Dios es el Dios bienaventurado. Su propósito es salvar y hacer felices a los que fueron separados de él por el pecado y están hundidos en la miseria. Con este fin realizó el mayor de los sacrificios, por medio de su único y amado Hijo. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito…” (Juan 3:16).
El Evangelio nos revela el Único Nombre bajo el cielo, dado a los hombres, por medio del cual podemos ser salvos (Hechos 4:12). Y este Evangelio es
Poder de Dios para salvación a todo aquel que cree
(Romanos 1:16).
En la epístola a los Romanos hallamos una notable exposición de lo que es el Evangelio de Dios. Allí vemos que Dios es LA FUENTE del Evangelio, y su Hijo es el SUJETO o TEMA del mismo. Es el Evangelio de Dios acerca de su Hijo (cap. 1:1-3, 9), la manifestación de la justicia de Dios sobre el principio de la fe para la fe (v. 17). Respondiendo al estado del pecador, el Evangelio ofrece una completa liberación al que lo recibe, pues necesitamos ser liberados:
1. De la culpabilidad que pesa sobre nosotros a causa de nuestros pecados.
2. De nuestra vieja naturaleza o estado en Adán, es decir, del poder del pecado sobre nosotros.
3. De la presencia del pecado en nuestra carne mortal.
Examinaremos, ante todo, la primera de estas tres cosas.
Antes de aplicar el remedio al mal que padecemos, Dios quiere que primero conozcamos este mal. ¿Y quién, sino él, podrá informarnos de modo seguro? Esto es lo que hace en su Palabra.
El estado del hombre se nos presenta en la epístola a los Romanos desde el capítulo 1:18 hasta el capítulo 3:20. En tres cuadros sucesivos desfilan ante nuestros ojos:
1. Los paganos o gentiles, que tuvieron el conocimiento de Dios a través de Noé, y también tenían ante ellos el testimonio de la creación.
2. Los «moralistas» que tenían hermosos principios, pero… cuyas vidas no respondían a ellos.
3. Los judíos, objetos de los cuidados de Dios, pero que distaban mucho de corresponder a los mismos.
¿Cuál es el designio de Dios acerca de estas tres clases de hombres? En cuanto a la primera, la justa sentencia de Dios es que los que cometen semejantes cosas son dignos de muerte (cap. 1:32).
Respecto a los moralistas, que mostraban a los demás la senda que debían seguir, pero ellos mismos no la practicaban, no escaparán al juicio de Dios (cap. 2:1-4).
Por último, los judíos que tenían la ley como norma de todos sus actos, no tenían motivo para gloriarse de su condición. Sus propias Escrituras, es decir, el Antiguo Testamento, los condenaba (cap. 3).
Así, pues, unos y otros eran absolutamente culpables en cuanto a la justicia; y la Escritura dice de los más favorecidos de ellos: “Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios” (Romanos 3:19).
Tenemos que estar plenamente convencidos de esta verdad para poder recibir el mensaje de la salvación. Este cuadro del estado del hombre, intercalado entre el versículo 17 del capítulo 1, donde se vuelve a tratar y desarrollar dicho tema, no es un paréntesis en el gran asunto que nos es presentado. El alcance de este pasaje y los detalles que encierra demuestran suficientemente la importancia de ello. Si el Evangelio nos revela LA JUSTICIA DE DIOS, Cristo –su persona y su obra–, también nos muestra que LA IRA DE DIOS ES MANIFESTADA DESDE EL CIELO contra toda iniquidad e injusticia de los hombres. ¿No nos inducirá esto a humillarnos, a juzgarnos a nosotros mismos en la santa Presencia de Dios? Es preciso que reconozcamos nuestra culpabilidad y la confesemos ante Dios sin reserva alguna. ¿Hay acaso un creyente que no haya experimentado las angustias de una conciencia tocada por el sentimiento de sus pecados contra Dios?
Amado lector, inconverso tal vez, ¿no se reconoce usted en esta descripción del estado del hombre, trazada por el Espíritu Santo? ¡Quiera Dios que usted sea llevado a exclamar arrepentido: «Yo soy aquel hombre; ¡miserable de mí»! Si estos son los sentimientos que perturban su alma, escuche ahora el Evangelio de Dios; este le revelará cómo puede ser LIBRADO DE SU CULPABILIDAD.
Como ya vimos en el versículo 17 del capítulo 1, en el Evangelio la justicia de Dios es manifestada sobre el principio de la fe. Tal es la respuesta que Dios da ahora a nuestro estado. Este concepto se nos recuerda y se desarrolla ampliamente desde el capítulo 3:21. Según leemos, esta justicia, Cristo mismo, es PARA TODOS Y SOBRE TODOS LOS QUE CREEN. Al respecto, escuchemos esta importante declaración: “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:21-23).
La fe, entiéndase bien, es el medio para participar de esta justicia; se llama la fe de Jesucristo, porque tiene a Cristo por objeto y procede de Él.
A continuación recordaremos tres cosas en cuanto a la justicia de Dios:
1. La justificación del pecador es absolutamente gratuita; Dios no exige nada de él, sino la fe que sella, por así decirlo, las palabras de Dios.
2. Solo la gracia, la pura y libre gracia de Dios, es el origen de la justificación.
3. La obra de Cristo es el medio por el cual podemos conseguirla; así Dios demuestra ser justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús (Romanos 3:26).
En el capítulo 4 la Palabra de Dios nos presenta dos ejemplos, el de Abraham y el de David; estos, claros antecesores del pueblo judío, fueron justificados delante de Dios por la fe; uno antes de la ley, y otro bajo la ley: “Creyó Abraham a Dios”, dice la Escritura, “y le fue contado por justicia” (cap. 4:3). Además, leemos: “Y no solamente con respecto a él se escribió que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (cap. 4:23-25).
¿Qué aportó el hombre en toda esta obra? Absolutamente nada, solo sus pecados. Aquel que entregó a su propio Hijo también lo resucitó de entre los muertos, tras haber cumplido la obra de la reconciliación. Así Dios manifestó lo que significa para él la excelencia de la Persona y la perfección del sacrificio de nuestro divino sustituto, declarando por este mismo acto que la deuda del creyente es totalmente saldada, que es libre de su culpabilidad para siempre. La porción inmediata es una triple bendición:
1. El PASADO del que cree es perfectamente solucionado; recibe la paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo en cuanto a sus pecados.
2. SU PRESENTE le coloca en la gracia de Dios, que es mejor que la vida.
3. SU FUTURO es nada menos que la gloria de Dios, en cuya esperanza puede gloriarse (cap. 5:1-3).
Observémoslo bien, todo es de Dios, tanto en esa preciosa liberación como en los resultados de la misma: LA PAZ CON DIOS, la GRACIA DE DIOS, la GLORIA DE DIOS. Notemos bien que el que no tenía posibilidad de alcanzar la gloria de Dios, ahora puede regocijarse de tener parte en ella (cap. 3:23). Además, ¡bendición suprema!, tiene el privilegio de poder gloriarse en Dios mismo, “por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación” (cap. 5:11).
(Continuará)