Se cuenta del gran patriota colombiano D. Antonio Nariño, que después de haber perdido una batalla contra los españoles en el sur de Colombia, se internó en una montaña para despistar al enemigo; pero cuando quiso salir le fue imposible y así permaneció perdido por varios días pasando angustias y penalidades. Cuando su situación se hacía desesperada, apareció un indio quien con buena voluntad le condujo hasta el camino que llevaba a la ciudad de Pasto. Nariño, agradecido y no encontrando otra manera de expresarle su gratitud, sacó un hermoso reloj de oro con ánimo de regalárselo.
El asombrado indígena miró el artefacto con curiosidad primero y luego con temor, pues tantas cosas misteriosas habían oído acerca de los blancos. Nariño trató de hacerle entender para qué servía el artefacto y el gran valor que tenía esa joya. Le indicó el movimiento de los puntitos y le hizo escuchar el rítmico tictac. Por fin, ante los ojos sorprendidos del aborigen, destapó la caja y le hizo observar la maquinaria con su complicado mecanismo de rueditas y resortes.
–¿Se mueve solo? –preguntó.
–Sí. Solamente hay que darle vuelta a esta llavecita cada día para darle cuerda.
Era lo único que faltaba. El indio, supersticioso por naturaleza, no podía resistir más. Una cosa que se mueve sola, que suena sola y que lleva por dentro tanto misterio, tenía que ser algo diabólico. Quizá un espíritu de mal agüero estaba metido en esa caja. Y en un decir y hacer, tomando la preciosa joya de oro, la tiró con todas sus fuerzas haciéndolo añicos contra una piedra del camino.
Naturalmente, el pobre indígena no conocía el valor del finísimo regalo que se le estaba ofreciendo. Por eso lo rechazó de esa manera. Además, estaba cargado de rancios prejuicios que le impedía aceptar este don valioso que estaba al alcance de sus manos.
Lo más grave de todo es que hay un sin fin de hombres civilizados que proceden en forma igual y aún peor que el indígena de nuestra historia. Están rechazando y despreciando un generoso ofrecimiento, un don mucho más valioso que todas las joyas del mundo. Dice la Biblia, que es la Palabra de Dios: “La paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23).
Dádiva quiere decir regalo, algo que podemos recibir sin que nos cueste nada. Así es la salvación que Dios ofrece al pecador. Eso no quiere decir que la salvación no valga nada; tiene, un valor infinito, pero ese precio ya fue pagado por Cristo en Gólgota. A nosotros no nos corresponde sino aceptar la obra consumada, como un don inmerecido. Nada hay en esto que se haga por méritos humanos, sino por pura misericordia y el infinito amor de Dios. Por ello el apóstol Pablo exclama lleno de gratitud y regocijo: “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios 9:15).
Algunas personas tratan de sostener que la salvación puede ser ganada a base de buenas obras, es decir, que si el hombre hace limosnas, penitencias, devociones y cumple ritos o determinadas ceremonias religiosas, tiene asegurada la entrada en el reino de Dios.
¡Nada más desacertado! Dios es el que nos ofrece este precioso regalo. En las Sagradas Escrituras leemos: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se glorié” (Efesios 2:8-9). Dios nos ofrece la salvación porque sabe que por nuestros propios méritos no somos capaces de alcanzarla. Jesús dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).