Desde las primeras páginas del Génesis tropezamos, en el mismo huerto de Edén, con el pecado:
Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron
(Romanos 5:12).
La duda, y luego la trasgresión o desobediencia a la Palabra de Dios por parte de nuestros primeros padres, abrieron, por así decirlo, las compuertas del mundo para que el pecado hiciera irrupción en él, arrastrándonos a todos en la caída. Del pecado, o sea la vieja naturaleza que hemos heredado, surgen los frutos naturales del mismo: los pecados actuales. Hay, pues, dos clases de pecados, distinción capital que conviene no perder de vista en el estudio de las Escrituras: 1. El pecado primitivo u original, viniendo de Adán, alcanzó a todos los hombres (Romanos 5:12, 18). 2. El pecado actual que se comete. Ya vimos lo que es el primero, el segundo es el acto voluntario de seres responsables (1 Reyes 8:46).
En el mundo que nos rodea, cuando alguien comete una falta social leve, cualquier tontería, a veces dice asustado: «¡Eso es pecado!», pero sigue transgrediendo la voluntad divina tranquilamente. Si consultamos el diccionario, entre las diferentes acepciones de esta voz aparece lo siguiente: «Pecado: … cierto juego de naipes». Sobra decir que en nuestro país falta un concepto claro y práctico de lo que es realmente el pecado –incluso entre muchos hijos de Dios–, y para obtenerlo es imprescindible acudir al manantial de toda verdad: la Palabra de Dios.
Es interesante notar que en el Nuevo Testamento la palabra “pecado” aparece unas 186 veces, de las cuales 48 se hallan en la epístola a los Romanos. En 1 Juan 4 vemos que el pecado es “trasgresión de la ley”. El caso de Saúl, en 1 Samuel 15:23, es una ilustración de ello.
En 1 Juan 1:9 el pecado es “toda maldad” (véase Judas 11, Balaam).
Santiago 4:17 lo define así: el “que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”. Este fue, entre otros, el caso de Elí, pues no se opuso a la vileza de sus hijos (1 Samuel 3:13).
En Romanos 14:23 el apóstol Pablo nos presenta el pecado como resultado de “todo lo que no proviene de fe”, es decir, todo lo que es producto de nuestra propia voluntad, de nuestra desobediencia. Tiene, pues, estrecha relación con la “infracción de la ley” (1 Juan 3:4).
Por último, en el evangelio según Juan 16:9, tenemos una quinta definición: el pecado consiste en no creer –entregarse cuerpo, espíritu y alma– en Cristo. No creer en el Hijo de Dios es pecado.
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento encontramos tres palabras adecuadas para dar una noción exacta del pecado:
1. La TRANSGRESIÓN (Parábasis), es decir, el acto de propasarse, de ir más allá de lo establecido; de allí que también significa violación de una cosa (por ejemplo: la ley, la voluntad de Dios), rebelión (véase Gálatas 3:19; Romanos 5:14; 1 Timoteo 2:14; Hebreos 2:2; 9:15).
2. El PECADO propiamente dicho (Amartía), es decir, el hecho de errar al blanco, de equivocarse de camino, o incluso de perderlo. Al errar la meta no se puede alcanzar la gloria de Dios (Romanos 3:23). Tal es el sentido que tiene en los siguientes pasajes: Mateo 1:21; 3:6; 12:31; Lucas 1:77; Romanos 5:12 y 20; 7:7; 2 Corintios 5:21; 1 Juan 1:7-10, etc.
3. La INIQUIDAD (Adikía), injusticia, culpabilidad; al apartarse del camino se cae en la perversidad y la depravación; véase, por ejemplo: Lucas 13:27; Hechos 1:18; Romanos 1:29; 3:5; 6:13; 2 Tesalonicenses 2:10; 2 Timoteo 2:19. (Rogamos encarecidamente que el lector no deje de cotejar y meditar estos pasajes).
(Continuará, Dios mediante)