Era un industrial de mucho éxito y había logrado mucho en su vida. Pero de repente cayó enfermo.
Durante meses la enfermedad había obrado ocultamente, pero ahora notaba que algo no iba bien en su pulmón, y se preguntaba si había caído víctima de la temida enfermedad.
El médico de cabecera era su amigo; juntos se complacían en jugar a las cartas y tomarse a menudo un traguito. Después de examinarle el médico, este le dijo con calma: «¡Voy a darte una inyección y ya verás lo rápido que vuelves a levantarte!». El enfermo notó más tarde una rara expresión en la cara de su mujer y desconfiado preguntó: «¿A tí te ha dicho algo distinto?». «Sí», afirmó con la cabeza y se puso a llorar. «¡Cómo!», exclamó el enfermo. «¡Vaya embustero! En seguida llama al Sr. Profesor Moreno y ruégale que venga con prisa; me entran fuertes sofocaciones».
Una hora más tarde llegó el Sr. Profesor. Terminado el examen dice: «Si quiere saberlo con exactitud aquí se excluye toda ayuda humana. Disponga usted de sus asuntos con la mayor celeridad, porque muy en breve entrará en coma de la que ya no saldrá».
El Sr. Profesor se fue, y el industrial dijo a su mujer: «Que no llores. Ya está hecho mi testamento, y mis negocios están en orden. Así y todo tengo mucho miedo ante la muerte. Temo que después haya otra vida, y un justo juicio ante el tribunal de Dios. No estoy en regla respecto a Dios. Que venga en seguida el párroco Fernández, el predicador de nuestra iglesia».
A las 8 llegó el párroco, un conocido orador y moderno científico. Este se sentó junto a la cama del enfermo y se puso a hablar sobre sendas e interesantes experiencias. Enérgicamente el enfermo le interrumpió: «No me queda mucho tiempo para vivir. ¡Dígame sin rodeos si existen pruebas científicas de que con la muerte todo se acabó!».
«No es cuestión tanto de pruebas, sino de grandes probabilidades. El hombre sigue viviendo desde luego, pero solo en sus actos y en sus obras. Todo lo demás es habla piadosa y representación simbólica».
«Sí, así lo pensaba yo también, pero ahora que estoy en el mismo umbral de la muerte, tengo la gran convicción, de que he de comparecer ante el trono de un santo y viviente Dios. ¿O es que tiene usted pruebas irrefutables a favor de su enseñanza?».
«Tiene usted que darse por satisfecho con lo que ha experimentado y hecho». «Pero es eso precisamente: Mis hechos me acusan de ser pecador y me dicen que estoy perdido. Desleal en asuntos de dinero, infiel en mi matrimonio, duro con mis obreros. ¿He de entender que usted no me puede traer ayuda alguna en mi apuro por causa de mis pecados?».
La visita se enojó y se puso de pie: «Mande usted al médico que le ponga una inyección. Así se disipará su ansia, y durmiendo puede usted pasar al más allá». «¡Al más allá!, pero, ¿dónde? ¡Le acusaré a usted ante el tribunal de Dios! Durante mi vida usted me ha descaminado, y ahora me deja usted sin consuelo alguno».
Encogiéndose de hombros, el médico espiritual abandonó la habitación del enfermo murmurando: «Tonterías, estos argumentos sobre la retribución después de la muerte. No me lo esperaba por parte de un hombre de semejante formación; ¡hay que ver!». El temor del moribundo frente al juicio ahora iba creciendo de minuto en minuto. Su mujer venció, a raíz de esta angustiosa situación, todo lo que hasta entonces había guardado para sí, y como repentina inspiración propuso: «Nuestra hija mayor, hace tiempo que habló muy favorablemente acerca del joven predicador Gómez. Este joven vive ahora en nuestra ciudad. ¿Acaso no convendría preguntarle si está dispuesto a acercarse?».
«¿Gómez? Ah sí, ese religioso visionario. Bueno, en todo caso sabe lo que cree. Vete tú misma a verle y cuéntale todo. A lo mejor viene, aunque ya se va haciendo muy tarde».
A eso de las once de la noche se presentó el predicador Gómez y sentándose tomó la temblorosa mano del moribundo.
El enfermo suspiró hondamente. Luego dio un sobrecogedor relato de su vida sin Dios, su afán por el placer y su egolatría. Una que otra vez su mujer tuvo respingos, al oír las confesiones de injusticia de su marido.
Cuando agotado dejó caer la cabeza sobre la almohada, con calma y gran seriedad el predicador dijo: «Entonces sin lugar a duda, está usted perdido».
«¡Perdido! Sí, eso también me lo dice mi conciencia», exclamó el paciente apurado.
«Pero Jesucristo ha venido para buscar y salvar lo que se ha perdido», prosiguió el predicador Gómez. «Tan pronto como usted declare que ya no puede hacer nada por sí mismo, y cual persona que debatiéndose en su lucha con las olas comprende que se hunde, entonces está usted maduro para la gracia de Dios».
Los ojos cerrados, el enfermo escuchó la historia del sufrimiento y de la muerte del Señor Jesucristo, Aquel que para la salvación de pecadores sin Dios ha sufrido tan infinitamente, cuyos brazos se extienden hacia todo el que, en su apuro clama a él, sí, Aquel que tan perfectamente quita los pecados, como si estos nunca hubiesen existido.
«¿Todo?», exclamó inesperadamente y en voz muy fuerte el enfermo.
Qué mensaje más alegre, rezaba luego la contestación: «¡Sí, todo! El castigo lo soportó él, para que nosotros podamos alcanzar la vida».
Hubo un gran silencio en el cuarto. Después de eso oraron juntos. Después del «Amén» el enfermo susurró: «Señor Jesús, ten misericordia de mí».
El siervo del Señor leyó en presencia del moribundo todavía unas citas de la Sagrada Escritura: “Díjoles Jesús:… al que viene a mí, de ninguna manera le desecharé” (Juan 6:37). “¡Venid pues, y arguyamos juntos, dice el Señor! ¡Aunque vuestros pecados fuesen como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque fuesen rojos como el carmesí, como lana que darán!” (Isaías 1:18). “Y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
«¿Cree usted que Jesucristo le perdona todos sus pecados?», preguntó el visitante después de una breve pausa.
«¡Sí, te creo, Señor Jesús! Piensa también en mi mujer y en mis hijos. Salvador, ¡hazlo todo bien!». Se incorporó ligeramente; sus ojos estaban muy abiertos, como si ya vieran allá arriba la gloria. Un respiro más, y expiró.
Los que quedaban atrás fueron profundamente impresionados. ¡Cuán grande era pues la gracia, que Dios todavía manifestó a favor de este moribundo!