LA INCREDULIDAD
La incredulidad es un estado subversivo que se manifiesta de dos maneras. En el viejo hombre lleva a la muerte: “El que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Juan 3:18). Y en el creyente produce sequedad, falta de dicha, pobreza, incapacidad de percibir los bienes celestiales; en pocas palabras, es la condición del creyente que anda por vista y no por fe. “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20:25). Este es el lenguaje de la incredulidad.
Se trata, pues, hermanos míos, de considerar el efecto moral que produce esta plaga en el alma del creyente. Teóricamente estamos dispuestos a creerlo todo, a aceptarlo todo: que el Señor es suficiente para nuestras almas, que el Padre nos cuida en nuestras circunstancias diarias, que el Espíritu Santo nos guía a toda verdad, a las fuentes mismas del conocimiento divino, “porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:10). Tenemos, pues, la luz, la manifestación gloriosa de los pensamientos de Dios en Cristo, tesoros que no son para guardarlos en el cofre del egoísmo, sino para derramarlos a manos llenas en testimonio brillante. Y aquí se oyen los lamentos plañideros que almas consagradas profieren en el transcurso del vivir diario, lamentos por ausencia general de realidades prácticas. Y ¿a qué obedece este estado? ¡A la incredulidad!
La hermosura del himno triunfal del capítulo 15 del Éxodo contrasta con la mezquindad del corazón olvidadizo de Números 14:1-4. ¿Acaso el Señor había cambiado? No, amigos, “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8), nosotros somos los que cambian, que olvidan, los incrédulos. De aquella generación, de la cual Dios no se agradó, dice que a la tierra prometida
No pudieron entrar a causa de incredulidad
(Hebreos 3:19).
Cuántas veces perdemos el gozo de entrar en el reposo de Dios, donde Cristo llena todas las cosas, donde el alma encuentra el descanso compensador de la sequedad del desierto, porque buscamos el descanso por nuestros medios, sin confiar en las promesas de Dios...
En 2 Reyes 7:1 aún leemos: “Dijo entonces Eliseo: Oíd palabra de Jehová: Así ha dicho Jehová: Mañana a estas horas valdrá el seah de flor de harina un siclo, y dos seahs de cebada un siclo, a la puerta de Samaria”. No hay que desesperar. El hambre puede ser atroz (a causa del justo gobierno y disciplina de Dios) y los espíritus pueden desfallecer, pero la promesa de Dios, por su gracia, está allí: “flor de harina”. Ser nutridos de Cristo en su perfección, ¡qué bendición para la asamblea! ¡Qué triunfo para el testimonio! Pero he aquí la voz de la incredulidad: “Y un príncipe sobre cuyo brazo el rey se apoyaba, respondió al varón de Dios, y dijo: Si Jehová hiciese ahora ventanas en el cielo, ¿sería esto así?”. Mas, ¿qué respuesta recibe de parte de Dios? En el mismo versículo leemos: “Y él dijo: He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello”. Leamos todo el capítulo y encontraremos una hermosa enseñanza. ¡Ojalá nos sea de provecho! Sería correcto decir: «y no gustó de ello a causa de incredulidad». Ya que esta es la voluntad de Dios, no perdamos la abundancia de bendición que él nos da en Cristo, por el precio de su gracia soberana.
Cuando el Señor Jesús fue a Nazaret y enseñaba en la sinagoga, los judíos se maravillaban de él, y “decían: ¿De dónde tiene este esta sabiduría y estos milagros? ¿No es este el hijo del carpintero?” (Mateo 13:54-55). No sabían ver en él al “hombre pobre, sabio, el cual libra a la ciudad con su sabiduría” (Eclesiastés 9:15). La falta de fe siempre recibe la misma respuesta: “Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos” (Mateo 13:58). Pero este “hijo del carpintero” (único modo en que fue reconocido por sus paisanos en la misma presencia de la muerte), dice: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). Así es como le gusta al Señor responder a la fe: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Juan 11:40). La fe confiesa: “Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Juan 11:27). Y “las mujeres recibieron sus muertos mediante resurrección” (Hebreos 11:35). ¡La fe triunfa!
Una vez más, su voz conocida nos saluda con un “paz a vosotros”, luego dice a Tomás: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente” (Juan 20:26-29). En su paciencia infinita, batalla para desterrar de nuestros corazones lo que impide que recibamos su bienaventuranza, porque la Escritura (después de la confesión de Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!) dice por medio de Jesús: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron”. ¡Oh, amigos míos, ojalá sea esta nuestra porción: realizar la confianza absoluta en Sus promesas, por la fe, y ¡vivir así para él!
El Espíritu Santo dice por boca del apóstol Pablo: “Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos” (1 Timoteo 4:15). Que esta sea nuestra ocupación y así nos llene de Aquel “que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9).
LA DESOBEDIENCIA
Sus efectos son muy negativos, como los de la incredulidad. Dios ha hablado: “Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). Su voluntad soberana establece así este principio básico: en la obediencia está la vida, en la transgresión la muerte. Dios no puede permitir, pues, que esa voluntad suya sea suplantada por la de su criatura.
