Cuando volvió al cielo, después de su resurrección, el Señor dejó sin cumplir dos clases de bendiciones, a saber: las que se relacionan con la Iglesia, y las que se vinculan con el pueblo de Israel. Son enteramente distintas las unas de las otras. Para dar cumplimiento a la primera, vendrá el Señor no como Juez, sino como Isaac cuando salió al encuentro de Rebeca, cual novio lleno de amor (Génesis 24). Por el contrario, para dar cumplimiento a la segunda serie de bendiciones, vendrá semejante a David, cual poderoso conquistador, para tomar posesión de su Reino. En otras palabras, él es el prometido Esposo de la Iglesia y es el Rey de Israel.
Hay, por consiguiente, dos fases distintas de la segunda venida del Señor mencionadas en la Palabra de Dios, dos jornadas, por así decirlo, del mismo viaje. Primeramente, descenderá del cielo para arrebatar a los suyos y llevarlos a la casa del Padre. Luego, pasado un breve periodo, volverá con ellos con poder y la gloria para establecer su reino.
Permítame explicar esta parte del tema. Paseando por el campo cierta mañana, vemos un charquito de agua. Lo evitamos y, sin pensar más en él, seguimos el camino. Unos días después pasando por el mismo lugar, notamos que el charquito ha desaparecido. ¿Qué ha sucedido? El sol, brillando con toda su fuerza, ha evaporado el agua, y las gotas han subido al cielo. Nadie las vio subir, pero sí, se fueron. Semanas más tarde, notamos las mismas gotas, pero enteramente transformadas. Ahora son hermosas gotas de rocío, que son la admiración de todos.
Algo semejante sucederá en breve. El mismo Señor descenderá del cielo y, en “un abrir y cerrar de ojos” levantará del polvo los cuerpos de todos los que durmieron en él, mientras que los que vivimos seremos transformados, para subir todos juntos a su encuentro. Nada hay en la Escritura que nos haga suponer que los inconversos nos verán cuando seamos arrebatados. Probablemente el solemne descubrimiento de su desaparición será la primera noticia de haber tenido lugar este suceso. Enoc “no fue hallado, porque lo traspuso Dios” (Hebreos 11:5). Pues bien, esto es precisamente lo que sucederá con la Iglesia. Después de haber sido llevada a la gloria, aparecerá en gloria con Cristo, como está escrito: “Todo ojo le verá” (Apocalipsis 1:7).
Es mismo Señor presenta claramente estas dos fases de su venida en Mateo 25. En la parábola de las diez vírgenes se describe un aspecto de ellas; y en la de las ovejas y cabras, el otro. Vemos a las vírgenes prudentes con sus lámparas encendidas entrando con el Esposo a las bodas, mientras que en el segundo se ve el Rey saliendo para juzgar. Fijémonos en el contraste. En la primera parábola, los salvos (las vírgenes prudentes) entran a las bodas, van al cielo, mientras que los malvados e incrédulos (las vírgenes insensatez) quedan en la tierra para el juicio. En la segunda, son los impíos los que han de ser sometidos a juicio, mientras que los justos quedan en la tierra para participar de las bendiciones del reino milenial del Mesías. En el primer caso, los santos entran y se cierra la puerta; en el segundo, el cielo está abierto y los santos salen.
Si el lector de estas líneas no es uno cuyo corazón ha sido regenerado, quisiera llamarle la atención sobre el hecho de que la venida del Señor será repentina, y que será dejado atrás si se le encuentra “sin aceite en un vaso”. No mire esto con indiferencia. La puerta está aún abierta. Jesús le invita todavía. No pierda un momento. Reconózcase pecador delante de Dios y acepte al Señor Jesucristo como su Salvador personal. El le acogerá, le bendecirá y le salvará.