La abogacía de Cristo

Se hace muy a menudo la pregunta siguiente, a saber: «Mas, ¿qué ha de hacerse con los pecados que cometa un creyente después de convertirse? ¿Cómo se deben tratar?».

Que esta sea una pregunta importantísima, no hay creyente que desearía negarlo, porque “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8), y “todos ofendemos muchas veces” (Santiago 3:2). Al mismo tiempo, tenemos que recordarnos que no hay disculpa cuando un cristiano peca, porque leemos: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gálatas 5:16). Es nuestro privilegio y responsabilidad andar en el Espíritu y si siempre lo hiciésemos, no pecaríamos.

En primer lugar, permítame referirme al hecho, tan clara y perfectamente presentado en las Escrituras, que solo hay un sacrificio eficaz por los pecados. Él Espíritu de Dios hace un contraste muy marcado entre “los sacrificios que nunca pueden quitar los pecados”, sacrificios que iban repitiéndose muy a menudo, y el “solo sacrificio por los pecados” que ofreció Cristo, y declara claramente que por la voluntad de Dios “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una sola vez para siempre”, y que “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:10-14). El Hijo de Dios hizo “la purificación de nuestros pecados por si mismo” (Hebreos 1:3). La obra fue acabada muchos siglos antes de cometidos los pecados y en el tiempo conveniente, cuando creímos al Evangelio, nos fue declarada su eficacia, para que pudiésemos tener las conciencias purificadas y que estuviésemos ciertos de que Dios no nos imputara el pecado. Sería imposible que el sacrificio fuese repetido y nunca se insinúa en la Palabra de Dios que puede aplicarse de nuevo a nuestras almas su virtud salvadora. Al contrario, el creyente está santificado, está puesto aparte para Dios según el valor invariable de la ofrenda de Cristo y ha sido hecho “perfecto para siempre”. Continuamente está delante de Dios en toda la eficacia de una redención eterna.

Todos sus pecados, los que fueron cometidos antes o después de convertirse, fueron llevados por Cristo. Si solamente un solo pecado no hubiera sido tomado en cuenta en el calvario, tendría que perecer, porque “no hay más ofrenda por el pecado” (Hebreos 10:18).

No tengo el deseo de disminuir en la mente de ningún creyente la convicción de la maldad del pecado. Lo que ha costado a Cristo tales aflicciones indecibles para quitarlo, no puede estimarse ligeramente. Mas es importantísimo que todo creyente sepa que si acaso pecare, su situación en Cristo queda invariable, su parentesco con Dios como uno de sus hijos no por eso está roto, y no está puesta otra vez en la situación que ocupó antes de convertirse.

¿Cuál es entonces, la consecuencia de un pecado cometido por un creyente? Su corazón le condena; su comunión, como un hijo de Dios, está interrumpida y, por consiguiente, pierde el gozo espiritual. Sin embargo, siempre es un hijo, aunque un hijo desobediente. Lo que necesita es que se le restablezca su comunión y su gozo y para eso hallamos la provisión en 1 Juan 2:1, a saber: “Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. “Él es la propiciación por nuestros pecados”. Él, quien ha hecho la propiciación por nuestros pecados en la cruz, ahora es nuestro abogado para con el Padre. El pecado del creyente exige y pone en ejercicio esta actividad bondadosa del amor divino y tampoco demora este bendito abogado en su servicio, hasta que nos hayamos arrepentido y juzgado. Su abogacía es más bien la que hace producir todo movimiento en nuestras almas hacia la restauración. Como consecuencia de su abogacía allí arriba el Espíritu Santo nos hace sentir aquí abajo la aflicción y la vergüenza de los pecados que hemos cometido y nos juzgamos a nosotros mismos.

Entonces, “si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). No es cuestión de quitar el pecado de delante de Dios, lo que ya fue arreglado en la cruz, sino de perdonar un Padre a un hijo y de restaurar su comunión.