¿Cómo es posible que Dios, siendo amor y conociendo todas las cosas desde la eternidad, sabiendo que un alma no aceptará la salvación, pueda entonces engendrar esa alma para el castigo eterno?

Romanos 9:16

Para responder esta pregunta es necesario tratar brevemente el tema de la elección o de la predestinación, el cual muy a menudo es mal entendido y conduce a algunos a la incredulidad y rebelión contra Dios, o fomenta dudas en otros, como en nuestro lector: ¿Por qué el Dios de amor permite que haya almas en el infierno para sufrir allí eternamente?

En varios pasajes la Palabra de Dios nos habla de la elección o predestinación, por ejemplo: Romanos 8:29-30; Efesios 1:4; 1 Tesalonicenses 1:4; 1 Pedro 1:2; 2 Pedro 1:10; podemos mencionar también los capítulos 9 y 11 de la epístola a los Romanos (cap. 9:11; 11:5-7, 28), haciendo notar que allí se trata de la elección «gubernativa», es decir, relacionada con el gobierno de Dios en la tierra, elección que no se refiere, por lo tanto, a la salvación del alma, sino a una posición terrenal.

¿A quién se dirige la Palabra de Dios en los mencionados pasajes? A los creyentes, y solo a ellos; es muy importante subrayarlo.

a) La epístola a los Romanos fue escrita “a todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos” (es decir, santos por llamamiento); y el apóstol habla de la fe de los romanos, predicada por todo el mundo (cap. 1:7-8).

b) La primera epístola a los Tesalonicenses está destinada “a la iglesia de los tesalonicenses”, a los que se convirtieron “de los ídolos a Dios”, quienes recibieron “la Palabra de Dios” (cap. 1:1, 9; 2:13).

c) La epístola a los Efesios concierne solo a “los santos y fieles en Cristo Jesús que están en Éfeso”, los cuales, desde que creyeron, fueron “sellados con el Espíritu Santo de la promesa” (cap. 1:1, 13), y no al conjunto de todos los habitantes de dicha ciudad.

d) La primera epístola de Pedro se dirige a los que habían sido “rescatados… con la sangre preciosa de Cristo… siendo renacidos… por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (cap. 1:18-23).

e) La segunda epístola de Pedro es para los que han “alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra” (cap. 1:1).

Por consiguiente, el asunto de la elección concierne solo a los creyentes, y no a los incrédulos. Como a veces se ha dicho, es un «secreto de familia». Solo después de haber aceptado al Señor Jesús como su único Salvador, una persona podrá saber si es elegida o no. Cuando el Evangelio le es presentado, no necesita averiguar si es elegida o no; es responsable de creer lo que Dios le dice y lo que Cristo hizo por ella.

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna
(Juan 3:16).

Subrayamos aquí las palabras “todo aquel”, insistiendo sobre el hecho de que no está escrito: «para que los elegidos no se pierdan», sino: “para que todo aquel que en él cree, no se pierda”. Así que, para todo el que oye el Evangelio, no se trata de saber si es elegido o no; solo se trata de creer en el Hijo de Dios, don supremo de Su amor.

A nadie le es lícito razonar de la siguiente manera: «Si no soy elegido, de nada me sirve recibir el evangelio; y si lo soy, me salvaré de todas formas, ¡haga lo que haga!». Para que uno pudiese afirmar que no figura entre los elegidos, tendría que haber ido a Cristo y reconocer su propia responsabilidad ante Dios, confesando su pecado, y que después de esto hubiese sido rechazado. ¿Hay acaso una sola persona que pueda decir, en verdad, que este fue su caso? Desde luego que no, ¡es imposible! Jesús dijo: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37).

Para tratar de justificarse, el incrédulo invoca la supuesta “injusticia” de Dios… Ahora bien, no hay –ni puede haber– injusticia en Dios. A la pregunta: “¿Hay injusticia en Dios?”, el apóstol responde inmediatamente: “En ninguna manera”; y lo prueba citando Éxodo 33:19: “Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca” (Romanos 9:14-15). La lectura de los capítulos 32 y 33 del libro del Éxodo nos enseña que, después de que Israel hizo el becerro de oro, Dios decidió destruir al pueblo. Haciéndolo, hubiese obrado según la justicia. Pero Dios fue misericordioso. Por intercesión de Moisés, renunció a desencadenar su ira y perdonó al pueblo rebelde.

El apóstol añade: “Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Romanos 9:16). Son muchos los que se apoyan en este versículo para justificar su incredulidad. Notemos, de paso, cuán frecuente es ver a los incrédulos buscar argumentos en la Palabra de DIOS, la misma que ellos rechazan. «Si Dios no quiere hacerme misericordia –dirá el razonador–, ¿de qué me sirve entonces querer o correr?». El enemigo, siempre igual, se afana para que los hombres tuerzan las Escrituras, “para su propia perdición”, según leemos en 2 Pedro 3:16.

Para comprender el sentido del versículo 16 de Romanos 9 es preciso recordar el contenido de los capítulos 32 y 33 del libro del Éxodo. “El que quiere”. ¿Qué era lo que el pueblo quería? ¡La idolatría! “El que corre”. ¿Detrás de qué corrían? ¡Detrás de falsos dioses! Si el pueblo de Israel no fue destruido, esto se debe únicamente a la gracia de Dios. De la misma manera, todo creyente puede decir: si soy salvo, es solo por la misericordia de Dios, pues no merecía más que Su justo castigo.

