¿Hemos pensado, acaso, en el milagro por el cual la Biblia nos ha sido conservada intacta a través de los siglos, cuidadosamente protegida por su Divino Autor contra todas las persecuciones y redoblados esfuerzos del enemigo para destruirla, o por lo menos para quitarle su valor? ¿Sabemos cómo ha sido traducida, impresa, distribuida y presentada de casa en casa? Fijar algunos detalles sobre este asunto contribuirá a fortalecer nuestra fe en las Santas Escrituras, a reanimar nuestro celo para nutrirnos de ellas y producir en nuestros corazones un homenaje de honda gratitud hacia Aquel que, por medio de ellas, nos ha revelado plenamente Sus pensamientos de amor y Sus designios de gracia.
Recordemos brevemente lo que la Biblia es (griego, la Biblia: los libros): la Palabra de Dios, la Verdad (Juan 17:17), un fuego, un martillo que quebranta la roca (Jeremías 23:29), una lámpara y una luz (Salmo 119:105); viva y eficaz, penetrante (Hebreos 4:12); útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia (2 Timoteo 3:16-17); no puede ser quebrantada (Juan 10:35) y permanece para siempre (Isaías 40:8). La autoridad de la Biblia no significa despotismo, dominación, sino al contrario: liberación, libertad. Aquellos que la aceptan experimentan la verdadera libertad. Librado de todos y de todas (las pasiones, el pecado), el creyente se halla sumiso a la Biblia. Los avivamientos espirituales siempre se produjeron cuando hubo un retorno a la autoridad de las Escrituras.
Lo que confiere autoridad a la Biblia es su divina inspiración. Para someterse a dicha autoridad es preciso tener una fe incólume en dicha inspiración, confirmada, por cierto, en varios pasajes (2 Timoteo 3:16; 1 Tesalonicenses 2:13; 1 Corintios 2:13).
Ser inspirado es haber recibido la influencia, el soplo del Espíritu de Dios. Las numerosas personas de las cuales Dios se valió para comunicar o revelar Sus pensamientos escribieron directamente bajo la acción del Espíritu de Dios, aunque cada escritor haya utilizado un estilo peculiar en cuanto a la forma. La Biblia fue redactada en los más diversos lugares: en un desierto, en una cárcel, en una isla, en un palacio real, en ciudades o países como Roma, Grecia, Mesopotamia, Palestina, Egipto, etc. Y en diversas épocas: del año 1500 antes de J.C. al año 100 de nuestra era; por muy diversas personas: reyes, pastores, pescadores, legisladores, agricultores, etc., que suman unos 40, y que en su mayoría jamás se conocieron, e incluso a veces no leyeron lo que los demás habían escrito. Sin embargo, la Biblia constituye una unidad maravillosa, ¿no es ello una prueba irrefutable de su origen divino, de que Dios ha sido el Autor supremo de la misma?
El ANTIGUO TESTAMENTO, escrito del año 1500 al 400 antes de J.C., contiene 39 libros, escritos todos originalmente en hebreo, con excepción de unos pocos pasajes redactados en Arameo. Su primer escritor, Moisés, vivió tres siglos antes de la destrucción de Troya. Las excavaciones arqueológicas y las inscripciones antiguas han confirmado sus asertos; las ruinas de Egipto y Asiria proclaman la autenticidad de las páginas inspiradas.
No se han conservado los originales del Antiguo Testamento; en cambio poseemos de 1.400 a 1.500 manuscritos, la mayoría de ellos data del siglo X al XV de nuestra era, algunos del siglo IV. También se descubrieron, entre los años 1932-1936, varios papiros con fragmentos del Deuteronomio, y últimamente se encontró, en 1947, en una cueva del Mar Muerto, un manuscrito completo del libro de Isaías, del siglo XI, y algunos fragmentos del Levítico, que algunos suponen se remonta al siglo IV antes de Cristo. La mayoría de estos manuscritos son copias hechas por los Masoretas (sabios o “intérpretes” judíos), quienes llevaron a cabo su trabajo con una extraordinaria minuciosidad: la falta de una sola letra o el menor error hacía que todo el manuscrito fuera inutilizable; para asegurarse de la exactitud de sus copias, se llegó a contar las letras. Por ejemplo, de la A (Alef) había 42.377; de la B (Beth), 38.218, etc.
