentía feliz con lo que tanto alegraba a su padre? Seguramente porque su corazón no se hallaba en armonía completa con el sentir de la casa: el “hijo mayor estaba en el campo” (v. 25). Y por más afligido que estuviera el padre por la conducta de su hijo mayor, él no se interesaba en ello ni tomaba parte alguna en su dolor; su corazón natural despreciaba al hermano extraviado, dejando que su padre soportara solo el dolor; no pensaba sino en ir a divertirse con sus amigos. Nosotros, ¿hemos de obrar de la misma manera? No, por cierto. Pero, amados hermanos, ¿no debemos confesar que así ocurre en muchos casos? Si así no fuera, nos alegraríamos al pensar en la posición que ocupamos todos en el corazón del Padre, y cuanto a Él place constituirá un gozo para nosotros. Además, la comunión de los cristianos por agradable y gozosa que fuera no satisfaría plenamente nuestras aspiraciones ni tendría atractivo alguno para nosotros, sino en el grado en que pudiéramos disfrutar de ella en la casa del Padre y con el mismo Padre.

Semejante intimidad de comunión con Dios, en las tristezas y gozos, es un privilegio sin igual para nosotros. Ciertamente no hay en la Palabra demostración más maravillosa de lo que Dios es; y si no se encontrara en la Escritura, tal pensamiento sería inaccesible a nuestro juicio. Para el corazón natural es fácil comprender el culto y la adoración que tributamos al Ser supremo, que está muy por encima de nosotros; pero LA COMUNIÓN, solo el Espíritu de Dios nos la puede revelar, como esas “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre... las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9).

Amados hermanos, animémonos a sentir y manifestar entre nosotros tan preciosa comunión, GOZÁNDONOS CON LOS QUE SE GOZAN y LLORANDO CON LOS QUE LLORAN, llevando en nuestros corazones los intereses de la obra del Señor y orando por sus siervos. Que nos sea concedido también –¡supremo privilegio de los redimidos!– compartir los gozos y afectos del Padre, nuestro Padre, y del Hijo, nuestro amado Señor y Salvador.