A menudo nos maravillamos de cómo y con qué poder las palabras de la Escritura obran en el corazón: verdaderamente asaetean «como aguijones». A veces una corta frase, o quizás unas cuantas palabras, se adueñan del corazón, penetran profundamente en la conciencia y ocupan de tal modo nuestra mente que es notorio que solo Dios puede ser el autor del Libro que contiene dichas palabras. ¡Qué poder convincente, cuánta plenitud de entendimiento, cuánta fuerza de aplicación, qué revelación de lo que son nuestros corazones y nuestra naturaleza encontramos en estas sagradas páginas!
Detenerse para meditar en ello siempre es algo precioso, particularmente en estos días en que el enemigo de Dios y del hombre intenta, de muchas maneras, hacer dudar de la Palabra divinamente “inspirada”.
Dichos pensamientos han surgido a menudo en nuestra mente al leer las palabras que encabezan este artículo: “Pero en la iglesia”, dice el abnegado apóstol,
Prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para enseñar también a otros, que diez mil palabras en lengua desconocida.
¡Cuán importante es que todos los que toman la palabra recuerden esto! Sabemos que las lenguas tenían su importancia: servían de señal a los incrédulos, pero en la asamblea eran inútiles, a no ser que hubiera un intérprete. El fin que se persigue, al hablar en la asamblea, es la edificación; y sabemos que dicha meta solo se alcanza en la medida en que los oyentes entiendan lo que se dice. Es preciso hablar un lenguaje claro para ser entendido por todos, de otro modo no puede haber edificación alguna. Esto es, por cierto, muy sencillo y merece toda la atención por parte de los hermanos que toman la palabra en público. Pero también es bueno recordar que lo único que nos autoriza para tomar la palabra en la asamblea es la certeza de haber recibido del mismo Señor algo que decir. Aun cuando no fueran más que “cinco palabras”, digámoslas, y cuidémonos de añadir, aunque solo fuera una…
Nada prueba mayor falta de entendimiento que un hombre queriendo hablar “diez mil palabras” cuando Dios no le ha dado más que cinco. Y, por desgracia, esto ocurre con mucha frecuencia. ¡Cuánta gracia resultaría del hecho de saber limitarnos a la medida que nos ha sido dada! Dicha medida puede ser reducida, escasa; pero no importa, seamos sencillos, fervientes y veraces. Un corazón humilde y piadoso es preferible a un «pico de oro», y Dios estima más un espíritu ferviente que un lenguaje refinado. Donde existe un sencillo y vivo deseo de edificar a las almas, también se contará con la divina aprobación y frutos benditos en mayor abundancia que donde solo hay dones «brillantes». Por cierto, debemos procurar los dones mejores, pero sin dejar de lado “un camino aún más excelente”, a saber, el amor, que siempre pone de lado lo propio para buscar primeramente el bien de los demás. No es que concedamos poca importancia a los dones, sino que damos mayor importancia al amor.
En fin, la enseñanza y la predicación de la Palabra de Dios ganarían muchísimo observando este sencillo precepto: «No intentéis buscar algo que decir porque tenéis deseo de hablar, sino hablad porque tenéis algo que debe ser dicho». El hecho de que alguien esté preocupado solo por reunir suficiente material para hablar durante determinado tiempo, solo prueba una gran pobreza espiritual.
Semejantes cosas nunca tendrían que ocurrir. Todo el que enseña o predica debe consagrarse diligentemente a su servicio, cultivando el don que ha recibido; debe esperar en Dios para ser dirigido, fortalecido y bendecido; es preciso que esté impregnado de un espíritu de oración y empapado de las Escrituras; así estará siempre dispuesto cuando el Maestro tenga a bien utilizarlo; entonces sus palabras, sean cinco o diez mil, glorificarán a Cristo y serán de bendición para los que las escuchen.