El más rico del vecindario

Parado a la puerta de su casa, el hacendado noruego contemplaba los extensos campos de su propiedad. En sus múltiples viajes a otras tierras había visto muchos y bonitos paisajes, pero con todo, en ese día se convenció de que sus tierras eran las más agradables de cuantas había visto.

Como el rico de que habló el Señor Jesús en una de sus parábolas, nuestro buen hombre había hecho provisión para todo menos para su alma; él no sabía que de verdad era “desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo”.

Mientras así se deleitaba en el paisaje, un peón le trajo su caballo de silla en el cual montó y se fue.

A corta distancia de la casa se encontró con un viejo empleado suyo, se detuvo y pensó entablar conversación con él; pero en ese instante el viejo Hans (es decir: Juan), que así se llamaba, extraía del morral la merienda acostumbrada y se disponía a comer, antes de lo cual, quitándose el sombrero y juntando sus manos, daba gracias a Dios, el dador de todo bien.

–¡Hans! ¿Cómo estás hoy? gritó el patrón.

–¡Oh! ¿Es usted, señor? contestó el buen viejo. –No había oído nada, últimamente me estoy poniendo sordo y también se me va la vista.

–Pero pareces muy feliz, Hans.

–¿Feliz? Sí, soy feliz de veras y tengo mucha razón para serlo. Mi Padre celestial me da vestido y qué comer, tengo casa y buena cama; esto es mucho más que lo que tuvo mi amado Salvador durante su estancia en esta tierra, por eso, cuando usted llegó, me ocupaba de darle gracias por tantas bendiciones.

El patrón contempló la merienda, unos pedazos de pan con carne de cerdo, y dijo:

–Y tú, pobrecito, ¿le das gracias a Dios por tal suerte de merienda? Yo estaría bien afligido si no tuviera más que eso.

–¿De veras, señor? respondió el viejo con asombro. –Es que quizás usted no sabe qué es lo que añade dulzura a todo lo que Dios me da. Es que ciento en mi corazón la presencia de mi Salvador. ¿Me permite usted que le cuente el sueño que tuve anoche?

–Por cierto, Hans, cuéntamelo. Tendré gusto en escucharlo.

–Pues bien, comenzó el viejo. –En cuanto me venía el sueño, pensaba en la felicidad del cielo más allá, y en las mansiones preparadas para los que de verdad aman al Señor. De repente me sentí transportado a las mismas puertas del cielo. Estaban abiertas de par en par, de manera que pude ver dentro de la santa ciudad. ¡Oh! señor, ninguna palabra podría dar una idea de la gloria y hermosura que vi. Por cierto, no fue más que un sueño, pero hay una cosa especial que le quisiera contar.

El patrón se mostró inquieto; como si quisiera irse, pero, sin hacer caso, Hans siguió, diciendo: –También oí una voz que dijo: Esta misma noche morirá el más rico de todo el vecindario. Después, una música dulcísima, un verdadero coro de alabanzas llegó a mis oídos. En eso me desperté.

Señor, tan claras fueron esas palabras que no he podido olvidarlas en todo el día. Me sentía en el deber de contárselas, pues pueden ser un aviso.

El patrón se puso pálido, pero quiso esconder el temor que le sobrevino.

–¡Tonterías! exclamó. –Tú puedes creer en los sueños, pero yo no. Adiós.

Se alejó a todo galope, mientras el viejo Hans, fijando la vista en él, hizo la siguiente oración a Dios:

–Oh Señor, ten misericordia de su alma, si es que debe morir tan pronto.

Llegando a su casa, el patrón entregó el caballo al criado. Entró y se echó de largo sobre su sofá, sintiéndose muy cansado.

–¡Qué locura la mía en dejar que me estorben las tonterías de un viejo tan ignorante! ¡El más rico en todo el vecindario! Por cierto, lo soy yo. ¡Pero eso de morir esta noche! Estoy en buena salud. A lo menos me sentía perfectamente bien esta mañana. Ahora, sí me duele la cabeza y ciento que mi corazón no funciona muy bien. ¿Acaso debo llamar al médico?

Más tarde llegó el médico. El patrón no pudo explicar al doctor lo que sentía; por algunas horas este quedó haciendo todo lo posible para disipar la agitación del patrón. Cerca de las diez el doctor se levantaba para irse, pero de repente tocaron a la puerta de la casa, y todos se asustaron.

–¿Quién será a estas horas? –preguntó el patrón. Estaba bien nervioso, y se asustaba de nada. Entró un hombre y dijo:

–Me pesa estorbarle, señor; vine solamente a decirle que el viejo Hans murió de repente esta noche. Por favor, ¿podrá usted arreglar los asuntos del entierro?

Había sucedido como en el sueño del viejo; el más rico del vecindario no fue el dueño de grandes y buenos campos, sino su humilde criado que vivía en una cabaña y que cada día daba gracias a Dios por su comida tan sencilla. ¡Su alma, redimida por la sangre del Cordero de Dios, había partido del cuerpo para entrar por las puertas del cielo!

Y en cuanto a usted, amigo: ¿Tiene usted tesoros en el cielo, como los tuvo Hans? ¿Conoce usted al Salvador de él?

¿Qué recompensa dará el hombre por su alma?
(Mateo 16:26).

“Vuelve ahora en amistad con Dios, y tendrás paz” (Job 22:21).