Si le llamamos “Señor”, hemos de reconocer su autoridad, y por lo tanto obedecer:
Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios...
(1 Samuel 15:22).
Llamarle Señor y hacer nuestra propia voluntad es una contradicción que solo puede acarrearnos serios disgustos: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7).
Saúl es un ejemplo práctico que corrobora esta enseñanza. Leyendo y meditando su triste fin en 1 Crónicas 10:13, el Espíritu Santo presenta ante nuestros ojos estas aleccionadoras palabras: “Así murió Saúl por su rebelión con que prevaricó contra Jehová, contra la palabra de Jehová, la cual no guardó...”
Su pecado principal, descrito en 1 Samuel 15, fue lo que hizo que el reino fuera dado a David.
Nadab y Abiú nos dan otro ejemplo de desobediencia. En Éxodo 30:9 tenemos el mandamiento de no ofrecer, sobre el altar del incienso, fuego extraño. La transgresión del mismo costó la vida a ambos (Levítico 10:1). Solo la perfección de la obra de Cristo, su andar, su modo de hablar y obrar, su carácter y fidelidad en todos sus sentimientos y pensamientos han subido al Padre como exquisito olor de suavidad. Mezclar nuestros sentimientos con lo expuesto, suplantar la Palabra de Dios por nuestra apreciación, o dirigirnos al Padre sin el espíritu de adopción, equivale a excluir a Cristo en nuestros sacrificios de alabanza, y eso es fuego extraño. Lo legítimo es ofrecer “fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15); de lo contrario oiremos la palabra del Señor: “tienes nombre de que vives, y estás muerto” (Apocalipsis 3:1). Esto es profesión sin vida divina.
La vida de una asamblea depende del resultado de la obediencia individual. Un miembro desobediente puede turbar gravemente el desarrollo de una marcha victoriosa. El caso de Acán es notable. El botín estaba vedado; para Dios todo era anatema. La palabra es fulminante; no dice: «Acán ha pecado», sino: “Israel ha pecado, y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido...” (Josué 7:11). Esto es muy serio, amados hermanos. Por la desobediencia de un solo hombre toda la asamblea de Israel fue turbada. Solo después de purificarse del pecado siguió adelante vencedora... ¡Solemne y grave admonición nos hace este capítulo 7 de Josué!
Las Escrituras dan testimonio de que “toda la tierra procuraba ver la cara de Salomón, para oír la sabiduría que Dios había puesto en su corazón” (1 Reyes 10:24). Pero abandonando la Palabra de Dios, el rey sabio desobedeció (1 Reyes 11:1-11), y por la desobediencia vino la caída: “Y cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos” (v. 4).
Ni la vejez, con la experiencia que lleva consigo, y la prudencia de que está adornada, son guías seguros si se deja de lado la Palabra de Dios. Y si en el caso de Salomón, tan ennoblecido y glorioso, tan colmado de riqueza y sabiduría, pues “excedió el rey Salomón a todos los reyes de la tierra en riqueza y en sabiduría” (2 Crónicas 9:22), es posible semejante caída, ¡cómo no hemos de vigilar continuamente este nuestro corazón, tan “engañoso”, y pedir al Señor que, en su tierna gracia, nos guarde siempre en su Palabra!
Hay que obedecer a todo y en todo lo que Dios ha establecido. Esto es fundamental en la vida cristiana. A los padres (Colosenses 3:20), a los amos en el trabajo (Colosenses 3:22), a las autoridades (Romanos 13:1-5); entendiendo bien que en todas estas cosas tenemos el orden establecido por Dios en el ejercicio de su soberanía.
La desobediencia es una de las peores semillas que se pueden arraigar en el alma, pues ¿a “quiénes juró que no entrarían en su reposo, sino a aquellos que desobedecieron?” (Hebreos 3:18). Ahora bien, la elección por nuestro Dios y Padre no ha sido para contribuir con nuestra voluntad a escoger nuestros propios caminos, ni para que escogiéndolos cosechemos amargas consecuencias, sino “en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2). Así, allegándonos al Modelo, aprendamos de él, quien “aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionando, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:8-9). No en vano la “voz desde la nube” dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (Mateo 17:5). El orden es formal.
Animados por el ejemplo y exhortados por su gracia, “porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:36-37).
LA ENVIDIA
“Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante…” (Génesis 4:3-8)
Una historia expresiva que pone al desnudo lo que es capaz de producir un alma poseída por el temible azote de la envidia.
Dos hermanos. No había otros sobre la faz de la tierra. De lo narrado en estos versículos sabemos la complacencia que siente Dios por la fe, y el desagrado por la religión de la carne. El epílogo retrata la condición interior del hombre que ama el producto de su esfuerzo, presentándolo como un mérito. Podemos, pues, decir concretamente que la primera sangre que clamó a Dios desde la tierra fue derramada porque la envidia hizo presa en el corazón del hombre.
Destructora en sí, la envidia es considerada por Dios como una plaga de la peor especie: “¿Quién podrá sostenerse delante de la envidia?” (Proverbios 27:4). Por eso somos exhortados a permanecer alejados de su terrible influencia: No “tengas envidia de los que hacen iniquidad” (Salmo 37:1).