Muy a menudo, el enemigo también se ha servido del versículo 18 de Romanos 9 para confundir a las almas e impedir que acepten el Evangelio: “De manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece”. Engañado y arrastrado por Satanás, el incrédulo dirá: «Ya lo ven, ¡no es culpa mía! Solo Dios es responsable: tiene misericordia para con unos y endurece a otros… ¿qué puedo hacer?». Por cierto, Dios endureció a Faraón; Romanos 9:17 es una cita de Éxodo 9:16. Pero leyendo los capítulos 7 y 8 del Éxodo hallamos varias veces la expresión: “Y el corazón de Faraón se endureció… Mas Faraón endureció aun esta vez su corazón” (cap. 7:13, 22; 8:15, 32). Fue después, y a causa de su rebelión, que Dios endureció el corazón de Faraón.

Éxodo 4:21 no significa que Dios haya decidido endurecer el corazón de Faraón. Dios, que conoce el fin de todas las cosas, sabía que Faraón endurecería su corazón, obligándolo –por así decirlo– a entregarle a un endurecimiento «gubernativo», es decir, relacionado con el juicio de Dios en la tierra. Fue lo que reveló a Moisés de modo confidencial. Es importante notar que este juicio solo fue ejecutado sobre Egipto después de la sexta plaga.

El caso de Faraón nos enseña, pues, que Dios no puede prescindir de Su gloria, y que los que rechazan el llamado de Su amor tendrán que someterse a Su poder en juicio.

Sin que quepa la menor duda, Dios ejercerá su juicio, pero no lo hará antes de haber tenido paciencia durante muchísimo tiempo: El Señor “es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento”. Soporta “con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción” (2 Pedro 3:9; Romanos 9:22).

De este versículo 22 de Romanos 9 también se sirve el razonador para afirmar que hay hombres “preparados para destrucción”, almas creadas para el castigo eterno. Pero, ¿significa verdaderamente lo que algunos buscan en él? ¡Por supuesto que no! ¿Dónde dice que los “vasos de ira preparados para destrucción” hayan sido preparados por Dios? Faraón era un vaso de ira preparado para destrucción, ¡pero no fue Dios quien lo preparó! Al contrario, Dios lo soportó con mucha paciencia. Repetimos al incrédulo que lee estas páginas: todos los que obliguen a Dios a arrojarlos al lago de fuego serán culpables, como Faraón, de haberse preparado ellos mismos para el castigo eterno.

Subrayamos las expresiones empleadas en Romanos 9:22-23: “Vasos de ira preparados para destrucción”; “vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria”. Los vasos de misericordia fueron preparados por Dios mismo desde la eternidad. De haber sido abandonados a sí mismos, se hubieran preparado para destrucción, como los vasos de ira. Pero Dios quiso tener junto a él a aquellos que –en su misericordia– había predestinado para la eterna bienaventuranza.

Sin la elección, Satanás hubiera arrastrado tras sí, al lago de fuego, a todos los hombres. Pero, con anterioridad, Dios había decidido que hombres destinados a una eterna bienaventuranza estarían con él en Su cielo. Sin eso, nadie hubiera ido a Él.

Ahora el razonador se imagina que triunfa, y dice: «¿Es, pues, necesaria la elección para poder ir a Dios? Entonces, si no soy de los elegidos, ¡no soy responsable! ¿Por qué Dios no preparó a todos los hombres para la gloria?».

A eso contestamos:

1. Dios es soberano. “Oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿Por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra?” (Romanos 9:20-21). Supongamos por un instante que Dios destinase a una persona para la felicidad, y preparase a otra para el castigo eterno, ¿quién tendría derecho de pedirle cuentas?

2. Dios invita hoy a ese razonador a confesar su pecado y a refugiarse en los brazos de Jesús, único remanso de perdón y de paz. Podemos asegurarle que, si lo hace sinceramente, será salvo y tendrá la seguridad de ser un vaso de misericordia que Dios tenía preparado desde siempre, para la gloria.

En este asunto hay dos aspectos. Uno concierne a Dios: Él conoce todo de antemano. El otro concierne al hombre: este es responsable. ¡No lo olvidemos! El hecho de que, con anterioridad, Dios tenga pleno conocimiento de las cosas no cambia en nada la siguiente verdad: todo hombre es responsable de aceptar a Cristo como Salvador.

Dios es amor, ¡alabado sea su nombre para siempre! Pero Dios no solo es amor, ¡también es luz! Y porque es luz, justo y santo, no puede pasar por alto el pecado del hombre, ¡quien es culpable de haber rechazado y crucificado a Su Hijo!

Pensemos en la magnitud de tal sacrificio, en el precio que Dios pagó para salvar a su criatura perdida. ¿Se atreverá el hombre a despreciarlo? ¿Rechazará a Cristo cuando le es presentado como su único Salvador? Haber rechazado a Cristo será el motivo de la condenación de aquellos que sufran el castigo eterno. Y eso forma parte de la gloria de Dios (véase Éxodo 9:16; Romanos 9:17).

“El que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Juan 3:18).

¡Que nadie se deje engañar por esta astucia de Satanás, quien trata de persuadir al hombre de que él no es elegido, para impedir que vaya a Cristo y sea salvo! Que los que oyen el Evangelio lo reciban con fe, confesando sus pecados ante Dios, que vayan hacia Aquel cuya sangre fue derramada en la cruz del Calvario. ¡Entonces sabrán que Dios los había elegido desde antes de la fundación del mundo!

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36).

Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él (Jesús) se os anuncia perdón de pecados… En él es justificado todo aquel que cree
(Hechos 13:38-39).