Un comerciante llamado Miguel gozaba de gran reputación de piedad entre sus vecinos, pero se hallaba siempre angustiado y pensando con terror en el juicio de Dios. Recurría a toda clase de medios para calmar la turbación de su conciencia, hacía muchas peregrinaciones y llevaba ya más de treinta confesiones generales. Todos los años daba a los pobres dos toneles de vino, dos grandes medidas de trigo y la mitad del cerdo que mataba; mandaba hacer a sus expensas funciones religiosas y costeaba sermones de cuaresma; adoptaba niños abandonados y los educaba con todos los cuidados de un padre. Todas estas obras tenían por objeto alcanzar la salvación de Dios y hacer que la paz naciera en su corazón.
Pero he aquí un día, sus ganados le fueron robados por los ladrones, sus campos de trigo fueron destruidos por el granizo, y se encontró pobre y sin recursos para sí y para sus hijos adoptivos. Sorprendido al ver esto exclamó: “¡Cómo! Yo doy a Dios, en la persona del pobre, el diezmo de todo lo que él me da, y él ahora me lo quita todo”.
El domingo siguiente, fue a casa de un creyente llamado Martín, y le contó lo que había sucedido.
Martín al principio se sonrió; mas deseando instruir a Miguel, aprovechó esta ocasión y le dijo:
–Piensa, amigo Miguel, en que las obras que tú has hecho hasta aquí, a pesar de ser sin duda buenas y dignas de alabanza en sí mismas, como las has hecho con la intención de adquirir la salvación, han resultado del todo en vano.
A tales palabras Miguel, admirado; exclamó:
–Conque, ¿no es por las buenas obras por las que podemos y debemos ganar el cielo?
–No, no, sin duda; el perdón de los pecados, la salvación y la vida eterna, no se obtienen más que por pura gracia.
–¿Entonces las buenas obras no valen nada?
–Sí, tienen su importancia cuando provienen de la fe y de la gracia de Dios. Pero nunca por ellas podemos merecer nuestra justificación. Ésta no se obtiene por otra cosa que por la fe en el Señor Jesús, a fin de que el honor no pertenezca más que a Dios y a su Hijo Jesucristo.
Martín tomó entonces el Nuevo Testamento y dijo:
–¿Crees que este libro es la Palabra de Dios?
–Sí, lo creo.
–Pues bien: escucha lo que dicen el Señor Jesús y Sus apóstoles. Entonces leyó los textos siguientes: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
“Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para que fuésemos justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley; por cuanto por las obras de la ley ninguna carne será justificada” (Gálatas 2:16).
Más todo esto no calmaba la angustia de Miguel. Por fin se fijó en estas palabras: “Así que de la manera que por un delito vino la culpa a todos los hombres para condenación, así por una justicia vino la gracia a todos los hombres para justificación de la vida” (Romanos 5:18).
Estas palabras cayeron como un rayo de luz en su afligida alma y exclamó:
–¡Ah! ¡Comprendo; sí comprendo! Nosotros heredamos del Señor Jesús la justicia delante de Dios, lo mismo que hemos heredado de Adán el pecado y la injusticia.
–Sí, eso es.
–Ahora comprendo.
–¿Te has persuadido de que no puedes, ni debes comprar la vida eterna por un puerco, dos medidas de trigo y un tonel de vino?
–Sí, ciertamente, y me alegro de que sea así. ¿Por qué no habré venido antes a usted? Ahora estoy consolado, mi angustia ha dado lugar a la paz. ¡Que el Señor sea bendito!
–Pero, Miguel, a fin de que no pienses que, porque se atribuye la justificación a la fe, quedan desechadas las buenas obras, escúchame todavía. Entrégate por completo al servicio del que te ha rescatado. Tú eres salvo por gracia; pero no serás buen hijo de tu Padre, si no cumples ahora toda Su voluntad. Hazlo por agradecimiento y deber; él te dará fuerzas para ello. Estoy seguro de que ahora harás más sacrificios, porque ya eres salvo, que hiciste antes con el vano propósito de salvarte. La fe que no va acompañada de las obras, no es la fe viva, es muerta. Si tienes la fe tendrás las obras, manifestación de esa fe.
Desde entonces Miguel, ha conocido la paz por el Señor Jesucristo.