Morir… ¿Y después?

“Está establecido a los hombres que mueran una sola vez” (Hebreos 9:27). Nadie discute esta afirmación de la Biblia. En cada pueblo un cementerio recuerda esta fatalidad: Morir una vez. Sea por simpatía, por cortesía, o por que somos directamente tocados por un duelo, sucede a veces que pasa poco tiempo sin volver a encontrarnos con las mismas personas en este lúgubre sitio. Después se separa uno sin preguntarse: ¿A quién le tocará la próxima vez? Porque es inevitable que nos tocará alguna vez. El proceso de envejecimiento y de muerte del ser humano empieza desde su nacimiento. Pero con dos incógnitas mayores: La destinación final y el punto donde nos encontramos.

Destino desconocido

¡Desconocido? ¿Está usted tan seguro de esto? ¿O prefiere sencillamente no hacerse preguntas sobre este tema? Tendrá que admitir que es una actitud inadmisible. En primer lugar, no es lógica. Nadie sube a un tren sin saber a dónde lo llevará. Luego ¡Es poco valiente! ¡Es preferible no pensar en esto!

Además, es con razón que se tiene miedo. El versículo citado sigue así: “Morir… y después el juicio”. ¿Qué hay después de la muerte? Es la pregunta sobre todas las preguntas. La Biblia la contesta por esta sola palabra que suena dura y de la cual, sin embargo, no podemos deshacernos: El juicio. ¡Pues no! Todo se ha acabado en el momento en que la tierra se cierra sobre el ataúd. Si el cuerpo que es polvo vuelve a la tierra, “el espíritu vuelve a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7). A Dios, para escuchar entonces una apreciación y recibir allí una retribución.

La vida presente, corto periodo preliminar en la historia eterna de nuestra alma, está sin embargo cargada de consecuencias. ¡Es una prueba! ¿Qué uso habremos hecho de nuestra libertad, de nuestro tiempo, de nuestra salud, de nuestras facultades…? Y sobre todo ¿Qué lugar habrá tenido Jesucristo en nuestra vida? ¿Habremos hallado en él un Salvador y Señor?

El punto donde nos encontramos

De estos años, estos días, estos minutos que transcurren y de los cuales el número va menguando implacablemente hasta el cero brutal ¿Cuántos nos queda para vivir?

  • No podemos saberlo, dicen unos, y es una de las razones que hacen que la muerte sea temible. De repente puede arruinar todos nuestros planes y romper nuestros lazos más queridos.
  • No podemos saberlo, es cierto contestan otros; pero es mejor así. ¿Qué caso tiene echar a perder este tiempo fugaz, estos instantes medidos tan mezquinamente, por la obsesión de que posiblemente van a acabar pronto?
  • No podemos saberlo, efectivamente. Pero es precisamente lo que debe incitarnos a prepararnos hoy a este solemne encuentro cara a cara con el Juez a quien tenemos que rendir cuentas. El mismo nos invita a hacerlo: “Prepárate… (y cada uno puede sentir que esta palabra se dirige personalmente a él) para venir al encuentro de tu Dios” (Amós 4:12). ¿De que manera? Adelantándose al juicio, o sea confesando espontáneamente nuestro pecado a Dios y aceptando su perdón, es decir la salvación gratuita que la obra de Jesucristo nos ha adquirido.

Certidumbres

El cristiano tampoco conoce el momento cuando acabará su vida terrestre. En cambio, en cuanto al más allá posee grandes certidumbres sacadas de la Palabra de Dios. Y para empezar, ésta: La muerte es vencida; “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro tu victoria?” (1 Corintios 15:55).

Un creyente puede considerar su propia muerte sin aprensión; está preparado. El juicio y la condenación que le esperaban del otro lado han sido soportados por otro: “Nuestro Salvador Jesucristo… quitó la muerte”. “Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (2 Timoteo 1:10; Romanos 8:1).

El pecado, aquel aguijón que armaba a la muerte cual el aguijón de un animal venenoso, le ha sido quitado por la cruz de Jesús. Por eso la muerte ha perdido su respecto angustioso para el creyente. Ya no es un fin catastrófico, sino el acceso a un porvenir maravilloso; ya no es la perdida de todo lo que le es caro, sino, al contrario, la toma de posesión de todo lo que ama. Es la puerta que franquea para ir al cielo. De este lado la fatiga, las ansiedades, el sufrimiento; del otro lado la paz, la felicidad, sin nubes y sin fin.

¿No quiere usted solucionar ahora el grave y gran problema de su eternidad, aceptando sencillamente la salvación que Jesús le ofrece y por la cual él mismo pagó todo el precio?