El deseo de una superación en nuestras circunstancias materiales puede conducirnos a poner nuestro corazón en la prosperidad ajena, sin considerar el origen; por eso la Palabra nos exhorta: “No tenga tu corazón envidia de los pecadores” (Proverbios 23:17); es una oportuna advertencia.
El corazón apacible es vida de la carne; mas la envidia es carcoma de los huesos
(Proverbios 14:30).
¡Qué contraste! Como el día y la noche, la luz y las tinieblas, lo bueno y lo malo, así es un corazón, según sea o no envidioso. Si se nos previene, es porque en nuestra carne mora el germen de la envidia y otras enfermedades nocivas que debilitan el alma, alejándola de Dios.
La envidia puede ser la causa de la poca prosperidad espiritual o de la ruina de una asamblea. Corinto no era un modelo de asamblea según el pensamiento de Dios, antes fue modelo para que aprendamos a realizar un ajuste en nuestros días por medio de las reprensiones que el apóstol, en su amor, solicitud e inspiración, les dirige. Cuando se despide de ellos, en su segunda carta, teme no hallarles como querría, y que haya entre ellos contiendas, envidias, iras, etc. (2 Corintios 12:20).
Es una de las obras de la carne (Gálatas 5:21), que debe dejarse en virtud de la nueva naturaleza adquirida (1 Pedro 2:1-2). El envidioso es manifiesto a todos; aun el hombre animal discierne la envidia en sus semejantes. Del Señor Jesús, Pilato “conocía que por envidia le habían entregado” (Marcos 15:10).
En todas las manifestaciones de la vida, la envidia ocupa un lugar destacado entre todo lo malo: “He visto asimismo que todo trabajo y toda excelencia de obras despierta la envidia del hombre contra su prójimo...” (Eclesiastés 4:4). Es de la vieja naturaleza, y solo la muerte acaba con ella: “Pero los muertos nada saben... También su amor y su odio y su envidia fenecieron ya” (Eclesiastés 9:5-6).
Velemos, pues, orando a Dios, para que no seamos jamás alcanzados por semejante plaga, destructora de la actividad divina entre los santos, y que nos guarde en la firmeza de estas palabras: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). “Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (Romanos 6:7). Son verdades de cuya realización práctica somos responsables, y la recompensa es el gozo de la posesión de la vida divina. “Mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13). Es necesario individualmente, porque nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo (2 Corintios 6:16), y la dignidad de la persona divina que, por gracia, no tuvo en poco habitar con nosotros y en nosotros, lo requiere; y colectivamente porque la Asamblea es la “casa de Dios... la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la Verdad” (1 Timoteo 3:15). En ambos casos, para que resalte por encima de todo la gloria de Dios y el testimonio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Sucede también que Dios quiere honrar o distinguir a alguno de entre sus hijos (él es soberano en todo). De un modo particular, tenemos un ejemplo en Génesis 37 del presente tema. Aparte de la figura de Cristo que tenemos en José (una de las mejores figuras de Cristo ateniendo sobre todo a su relación con Israel), este caso concreto de su historia podemos aplicarlo a nuestras relaciones fraternales. ¿Ama Dios y honra a alguno en particular? ¡Amemos al que es honrado por Dios y honremos al que es amado por él! No imitemos la conducta de los malos hermanos de José, quienes “le aborrecían, y no podían hablarle pacíficamente” (Génesis 37:4).
Un hijo que vive cerca del corazón del Padre y que cuando es requerido contesta “heme aquí” (v. 13), goza de su confianza (normalmente debiéramos decir de toda su confianza). ¿Cuál ha de ser nuestra conducta en este caso? Alabar y dar gracias a Dios de que haya en medio de nosotros hombres tan calificados, llenos del Espíritu Santo, que nos puedan enseñar acerca de las glorias personales de Cristo, y que disciernan las Escrituras. Si nuestro hermano manifiesta en su vida y sus actos una fuerte dosis de piedad, si en su andar entre nosotros reconocemos que nuestro Padre le honra, dándole sabiduría y discernimiento, si él quiere servirnos por el ejercicio de los dones que ha recibido del Señor (aunque temamos ser eclipsados y que nuestra gloria personal se vea afectada), honrémosle y amémosle en gran manera, sujetémonos “a personas como ellos” (1 Corintios 16:16), pues el Señor está tras la escena exterior, pesando lo que pasa por nuestro espíritu (Proverbios 16:2).
El motor que mueve toda oposición a la manifestación del amor es la envidia. “Y viendo sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos, le aborrecían... le tenían envidia” (Génesis 37:4, 11), y entonces conspiraron para deshacerse de él. La historia de Caín se repite, mas la providencia de Dios nos muestra que “para preservación de vida” le envió Dios delante de ellos (Génesis 45:5), “para daros vida por medio de gran liberación” (v. 7). ¡Hermosas sombras tras las cuales se vislumbran las radiantes luces del amor de Dios, del evangelio de su gracia y de la gloria de Cristo, nuestro Salvador y Señor!
“A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén” (2 Pedro 3:18).