Además de los manuscritos se poseen unos diez TARGUMS (traducción parcial del Antiguo Testamento en Caldeo o Arameo, con algunos comentarios), cuyos principales ejemplares son: el Targum de Onkelos, escrito 60 años a. de J. C., que contiene el Pentateuco. El Targum de Jonatán, que data de principios de la era cristiana, contiene los profetas y los libros históricos. El Targum de José el ciego (siglo IV) abarca los Salmos, Proverbios, Cantar de los Cantares y el Eclesiastés.
Finalmente tenemos varias TRADUCCIONES del Antiguo Testamento. La más antigua (285 a. de C.), llamada “de los Setenta” o “Septuaginta”, en griego, es obra, según reza la tradición, de 72 sabios judíos residentes en Egipto. En los tiempos del Señor, dicha versión se leía con preferencia al texto hebreo, pues la lengua hebraica en aquella época ya era una lengua muerta. El mismo Señor, entrando en la sinagoga de Nazaret, leyó en ella (Lucas 4:16-20) y la citó varias veces como teniendo autoridad (lo cual constituye un argumento contra los que pretenden que las imperfecciones de las traducciones bastan para que no se reconozca la autoridad de la Biblia. ¿Acaso el Señor se equivocó?). Además de la Septuaginta, tenemos la Peshito (es decir, la fiel o correcta), versión siriaca del Antiguo y del Nuevo Testamento del siglo I. La Vulgata, versión latina, traducida por Jerónimo entre los años 390 y 404, aunque defectuosa en muchos pasajes, ofrece el interés de haber sido traducida directamente del original hebreo, mientras que las antiguas versiones latinas eran traducidas de la Septuaginta. Contiene también el Nuevo Testamento. Existen, además, otras versiones en griego (por ejemplo, en la Hexapla o Biblia poliglota de Origenes, m. en 240), en armenio, capto o etíope, latín y árabe, que fueron hechas del siglo IV al IX. Cotejando los manuscritos, los targums y las traducciones, no se halla ni una sola variante que pudiera comprometer la autenticidad de un solo pasaje importante del Antiguo Testamento. Las pequeñas variantes (en su inmensa mayoría de orden ortográfico) no afectan en nada la doctrina de las Escrituras. ¿No es la mejor prueba de que aun hoy día poseemos verdaderamente un texto fiel, demostrándonos de qué manera tan maravillosa Dios ha velado para que Su Palabra nos haya llegado tal cual salió de Su boca?
Se puede admitir sin titubeo que Esdras (alrededor del año 450 a. de C.) reunió y coordinó los diferentes libros del Antiguo Testamento; solo Malaquías fue añadido posteriormente. La división actual en capítulos y versículos no se hizo hasta fines de la Edad Media.
Ocupémonos ahora del NUEVO TESTAMENTO, enteramente escrito en griego. No se han conservado los originales, pero en cambio poseemos más de 2.500 manuscritos o fragmentos de manuscritos, siendo los principales: el Sinaítico (siglo IV), descubierto por el sabio alemán Fischendorf en un convento del Sinaí; el Alejandrino (Antiguo y Nuevo Testamento), escrito hacia fines del siglo V, y que desde el siglo XVII se conserva en el Museo Británico. El manuscrito del Vaticano, en Roma, data del siglo IV. El CÓDICE Efraín (siglo V), existente en la Biblioteca Nacional de París, es más antiguo que el Alejandrino. EL Códice de Beza, que contiene los Evangelios y los Hechos, fue escrito en el siglo VI, hallado en 1562 en un monasterio, fue regalado en 1581 a la Universidad de Cambridge, por Teodoro de Beza, colaborador de Calvino. A estos manuscritos hay que añadir un gran número de fragmentos muy importantes del Nuevo Testamento (entre otros la mayoría de las epístolas del apóstol Pablo), descubiertos entre los papiros egipcios desde principios de este siglo, y anteriores a nuestros más antiguos manuscritos.
Notemos también que los escritos de los «Padres de la Iglesia» del siglo II (Ireneo, Clemente de Alejandría y Teófilo de Antioquía), y del siglo IV (Jerónimo, Crisóstomo, Gregorio de Nissa, etc.), contienen citas tan numerosas del Nuevo Testamento que por medio de ellas podríamos reconstruir una notable porción del mismo. Mencionemos también los escritos de Justino Mártir (150), Clemente de Roma (93), contemporáneo del apóstol Juan, quien escribió su epístola de 59 capítulos a los corintios, donde cita Mateo, Marcos, Romanos, 1 y 2 Corintios, Filipenses y Hebreos; Ignacio de Antioquía (115), quien cita los Evangelios según Mateo y Juan. Los libros del Nuevo Testamento fueron escritos entre los años 44 a 95, aproximadamente, siendo los últimos las epístolas de Juan.
En el siglo IV Crisóstomo escribió que el evangelio según Juan había sido traducido en cinco idiomas, entre otros: siriaco, egipcio, hindú y etíope. Durante el siglo siguiente, parte de la Biblia fue traducida al armenio. Del siglo IV hay que mencionar al obispo Ulfilas, apóstol de los visigodos, quien tradujo la Sagrada Escritura en lengua gótica. En el siglo VI hubo una versión en georgiano, lengua caucásica; en el siglo IX en eslavo, de donde procede el ruso, el polaco y las demás lenguas balcánicas; en el siglo X podía leerse la Palabra en árabe y en anglosajón; en el siglo XII dos sacerdotes, bajo la dirección de Pedro Valdo, la traducen al provenzal, dialecto del sur de Francia; las Escrituras en lenguas nativas se difundieron hasta tal punto que un historiador dijo: «Hacia finales del siglo XII toda la comarca que se extiende desde Lyon hasta los Países Bajos vio desarrollarse un movimiento bíblico de los más notables». En 1284 aparece la primera versión castellana, y solo en 1380 una en inglés, debida a John Wycliffe; al principio del siglo XV, Bonifacio Ferrer, cartujo y hermano de San Vicente, tradujo la Biblia al valenciano o lemosín, versión impresa en 1470; en 1464 aparece en alemán; en 1471, en italiano; en 1475, en flamenco; en 1477, en holandés, y en 1487, en francés, por Juan de Rely.
En resumen, a finales del siglo XV la Biblia, completa o parcialmente, había sido traducida a 24 idiomas y 8 dialectos. Del siglo XVI al XVIII, el número de versiones aumentó muy lentamente; al principio del siglo XIX no había más que 64 versiones de la Palabra. A partir de ese momento el inmenso trabajo de traducción se aceleró considerablemente gracias a la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, fundada en 1804. Al iniciarse el siglo XX existían 116 versiones completas de la Biblia, otras 116 versiones del Nuevo Testamento y 226 versiones de otras porciones de las Escrituras, o sea un total de 458 lenguas. A título de comparación, las obras de los autores más famosos de la literatura universal, tales como Homero, Shakespeare, Cervantes, etc., no ha sido traducida a más de 30 o 35 idiomas.
Durante estos últimos cincuenta años la Sociedad Bíblica ya mencionada, la Sociedad Bíblica Americana (hoy fusionadas) y otras instituciones semejantes, han realizado un considerable esfuerzo para traducir la Biblia. Actualmente la Palabra de Dios, total o parcialmente, se difunde en todas las partes del mundo, ha sido traducida a más de 1.170 idiomas y dialectos. Más de 2.000 lingüistas y misioneros prosiguen estos trabajos, a pesar de las enormes dificultades derivadas del hecho de que un gran número de lenguas habladas por pueblos de civilización primitiva no existen más que en estado oral, es decir, nunca se han escrito y a menudo son incapaces de expresar nociones abstractas.
Por la gracia de Dios su Palabra está, pues, hoy día al alcance de todos y penetra hasta los rincones más aislados de la tierra. Numerosos creyentes la venden en público y en privado, cumpliendo humilde y fielmente el precioso servicio de difundir la Palabra de vida en un mundo que está atestado de “maldad”. Y nosotros, amados hermanos, amados jóvenes, ¿qué parte tomamos en este trabajo relacionado tan estrechamente con el manantial de toda bendición? ¿Hemos pensado en la fe y abnegación de algunos creyentes quienes, como Julián Hernández, el valiente y pequeño vendedor ambulante, introdujeron tantas porciones de la Palabra en España, arriesgando continuamente su vida en épocas de persecución? ¡Que su ejemplo nos aliente! ¡Que el Señor nos anime! ¡Seamos testigos de la Biblia, quienes habiendo gozado por sí mismos de los tesoros que hallaron en ella, deseen y tengan a pecho llevar la antorcha de la verdad en esta tierra para dar a conocer el inescrutable amor de Dios en Jesús nuestro Salvador y Señor!
Y sobre todo, en medio de la ruina espiritual que nos rodea, acordémonos de lo que dijo el Señor:
El cielo y la tierra pasarán, pero MIS PALABRAS no pasarán
(Mateo 24: 35).